El manuscrito carmesí (41 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Soraya, al borde de ver abortada su ambición, hizo un desesperado intento. Forzó a mi padre, antes de retirarse a Salobreña, a abdicar en su hijo mayor, un niño aún, dejando en manos de ella la regencia. Pero unos cuantos delegados de Abul Kasim Benegas, fingiendo ignorar la ausencia del sultán, subieron a comunicarle el lamentable estado de la situación.

Soraya pretendió distraerlos; aludió a un pasajero malestar del sultán que lo retenía en sus alcobas, y solicitó un aplazamiento de la audiencia. Pero ante la porfía de los visitantes, desenmascarada, casi les insultó.

—Aún vive el rey legítimo, adornado con las glorias del emirato y orgulloso de haber hecho por Granada más que ningún otro de la Dinastía; está enfermo en la costa, y yo aquí lo represento. Pero si consideráis igual estar enfermo que muerto, proclamad ahora mismo rey a su hijo. Tened la seguridad de que con ello servís al sultán que Dios os deparó, un héroe que se recuperará en el reposo de la playa, y regresará con la espada en la mano (no lo olvidéis) a sentarse en su trono.

Después de una reunión provocada por Benegas y sus parciales, todos los hombres que significaban algo en Granada llegaron a un previsible acuerdo: a nadie convenía ni un rey moribundo, ni un rey niño.

—Tenemos a la mano —gritó el tornadizo Benegas— a quien puede proporcionar más beneficios a este Reino. En estos mismos momentos está postrado ante Dios en la mezquita de la Alhambra.

Corrieron los reunidos y llegaron a tiempo de ver salir de ella al “Zagal” y montar a un caballo, en el que se disponía a ir a Salobreña a cumplimentar a su hermano. Sin dejarlo siquiera descender la Sabica, allí mismo lo proclamaron sultán.

“El Zagal” toleró en la Alhambra la presencia de Soraya y de sus hijos, aun cuando su lugar estaba junto al enfermo. No tardó, sin embargo, en comprender que la intención de Soraya era seducirlo y contraer matrimonio con él, a costa incluso de envenenar al sultán agonizante; estaba más dispuesta que nunca a proseguir su carrera. Ante tan incorregible actitud, mi tío la envió a Salobreña con sus dos hijos, y poco después, cuando se convenció de que nada restablecería la salud del sultán, aconsejado por los médicos que encontraban más saludable para él el clima de Mondújar, lo trasladó allí con su familia. [Uno de mis partidarios, al que me resisto a dar crédito, me asegura que si permitió a Soraya quedarse en la Alhambra, e incluso él —no ella— habló de matrimonio, fue para que le descubriese en dónde había escondido los tesoros reales, imprescindibles para continuar la guerra.] Ante las primicias de un sultán bravo, querido y no impuesto por innobles maniobras, Granada estalló de júbilo; con todo, una pequeña parte del Albayzín continuaba siéndome fiel. El alzamiento del “Zagal” al trono alegró también al rey Fernando, que veía así aún más dividida nuestra monarquía.

La única duda que le queda es cuál será el momento justo, por más dañino para nosotros, de librarme y echarme a pelear contra mi tío y contra los legitimistas partidarios de mi padre.

Su alegría se enfrió un tanto con la primera hazaña del “Zagal”, que justificó con ella las esperanzas en él puestas. Al iniciar Fernando su campaña estival, aunque tardía, decidió comenzarla por la Vega. Envió por delante su vanguardia al mando del conde de Cabra, quien escogió el camino de Moclín. Pero “el Zagal” adivinó el regate, y acudió al remedio con rapidez y un fuerte contingente de soldados. Tras una áspera batalla, la derrota del conde fue terrible.

