Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
(Y hablando de perros: “Hernán” ha venido, a petición mía, con nosotros. Fue tal el susto y la indefinible tristeza que vi en sus ojos al montar a caballo que me pareció inhumano separarlo de mí.
Las dos mujeres —Moraima y Zahira, la concubina de los ojos azules— viajaban en una litera; a ratos, con ellas viajó también “Hernán”. Pero sufría y sacaba la cabeza sin descanso para comprobar que yo no lo había abandonado, y que delante, o atrás, o al lado de ellas, proseguía el viaje junto a él; era preciso dejarlo bajar de la litera, y entonces él, jadeante y feliz, galopaba junto a mi caballo.
Estoy seguro de que ahora “Hernán” también cree en los milagros.)
Como de pasada, he mencionado ante el conde la existencia de un doble mío en el ejército cristiano.
El conde, sin afirmarlo ni negarlo, ha mirado por la ventana.
—En la guerra todo es lícito —ha dicho en seguida.
Estos hombres piadosos son, por lo que veo, malos enemigos. Con una extemporánea admiración, ha añadido:
—Nuestro rey es un gran estratega.
Luego, sin embargo, me ha dado a entender que conocía la existencia del segundo doble, el de mi madre. Está, pues, muy al tanto de lo que sucede en mi Reino, lo que prueba la profusión y la eficacia de sus espías. Pero no creo que sus informes sean tan verídicos como si proviniesen de su pariente don Gonzalo de Córdoba. En primer lugar, porque no me fío del conde; en segundo, porque presumo que tiene menos referencias de primera mano.
En cualquier caso, lo que él cuenta reviste cierta verosimilitud. Dice que Boabdil, el de mi madre, a través de sus partidarios ha ganado para su causa buena parte del Albayzín, compuesta de gente instruida y de campesinos; en una palabra, de ciudadanos deseosos de vivir en paz, sea quien sea el que ostente el poder. Por el contrario, los barrios de la ciudad han permanecido fieles al “Zagal”. Se ha desencadenado, según el conde, una feroz pendencia entre unos y otros. Y los granadinos, desde las alturas de la vieja alcazaba Cadima, han disparado sin piedad contra el Albayzín. Me estremece que para esto haya servido la más antigua de las fortalezas, anterior incluso a los nazaríes; que haya sido usada para que unos hermanos aniquilen a otros. Siento una indecible pesadumbre al saber que, en torno a mi nombre, se derrama nuestra propia sangre.
Me informa el conde que la lucha ha sido desigual: los partidarios de Boabdil eran muchos menos, y muy inferior su fuerza: sólo contaban con sus manos y algunas armas improvisadas y caseras.
Boabdil —es decir, mi madre— había prometido comparecer para exaltar a sus adeptos, y también un refuerzo; pero ni él ni el refuerzo han aparecido. Se conformó con enviar continuos mensajeros alentando a la resistencia. Mientras él permanecía en Loja, donde en estos momentos reside. Me desespera decepcionar a quienes me aman hasta a través de unos representantes impostores.
La negociación entre albayzineros y granadinos se ha hecho, por lo visto, inevitable. Se ha encomendado a los alfaquíes, que son los principales defensores de mi tío en Granada, aunque una mínima parte de ellos aún sostiene mi bandera. El resultado es que mi madre —quiero decir yo mismo, o mejor, el falso Boabdil—, imposibilitada de hacer otra cosa, reconoció como soberano de la Alhambra y de Granada a mi tío. A cambio, por el acuerdo, ha consolidado su poder y sus posesiones en la parte oriental del emirato, con Loja por cabeza, de donde no se mueve mi doble, mientras mi madre y Aben Comisa han salido hacia Vera.
Conozco a mi madre y sé que, en el fondo, ha obtenido lo que perseguía. La guerra fratricida, consciente ella de que la iba a perder, no ha sido más que un instrumento para reafirmarse en un sector de nuestro territorio. Me atormenta la inutilidad de una sangre vertida sin otro motivo que regar una intriga.
Por todas partes veo maniobras, y Moraima también. Todo se vuelve noticias que se anulan las unas a las otras, e ignoramos dónde se encuentra la verdad, si es que hay alguna. No entiendo qué pretende Aben Comisa, y me pregunto si no andará en gestiones privadas con mi tío para ir todos a una contra los cristianos. (Eso no sería malo, pero dudo que mi madre las apruebe; tendrían que llevarse a cabo a espaldas suyas.) Incluso es posible que con quien esté tratando privadamente sea con los cristianos.
De lo que me dice el conde, que ha estado ausente unos días, y de un mensaje de Aben Comisa fechado en Vélez, deduzco lo siguiente.
El rey Fernando, a la cabeza de un nutrido ejército, sitió Loja.
