Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
—A ese respecto, tranquilízate. Por muy astuto que sea Yaya —’Como lo eres tú’, he pensado al oír hablar así a Aben Comisa—, nada impedirá ya que la salpiquen los efectos de la suplantación; una vez abonada por él, no le conviene denunciarla.
Sostiene Aben Comisa que la situación —no provocada por mi madre, que sencillamente se ha visto arrastrada— era y es gravísima.
En ella sólo cabe luchar por el presente, aprovechar la racioncita de victoria que pueda ir obteniéndose cada día, y resistir, resistir. Si el azar nos ha puesto en las manos una oportunidad, sea la que sea, no es ni cuerdo ni honrado rechazarla.
—En definitiva, ¿qué es un sultán? —ha concluido—: un soldado victorioso, alguien a quien se sigue. —Y con un dejo equívoco, quizá hasta levemente amenazador, ha agregado—: Cualquier hombre puede llegar a serlo. El parecido de tu segundo doble (al primero no lo he visto) es tal, que podría suplantarte aun en las más complicadas y adversas circunstancias.
De los ojos se le borraba la amenaza, reemplazada por la ironía.
Desconfío de todos. De tal manera desconfío, que no me cabe duda de que tales complicadas circunstancias puedan llegar a darse.
Incluso de que se provoquen, si fuese necesario, hasta por mi propia madre. Para ella los lazos del poder atan más que los lazos de la sangre. Si ha encontrado un testaferro dócil, que suministra su cuerpo y sus facciones obedeciendo órdenes suyas, será difícil que renuncie a él. El hecho de no tropezar en el gobierno con ninguna contradicción habrá de compensarla con creces de mi ausencia.
—La sultana madre es cauta.
Para no abusar de una posición que puede convertirse en peligrosa, ha decidido que su Boabdil, con “su” Moraima, se retire a Vera. Su misión allí es defender la frontera de Murcia y dirigir los movimientos de tropas, con decretos que ella se encarga de transmitir oficialmente.
En realidad lo que hace es regir todo con la complicidad de Aben Comisa y de Abdalbarr. Con socarronería Aben Comisa continuó:
—Para disculpar tu retiro y cubrir las apariencias, la sultana ha alegado razones de salud: de tu salud, quebrantada por el maltrato recibido en el cautiverio. Así se añaden a la heroicidad de la fuga los fulgores del martirio, con lo que el Boabdil de la sultana se encara con ventaja al Boabdil renegado y traidor de los cristianos.
Yo podría decir, como me han enseñado los cristianos, ahí me las den todas, pero temo que cuando suene la hora de desenredar esta maraña, si es que suena, será dolorosamente laborioso, o quizá imposible, demostrar que el único Boabdil existente, mientras sus dobles actuaban a favor o en contra —o a favor y en contra a la vez— de su cabeza y de su corazón, se hallaba en un castillo, en Porcuna, donde nació su propia Dinastía, inmovilizado entre los muros de una exigua torre del homenaje.
Las concubinas que trajo consigo Aben Comisa venían rigurosamente veladas. El mismo día, cuando se hubo marchado el visir y redacté los papeles anteriores, llamé a las dos a mi estancia. Se resistían, entre risas, a desprenderse del velo. Asomaban sobre él cuatro ojos magníficos: dos, de un azul casi turquesa; los otros dos, oscuros y centelleantes. Rocé con una mano cada uno de los cuerpos.
Por un impulso, estreché contra el mío el de la propietaria de los ojos oscuros. Se abandonó a mis halagos de un modo que me hizo suspirar; pero, dando un paso atrás, se hurtó de súbito a ellos. Una mano que no me era extraña desveló el rostro; oí una carcajada, y vi unos labios frutales y queridos.
Era Moraima. Nuestro encuentro fue tan deleitoso y prolongado que me ha impedido recapacitar sobre el asunto de los dobles. Ahora, como dos seres anónimos y ubicuos, ni ella ni yo estamos donde estábamos.