Destrozado su orden, la mayor parte de los cristianos pereció en un barranco que los nuestros titularon de la Matanza, y el mismo conde salió mal librado y herido. Por añadiduras, mi tío, para demostrar su insolente valor, tuvo la osadía de retar al rey cristiano y de acampar dos días seguidos en el lugar de su victoria por si Fernando tentaba aceptar su reto y vengar el notorio descalabro de uno de sus capitanes predilectos. En realidad, el vengado en el conde de Cabra he sido yo.

Nasim me comunica —y copio su carta casi literalmente— que, si la campaña cristiana hubiese dependido de Fernando, se hubiese postergado hasta la siguiente primavera. A la derrota de Moclín se añadieron la enorme mortandad que la peste causa en Sevilla, donde se entierra a la gente amontonada, y el malestar y la tristeza de la Cristiandad entera. Pero, según se dice, la reina Isabel, para fortificar el ánimo de sus súbditos y encender su poquedad, a caballo delante de los soldados, les exhortó:

—Hijos míos castellanos y aragoneses, quiero poner en vuestras armas la dicha de nuestros reinos. De ahora en adelante, ni Castilla ni Aragón se conformarán con inestables treguas, ni con parias que puedan ser negadas a la primera coyuntura. Con la vista puesta en vosotros y en vuestras familias, arrodillados ante la voluntad de Dios, el rey y Nos decretamos la continuación de la guerra, sin cejar hasta que los infieles sean expulsados de esta tierra que es nuestra.

Así, como mujer y como reina, infundió un nuevo aliento en su tropa. Este matrimonio se ha acomodado con perspicacia en los dos platillos de una misma balanza. El fiel de ella es la conquista; cuando uno de los cónyuges desfallece, el otro medra y se levanta, impulsado por la misma fuerza que abate al primero. De ahí que juzgue imposible vencerlos.

Mas lo que ignoran ambos —y lo ignorarán mientras esté en mi manoes que he tomado, de acuerdo con Moraima, una determinación no menos firme que la de ellos. Creerán muchos que la tomé sólo por mi egoísmo y para mi descanso, pero puedo jurar que la tomé, sobre cualquier otra consideración personal, en beneficio de mi Reino.

Su suerte me importa mucho más que la mía, y, si sus días están contados, procuraré de todo corazón que sean lo más plácidos, luminosos y felices posible. Aunque para ello tenga que sacrificar mi vida, que es a lo que equivale sacrificar mis derechos al trono.

Hoy ha pasado el día conmigo Gonzalo Fernández de Córdoba.

Hemos almorzado juntos. Moraima actuó de sirvienta. Apenas dos veces se han tropezado nuestros ojos, medrosos como estamos de que hasta una mirada nos delate. Después de haberse ido, Moraima y yo hemos comentado lo que nos parecía el personaje.

Gonzalo se muestra aún más cuajado y viril que la última vez.

Cierta gravedad se ha hecho compatible con su soltura, y cierta severidad, con su simpatía. De expresión seria, sus rasgos son limpios y armoniosos. Quizá administra su sonrisa con excesiva circunspección; por eso, cuando sonríe y muestra su blanca dentadura, es como si el sol se vertiese sobre un paisaje no amanecido aún. Tiene unas manos enjutas y marcadas por las riendas y por las armas, pero a la vez de una inocultable elegancia. Su cuerpo es esbelto y bien formado; sin ser muy alto, da la impresión de sobrepasar a quienes lo rodean por la incólume majestad que emana su figura. Creo que, si se exceptúa a mi tío “el Zagal”, nunca he visto a nadie tan nacido para mandar y tan dotado para ello.

Estoy seguro de que don Gonzalo no necesita levantar la voz para ser obedecido, ni alterarse para que sus órdenes se acaten. Dudo que un día le suceda a él lo que en Lucena a mí, cuando mis hombres me abandonaron; él no precisa arengas para retener a sus soldados, que preferirán la muerte a una mirada suya de desdén. Está hecho, en una palabra, para conducir a un pueblo a la victoria. Es el capitán cristiano que más temo y al único que quiero. Porque sus palabras y actitudes denuncian una limpia eficiencia y una perseverancia gélida, pero no hay odio en ellas; él se presenta como el útil y acerado instrumento de algo que ha de cumplirse, y en lo que su corazón no está implicado.