Una tropilla procedente del Albayzín, al tanto de que su sultán se encontraba allí, fue a reunírsele y a cumplir sus deberes en la guerra santa. Los partidarios del “Zagal”, tanto de Granada como de su entorno, recelosos de que el sitio de Loja fuese sólo un ardid del enemigo, como ya sucedió cuando la conquista de Ronda, no acudieron al socorro de la plaza; pero el cerco, por desgracia, era cierto, si existe algo cierto en este caos. Los cristianos lo apretaron con una rigurosa línea de fortines y fosos, y entre los sitiados circularon rumores alarmantes de que todo era un asunto convenido por el rey de Aragón y Boabdil durante el cautiverio. En realidad, nada había de amañado: el Boabdil de Loja era, en efecto, falso, pero no es él el que sirve a los cristianos. La toma de uno de los arrabales por el rey, la asolación de gran parte de las murallas, la muerte de sus más intrépidos defensores, la incomparecencia del fingido sultán por una repentina enfermedad también fingida, y la convicción de que Granada no les socorrería por estar de parte del emir Abu Abdalá, empujaron a los habitantes de Loja a rendirse.
Así lo hicieron el 29 de mayo después de una valerosa y estéril resistencia, que yo he sufrido como si me arrancasen los cabellos. La capitulación se firmó bajo el seguro de sus habitantes, hijos, caballos y acémilas, con cuanto pudieran llevarse. Quedaron libres todos, salvo Boabdil, que permanece prisionero de los reyes cristianos por segunda vez —por segunda vez, y yo no me he movido sino de Porcuna a Castro—, con la intención de someter por medio de él a toda Andalucía.
Tales hechos han persuadido a los de Granada, donde se han refugiado muchos de los exiliados de Loja, de que la toma de ésta no llevaba otra mira que la de cumplir lo pactado entre los reyes y el sultán, como una parte del precio del rescate; un precio infame que incluiría la entrega de ciertas ciudades, tras más o menos inventadas dificultades con que cubrir las formas.
Fernando dejó un destacamento en Loja y publicó que se retiraba a Córdoba con su prisionero Boabdil. Pero unos días después atacó el castillo de Elvira, y demolió con su artillería la mitad de sus muros hasta rendir a su guarnición en igualdad de condiciones que Loja. Luego trasladó su campamento a Moclín, donde en la última campaña fue derrotado mi huésped el conde de Cabra, y donde calculo, por las fechas de su ausencia, que fue a acompañar a su rey para resarcirse de la derrota. Lo calculo por su relato de que, sitiada la fortaleza, la combatieron con sus cañones, entre los que figuraban algunos que lanzan globos de fuego —eso me cuentan, y ahora comprendo mejor las explicaciones de Gonzalo de Córdoba—: unos globos que se elevan por el aire y caen luego sobre el lugar elegido, abrasándolo. Uno de ellos prendió en el almacén de pólvora, forzando a los nuestros a entregarse. Los habitantes de las ciudades que Fernando conquista —y me quita el sueño imaginarlos desemparados, acosados, extenuados por campos ya de infieles— van refugiándose en Granada, y engrosan así el número de los partidarios del “Zagal”.
La misma suerte han corrido después los musulmanes de Colomera, Salar e Illora que, ante lo sucedido en los castillos cercanos, entregaron los suyos sin resistir.
Y los de Montefrío, cuyos depósitos de víveres y armas ardieron, y los de Adaha, y los de la Sagra, y los de otras fortalezas en el camino de la capital, de las que se ha apoderado el rey abasteciéndolas de hombres y vituallas y artillerías con el propósito de ir poniendo un estrecho cerco —cada vez más estrecho— a Granada.
Por fin, el rey Fernando, ufano y satisfecho, se dirigirá a Córdoba. Me dice el conde que ahora no tardará, siempre con su cautivo Boabdil, que ya no sé si es el apresado en Loja, que era el de mi madre, o el que él ya tenía; ni sé si el que sobra de los dos ha desaparecido o ha sido ejecutado.
O quizá el Boabdil que sobra soy yo precisamente.
Me han trasladado, a mí solo y a toda prisa, a Córdoba. El viaje se ha efectuado de noche. Al llegar, de incógnito, me han conducido directamente al palacio del obispo. [Debo esperar aquí la llegada del rey.]
Cada vez que respiro el aire de esta ciudad, que huele como ha de oler el Paraíso; cada vez que imagino su grandeza, cuyas huellas perduran; cada vez que soy testigo de su serenidad, y adivino el sentido de lo universal que en ella persiste, y presencio la pujanza de la cultura contra la que no atentó la serie interminable de sus dominadores, se ratifica mi opinión.
Es una opinión que proviene de copiosos aunque poco sonoros testimonios, y de alusiones halladas en libros de la biblioteca de la Alhambra, y de mis atrevidas pero insoslayables conclusiones. Aquí en Córdoba, ni en ningún otro lugar de la Península, los árabes no entraron a caballo, sino a pie y de uno en uno. Quiero decir que jamás hubo en esta Península una invasión guerrera musulmana como se nos ha hecho creer por los historiadores de un bando y otro.
La islamización de la Península —me entretengo en escribir hasta que alguien me anuncie para qué me han traído— no se debe a una conquista árabe procedente de África. Trabajo me ha costado adentrarme sin prejuicios en los textos, comparar datos y fechas, y procurar no abandonarme, yo también, a una idea preconcebida que demostrar. Porque ése suele ser el error de los cronistas, que a menudo no tienen más prueba de sus afirmaciones que el haber sido hechas de antemano por otros.