Moraima, a la que me es forzoso llamar Marién para no descubrirla, me ha encontrado más metido en carnes a causa de la falta de ejercicio.
—De cualquier ejercicio —dice, y se ríe al admitir que, en los lances de amor, soy más emprendedor que antes e irrebatiblemente victorioso.
—El pasado —le comenté bien entrada la noche— no tiene prisa alguna: duerme. Lo único que se puede hacer con él y por él es relatarlo. Quizá por eso escribo los papeles que ves. Nunca he sabido con tanta evidencia como hoy hasta qué punto somos las minúsculas e involuntarias teselas de un mosaico, y cómo es preciso retroceder y distanciarse para percibir con claridad su dibujo. Dentro de él, las teselas se confunden, ajenas a su particular significación, en cumplimiento de su modesto oficio.
Es con ellas con las que se logra la perfección de trazos y colores que alguien superior decide, o acaso nadie; pero ellas no conocen qué rostro, qué cuerpo, qué paisaje, qué perfiles ayudan a formar.
—Las riendas de cuanto sucede fuera —me ha respondido Moraimano están ya, querido mío, en tus manos. No te entristezcas. La historia de nuestro pueblo te eximirá de responsabilidad. Quizá era eso lo que, de depender de ti, tú habrías escogido.
—Nunca la Historia se enterará de este galimatías de Boabdiles. A ninguno de los de fuera le conviene esclarecerlo. Y además un rey sin atributos no es un rey.
—Vive y disfruta entonces como un hombre. —Y añadió maliciosa—:
Con los atributos de un hombre, que nadie te ha quitado.
—Pero sin libertad.
—¿Qué libertad crees tú que tienen los demás? Yo soy, o fui, la hija de un especiero, Boabdil.
Tú me elevaste hasta tu altura.
Mi padre, por su merecimiento, llegó a ser cuanto fue; pero a mí quien me elevó fue tu amor sólo. Y me elevó ya para siempre. Por mucho que a ti te parezca haber caído, yo no caeré jamás. Aunque dejases de amarme, nunca me podrías arrebatar el privilegio de haber sido ya amada. De ahora en adelante, yo iré donde tú vayas; lo que sea de ti será de mí. ¿Trastornará a mi alma que haya otro Boabdil y otra Moraima en Vera, si estoy aquí contigo? ¿Quién es de veras Moraima sino la que ama a Boabdil? ¿Quién es Boabdil sino el amado de Moraima? No dejes que los nombres nos hieran.
Qué lejos está el día en que mi madre me propuso, o me ordenó, casarme con una mujer sin rostro para mí. Cómo el destino, con su inextricable devanadera, ha oficiado en nuestro favor; a pesar de los pasos con los que parecíamos retroceder, a pesar de los episodios que se urdían en nuestra contra. El amor es este triunfo, esta valiente reciprocidad que no exige sino aquello que se le da; que dice sí cada mañana y se apresta a pasar el día, pendiente de quien ama, del modo más jubiloso que le sea posible.
Moraima siguió hablándome:
—Lo único que me entristece, y no tanto como para impedir que bendiga nuestra vida, es que hayamos perdido, tanto tú como yo, a quienes más amábamos fuera de nosotros juntos, fuera del ser único que somos tú y yo juntos.
—¿A quién te refieres?
—¿A quién va a ser? —Una alarma afloró a sus ojos; luego continuó más lentamente—. Yo he perdido a mi padre; tú, a tu hermano.
—¿Mi hermano Yusuf? —grité, quebrantando la norma que nos hemos impuesto de hablar bajo, para no despertar la susceptibilidad de los guardianes.
—Aben Comisa no te ha contado nada. Me lo figuré. Para él era más cómodo que yo te lo dijera.
Maldito raposo. Por eso me he traído: es lo único bueno que ha hecho, y a su pesar.