Durante el tiempo que permaneció conmigo trabó un discurso sobre las armas y la guerra tan coherente y lúcido que me pesará no transmitirlo con fidelidad. En mis papeles carmesíes dibujó planos e ingenios de artillería, escribió números, y distribuyó cuerpos de ejército como si fuese un general antes de una batalla. Con una cortesía y una cordialidad más de un aliado que de un adversario. Se comprende que, a pesar de su juventud, los reyes tengan en él una fe insuperable. Es el mejor de sus nuevos capitanes: todos hechos a su imagen, compartidores de sus ideales, y no maleados por las luchas personales e interesadas de antaño que tanto nos sirvieron a nosotros. De escucharlo se sacan dos conclusiones. La primera, su concepto renovado de la estrategia y de la táctica, su sabiduría militar, en ocasiones se diría que infusa, y, sobre todo, su concordancia con los reyes en proyectos, en entereza y en determinación, lo que lo convierte en un perfecto vasallo. Lo segundo que se deduce, no sé si a su pesar o quizá incluso a pesar de ignorarlo, es que está, de una manera reservada o todavía inconsciente, enamorado de su reina. Moraima lo ve más claro aún que yo: al hablar de ella, sus opiniones extasiadas y sus ensalzamientos indican que es para él la más alta maravilla que existe, y que su galardón máximo es haber coincidido con ella en esta vida.

—Uno se queda perplejo viendo a una mujer —dice— ocuparse directamente de los planes de campaña, votar entre los más viejos y experimentados capitanes, tratar de tú a tú con ellos, y encauzar los preparativos con un conocimiento que con dificultad habrían alcanzado los guerreros de los tiempos antiguos. Ésta es la novedad que marca de un modo más visible lo que se aproxima o está ya entre nosotros; esto es lo que no nos va a permitir fracasar, señor, si me perdonáis que os lo diga. Después de todo —se excusaba—, los resultados están en las manos de Dios, cuyos caminos son misteriosos y sus juicios inescrutables.

Yo admiraba y envidiaba cómo se unen en él la galanura con la autoridad.

—El valor ciego —añade— no dirigirá más las operaciones bélicas como hasta ahora ocurría; la fuerza será sólo el instrumento de la previsión y de la inteligencia.

La guerra de Granada, de ello estoy convencido, ha inaugurado una escuela donde se estudiará y ensayará el arte militar para otras empresas aún más difíciles que se nos preparan. Aquí van a formarse soldados que serán el espejo de todos y el adorno de la milicia universal. Porque nada se fiará a la casualidad, y el azar va a ser nuestro primer enemigo. Existe un plan bien pensado que habrá de respetarse, y que, junto a la labor diplomática del rey, nos conducirá al triunfo. Sé que es duro, señor, que venga un capitán cristiano a hablaros de estas cuestiones; pero estimo que son las que más os interesan, y también que el compañerismo y la cortesía no están reñidos con los puestos, muy superior el vuestro al mío, que ambos ocupamos en esta contienda. Entendedlo como una prueba de mi respeto y de mi confianza en vos, que sois distinto de los sultanes anteriores; mi presencia aquí y el contenido de nuestra conversación no tienen otro objeto.

Luego, a raíz de mis preguntas —no sólo curiosas, sino aturdidas por sus respuestas—, me expuso, con naturalidad, sus ideas y sus aspiraciones.

—Se trata de aplicar a la conquista del reino de Granada las mismas reglas que sirven para tomar una sola plaza fuerte. En primer lugar, hay que cortar sus comunicaciones y los posibles socorros exteriores, para reducir al enemigo a sus propias fuerzas y recursos.