En el año 711 de la era cristiana no había pasado aún un siglo desde el comienzo de la mahometana.
(De paso: qué petulancia que cada religión aspire a que con ella comience la inasible Historia de la Humanidad.) El Norte de África, por descontado, no era aún islámico —siempre ha seguido, no precedido, las evoluciones andaluzas—, y mucho menos árabe. ¿Qué pintaban allí, tan sorprendentemente lejos de Damasco, ni los árabes ni su idioma? Ellos, agrupados en tribus nómadas poco numerosas, ¿cómo iban a conquistar en tan escaso tiempo un imperio tan desmesurado, y en plazos más breves, por lo que se dice, cuanto más distantes de su Arabia: en cincuenta años Túnez, en diez Marruecos, en tres la Península Ibérica? ¿Y con qué medios? No era posible trasladar caballos ni armamentos a semejantes distancias. ¿Y cómo una raza no marinera atravesó el Estrecho, cuya navegación no ha sido nunca fácil? ¿En cuántos navíos?
¿Cuántos viajes dieron?
Yo me preguntaba quiénes serían esos “sarracenos” que surgieron de pronto aquí sin previo aviso.
Quién fue su rey? ¿Cuál su origen? ¿Por qué los hispanos, famosos por valientes y por enamorados de la independencia, no se defendieron de ellos, siendo además diez millones frente a los veinticinco mil que desembarcan y los destruyen en tres años? Pero ¿los destruyen? No se sabe; nadie dice qué fue de esos hispanorromanos que entonces habitaban la Península.
Sólo se mencionan, bastante después, dos minorías: la judía y la goda, es decir, sobre Hispania luchan los godos contra esos misteriosos sarracenos de las crónicas; todo se redujo, por tanto, a una contienda entre dos bandos extranjeros ante una concurrencia de nativos que no opinan.
Siempre me llamó la atención el nombre de Tarik —heredado por Gibraltar, “la roca de Tarik”—, tan ajeno a los nomencladores árabes y tan próximo a los germánicos.
Los nombres de los reyes godos tienen terminaciones similares: desde Ilderik y Amalarik y Teodorik a Roderik, o don Rodrigo. ¿Quién podría ser ese general? Los godos hispanos tenían unas provincias, aparte de las penínsulares, más allá de los Pirineos —la Septimania y la Narbonense—, y otra en el Norte de África, la Tingitana, alrededor de Tánger, que la denominaba. El último rey godo, Vitiza, había designado al gobernador de ésta.
Cuando el conde Roderik se levanta contra los hijos de Vitiza en la Bética, ellos piden ayuda a sus hermanos de la Tingitana. Y al frente viene el gobernador Tarik: al frente de sus godos, por descontado, y quizá con algún refuerzo beduino. (Siempre hubo mercenarios africanos que auxiliaron —a veces lo contrario— a alguien en esta tierra.) Eso explica el traslado de una orilla a otra del Estrecho (lo cual no era extraordinario entre gentes de la misma nación) y el desmedido triunfo de unos miles de hombres (porque no conquistan, convencen; en la lucha dinástica están interviniendo en casa propia). La batalla del Guadalete es un incidente local, que no proporciona ninguna ventaja estratégica, y es que se da en terrenos de marismas dominados por estrechos macizos montañosos. No obstante, de ella se pretende después hacer una victoria decisiva, y no para una parte de Andalucía ni para toda la Península, sino para Europa entera; o sea, todo el occidente va a quedar subyugado por unos cuantos nómadas asiáticos que llegan jadeando desde África. Es absolutamente inverosímil.
Lo verosímil es que, hartos los hispanorromanos de la sumisión a los godos y de las luchas religiosas, en las que prevalecían los trinitarios sobre los unitarios, derrocan su monarquía y —cosa muy frecuente entre nosotros— se desperdigan en taifas más o menos inconexas. Será precisamente el intento de retorno a aquella monarquía única, promovido por un grupo del Norte, el que inicie la mal llamada reconquista. ¿Por qué del Norte? Porque, por las difíciles comunicaciones con Asturias y con Vasconia, fueron ellas las menos influidas por la oleada de liberación que oreó el resto de la Península.
Pero ¿a que oleada me refiero?
La inmensa mayoría de los habitantes en esa época eran hispanorromanos, de religión cristiana unitaria, seguidora de Arrio y perseguida entonces por herética.
Aún reconocía su olfato los aromas cultos de Roma, y despreciaban y temían a la vez a los godos, que les habían impuesto su gobierno aristocrático. Eran propensos, pues, a abrir sus puertas y sus corazones a una corriente que les brindaba dones renovadores: una religión mucho más próxima a la suya; un comercio más extenso y fructífero; una cultura enriquecida por Persia y por Bizancio, y helenizada y romanizada a través de Siria, la Bactriana y la India; una lengua que iba a sustituir a la propia, hermana del latín y próxima a él, pero no el latín, que nunca tuvo capacidad de penetración y que había perdido además su prestigio al ser usado por la iglesia trinitaria.