Muy despacio, como la madre que arrulla a un niño, atusándome el pelo, secándome con sus dedos las lágrimas, dejándome llorar contra su pecho, me ha relatado lo sucedido.
Yusuf ha muerto. Yusuf ha sido asesinado.
Mi tío ‘el Zagal’, a instancias de mi padre, había cercado Almería. En ella, un simulacro de corte agrupaba a unos cuantos resistentes en torno a mi madre, a mis dos hijos y a mi hermano. Eso lo supe por Aben Comisa, pero con muy distinto matiz. Mi madre, al ver tambalearse sus proyectos, deseosa de conservar en sus manos alguna ventaja, se refugió con mis hijos en Vera, donde estaba la corte del falso Boabdil. El príncipe Yaya, cuñado del “Zagal”, se hallaba sin guarnición. Sus habituales traiciones han enseñado a precaverse a los sultanes granadinos, fuesen quienes fuesen; decidió, pues, rendir la plaza. Desde la alcazaba sostuvo las pertinentes conversaciones con “el Zagal”; pero, medroso de que mi tío, al no encontrarnos a mi madre ni a mí, tomase represalias, quiso darle una prueba de que su sumisión era completa y de que se adhería a su partido. Husayn, que pertenece a su desastrosa escuela y ha ganado su aprecio, estaba junto a él. Sin pensarlo dos veces, le mandó que matara a mi hermano, que lo decapitara y que llevase su cabeza, envuelta en alcanfor, a Abu Abdalá.
Qué cerrazón le hizo olvidar que Abu Abdalá era el tío y el suegro de mi hermano? ¿Creería que así se adornaba al menos con la proeza de truncar la esperanza de la mitad del Reino? ¿Creería hacer méritos nuevos ante el Señor de la Alhambra?
Husayn fue en busca de Yusuf.
Cuando mi hermano lo vio, supo a lo que venía, y más al presenciar cómo tendían una alfombra en el suelo y acercaban un alfanje afilado.
—¿Te envía el sultán mi padre para que me degüelles?
—Así es, Yusuf —mintió Husayn.
—Nunca oí ni leí que un padre hiciese nada semejante contra su hijo. —Y añadió después—: Permite que lave mi cuerpo antes de entregarlo.
Salió a un patio con alberca, y se desabrochó las ropas, y purificó su joven cuerpo desnudo, y pidió ropa limpia, y se la puso. Luego, mirando a Husayn que no lo había dejado de vigilar, abrió los brazos y le dijo:
—Sea.
Y Husayn cumplió la orden. El arca en que dispuso la cabeza de Yusuf incluía también una cartela roja con una dedicatoria: ‘Para el verdadero sultán, de su primo Yaya.’ La inscripción era equívoca: ¿se dirigía a mi padre, o estaba el gobernador de Almería invitando al “Zagal” a rebelarse?
Mi tío contempló, mudo, el lúgubre despojo y la cartela. Sé, como si lo estuviese viendo, que miró fijamente a Husayn, que le obligó a bajar los ojos, que le congeló en los labios su sonrisa aduladora. Después cerró el arca damascena de nogal y de nácar en la que la cabeza le había sido entregada, y le ordenó a Husayn, ya sin mirarlo, que la llevase al instante a Granada. Tras esto, prohibidas las gritas a su tropa, ocupó Almería en el mayor silencio. En la alcazaba, forzó a jurar a Yaya sobre el Corán, si no quería morir allí mismo a sus manos, que se sometía para siempre a sus dictados.
Yaya lo obedeció: está demasiado hecho a jurar en falso como para arredrarse. Y no sé si le dijo —aunque supongo que no, por su propio bien— que el Boabdil que había tenido entre los muros de Almería no era el auténtico.