Os pido una vez más perdón —se interrumpió con una leve sonrisa—.

Nosotros, señor, jugamos con la ventaja de reñir la batalla en campo ajeno: él será el que más sufra; en cambio, se nos exige, o nos hemos de exigir, no improvisar, sino proveernos de antemano. El disminuir cuantos bienes les quedan a los granadinos en su propio territorio es una cuestión esencial para nosotros, sobre todo en un país de tanta población y tantas necesidades como el vuestro. (Dispensadme que hable de los granadinos como si vos les fueseis ajeno; lo hago para mayor comodidad: así tendrán un tono menos ácido nuestras reflexiones.) Es precisa, pues, la triste misión de destruir como se venía haciendo; pero ahora con norma y con sistema: hay que talar los bosques, asolar molinos y cosechas, cegar pozos, arrasar cualquier otro medio de subsistencia. Ya desde nuestra segunda campaña acompañan al ejército no menos de treinta mil peones diputados solamente para estos menesteres. Porque la guerra se ha transformado en una cuestión no ya de escaramuzas y guerrillas, sino de asentamientos y de sitios, y la capital de Granada se ha de tomar como si fuese el cuerpo principal de la plaza a que antes comparábamos el Reino entero. Sus defensas externas son las otras ciudades, los pueblos murados, los castillos, las fortalezas, las atalayas y las torres. Hay que ir ganándolas para acercarse paulatinamente al destino final, es decir, a la ciudadela, que aquí es Granada misma y, dentro de ella, a su corazón, que es la Alhambra.

Yo, ante su fría precisión, preferí descansar un momento y le interrogué sobre la reina. Él sonrió.

—La reina se encarga de la fábrica de municiones, de los acopios de pólvora y madera, de lo referente a la intendencia, de lo referente a la recluta del ejército y de la estabilidad de nuestro lado de la frontera, que no debe perturbar la marcha de la guerra. Esa marcha ha de ser más o menos lenta, pero ininterrumpida. También se atarea en lo que atañe a la rapidez de las comunicaciones, para lo que ha mandado instalar un sistema de postas. Y, por si fuera poco, cuando estuve en Vitoria con motivo de la recompensa que se otorgó a vuestros aprehensores, la reina expidió allí una provisión sobre el modo en que han de cooperar con nosotros las fuerzas marítimas, para barrer las costas africanas e impedir el desembarco de hombres y bastimentos. A tal efecto dispuso que pasase al Mediterráneo la flota de Vizcaya, y que se emplazasen apostaderos junto al Estrecho, desperdigados pero abundantes, y a lo largo de la costa, las naos capitaneadas por los mejores: Martín Díaz de Mena, Charles de Valera, el irlandés, Garcilópez de Arriarán, mosén de Requesséns, Álvaro de Mendoza y Antonio Bernal.

—¿Y qué armas habrán de utilizarse, don Gonzalo, para satisfacer unas demandas, si no del todo nuevas, sí notablemente mayores que hasta ahora? —Fui yo quien sonreía esta vez al hacer la pregunta.

—Armas de fuego mucho más poderosas, señor. Los musulmanes confían la defensa de sus pueblos a la posición en que están emplazados, y por eso no suelen hacer fosos, ni trincheras, ni murallones, sino endebles tapias levantadas en planos confusos, que no resistirán, ni resisten de hecho, las colosales balas de piedra de nuestros cañones. Junto a las bombardas, empleamos ya ribadoquines, cerbatanas, pasavolantes, búzanos y otros artificios. Y así, los granadinos, que son muy valientes en la defensa de sus plazas, y resignados y sufridos ante las privaciones del hambre y de la sed, y temibles en sus salidas, a las que están más acostumbrados que nosotros, caen espantados y en desorden al comprobar que nuestra artillería aterra fácilmente sus fortificaciones. Esto nos proporciona una ventaja no sólo por el daño material que les causamos, sino por la repercusión moral de desaliento...

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