Por lo que ha contado un confidente, mi padre, al recibir la cabeza de mi hermano, a pesar de haberlo tenido él mismo preso y amenazado de muerte, se sobrecogió tanto que cayó al suelo presa de convulsiones. El confidente, que no sé al servicio de quién lo es ni a quién vigila, dijo que fue un ataque de epilepsia, de los que el anciano no se ha visto en los últimos años completamente libre, y añadió que ése era el fin perseguido por mi tío al enviarle el cruel trofeo. Cuando mi padre se recuperó, estaba ciego; no ha conseguido recobrar ni la visión ni la salud. De ahí —concluyen los informadores—, que anden revueltos los ulemas de Granada en busca de una solución que no esté ni a favor de mi padre ni al mío.
—Hace tiempo —predican— que andáis divididos entre dos reyes, de los que ninguno tiene la autoridad requerida para remediar vuestros males. El padre es inepto, por su edad y por sus dolencias, para salir contra el enemigo; el hijo es un apóstata, desertor del trono y desgraciado por su destino. Digno de empuñar el cetro sólo es aquel que sepa blandir la espada. Si lo buscáis, no os será difícil encontrarlo.
En eso coinciden con la advertencia tácita de Aben Comisa y con la sugerencia escrita por Yaya en el horroroso regalo. Todos se refieren a mi tío “el Zagal”.
Yo mismo aquí, en Porcuna, he recapacitado a menudo sobre la renuncia de mis derechos en él. Pero ¿quién respetaría la voluntad de quien hoy llaman desertor del trono? ¿Y de dónde procedería esa abdicación? Salvo contadas personas, no interesadas en dar constancia de ello, el resto ignora que aún me hallo prisionero. Tiene razón Moraima cuando dice que las riendas de lo que acaece fuera de aquí no las tengo en mis manos.
Estos días pasados, desconcertado por el sesgo de los acontecimientos, he escrito unas cuantas frases, que me agradaría que “el Zagal” conociera alguna vez, pero sé que jamás conocerá.
“Al enviado de Dios. Al invencible.
A Aquel cuyo solo nombre provoca aún el horror de los cristianos.
A Aquel cuyos tambores son la única voz que se alza insobornable contra los reyes enemigos.
Lo había proclamado, y ahora te lo repito:
’Inténtalo; no te detengas más: ni tú, ni yo, ni nadie conoce el día ni la hora.
Apresúrate; no te detengas, indómito.
Alza tu brazo, valiente, y ve.
Estamos todos suspendidos ante tu voz.
Cumple tu radiante destino de invencible.
Enarbola tu espada, y convoca y reúne a las gentes dispersas.
Un poco más, un poco más, ‘Zagal’, porque no sabemos el día ni la hora.
Para que todos triunfemos, triunfa tú sobre todos, porque eres el único que puede comparecer solo frente a Dios.’
Yo me desgañitaba en silencio, y en silencio en mi cárcel me desgañito y clamo:
’Toda la fuerza que yo no tuve nunca, todo el valor que fue siempre tuyo sin esforzarte, manifiéstalo ahora. Hazlo y levanta tu arrebatador brazo.
Triunfa. Triunfa, y déjanos anonadados.
Porque sin ti no existe el Reino, y nada existirá si no lo salvas tú.
El día y la noche, sin ti, serán la misma cosa; sin ti, la vida y la muerte son iguales.
Defiéndenos: yo no soy ya capaz de defendernos.
He extraviado la ocasión y el sentido.
He llorado, y tú no; he aquí la oportunidad de demostrarlo.
Traicióname, ‘Zagal’, yo no valgo la pena: olvídame.
Desde aquel día junto al mar, en que yo confundí, de niño, el mar contigo, y antes aún, ‘Zagal’, no he valido la pena.
Traicióname, pero sé fiel a ti.
Olvídame, pero no olvides lo demás.
Mi pueblo y yo te lo agradeceremos.’
En silencio, en mi celda, me desgañito y clamo.
Vendrá quien venga.
Yo aquí nada tengo que hacer. Se ha terminado todo.
Habrían de acudir, con rostros exigentes, mis interminables antepasados a caballo, y todo habría concluido.