El mal (44 page)

Read El mal Online

Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nunca conviene precipitarse —terminó Marcel—. Un paso demasiado rápido puede convertirse con facilidad en el último. Pascal, olvídate de la impaciencia como compañera de viaje.

El asintió. Los nervios acrecentaban su ansiedad, tenía que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse. Por otro lado, la acuciante necesidad de volver a encontrarse con Beatrice para aclarar las cosas no le ayudaba a serenarse.

Dominique, mientras tanto, se preparaba sobre su silla para aquella embrollada ruta por las entrañas del edificio que se disponían a iniciar para llegar hasta la Puerta Oscura.

—¿Te empujo?

Dominique se volvió para descubrir el rostro cordial de Michelle.

—No, muchas gracias —rechazó con suavidad—. Si en algún momento me quedo atascado, ya os aviso.

—De acuerdo.

Dominique la vio alejarse hacia unos portones junto a los que ya los aguardaba Marcel.

No, Michelle, no permitiré que me ayudes. No soportaría que me vieras en inferioridad de condiciones. Aunque no pueda aspirar a tu amor, déjame imaginarme como un contrincante digno
.

* * *

El teléfono situado sobre el inmenso escritorio sonó. Verger, tras identificar el número de su secretaria, interrumpió la lectura de unos documentos notariales para atender la llamada.

—Qué pasa.

La voz sumisa de aquella mujer no tardó en dejarse oír a través del auricular:

—Señor Verger, tiene una visita.

El hechicero esbozó un gesto contrariado —no solía olvidar sus compromisos— y repasó su agenda.

—Hoy no estaba prevista ninguna —confirmó, molesto—, y no dispongo de tiempo. Cítela para la semana que viene.

—Pero...

—¿Me ha oído?

—Es que... se trata de una detective de la policía. La detective Marguerite Betancourt. Está aguardando en la salita de espera, yo ya le he dicho que usted estaría muy ocupado, pero ha insistido en que puede esperar...

André Verger se quedó estupefacto. ¿La policía allí? Por un instante pensó que alguno de los cazarrecompensas había sido arrestado y lo había delatado tras algún interrogatorio; pero descartó enseguida aquel temor, eran demasiado profesionales. La causa de esa visita inesperada debía por fuerza de tener otro origen, tal vez la muerte de Pierre Cotin. Pero, de ser este el motivo, Verger no lograba imaginar cómo lo habían asociado a él. Confió en que se tratara de algo menos comprometido que la reciente desaparición del espía.

—¿Le ha enseñado la credencial? —preguntó a su secretaria.

—Sí, señor.

Nuevo silencio.

—¿Ha concretado la razón de su visita? —indagó, cauto.

—No, señor Verger. Solo ha dicho que necesitaba hablar con usted.

—¿Ha mencionado mi nombre?

—No, se ha referido simplemente al gerente de la empresa.

El médium suspiró.

—De acuerdo —aceptó, suavizando su semblante—. Hágala pasar. Espere diez minutos e interrúmpanos con una llamada. No pienso conceder más tiempo a esa mujer, sea lo que sea lo que la trae por aquí.

—De acuerdo, señor Verger.

A los pocos segundos, la puerta doble del despacho se abría para dejar paso a una figura de un considerable volumen, que asombró al empresario tanto por su tamaño como por la firmeza de sus andares. La magnificencia de la estancia no pareció impresionar a la recién llegada, que avanzó con paso resuelto hasta situarse frente a la mesa de Verger.

El empresario se había levantado para recibirla, exhibiendo una sonrisa que, a pesar de su intención diplomática, quedó algo desvaída a los ojos de la detective.

Verger podía fingir, pero hasta cierto punto. Su orgullo le impedía llegar más lejos, salvo cuando se trataba de exigencias delictivas.

—Buenas tardes. Soy André Verger —se presentó extendiendo la mano—, director general del Grupo Verger. Me han dicho que quería hablar conmigo.

Marguerite se la estrechó. El empresario contuvo su desagrado al notar la humedad de aquella mano femenina sudada.

—Buenas tardes, señor Verger. Me llamo Marguerite Betancourt, detective de la comisaría central de la policía.

—Encantado. Pero siéntese, por favor —el empresario señaló uno de los dos sillones colocados frente a la mesa—. Lamentablemente no dispongo de mucho tiempo, pero confío en que estos minutos que puedo dedicarle sean suficientes.

A Marguerite le gustó el tono cortés de aquel hombre tan elegante. Tenía clase, se notaba.

Y dinero, mucho dinero. No hacía falta ser un experto en marcas ni en interiorismo para darse cuenta de ello. El traje que llevaba Verger —le sentaba como un guante— tenía que haber sido hecho a medida, y se notaba, sin necesidad de acariciarla, que su tela era de una calidad extraordinaria.

En cuanto el hechicero se enfrentó a los penetrantes ojos de aquella rubicunda detective, a su brillo inteligente en medio de un rostro de gesto directo y resuelto, se dio cuenta de que, a pesar de la apariencia inofensiva de la mujer, debía andarse con cuidado. Se encontraba ante una persona sagaz.

Aquella no era una visita de cortesía.

—Pues usted dirá —invitó Verger a la detective.

Marguerite se acomodó en su asiento antes de comenzar.

El ejecutivo lanzó una fugaz mirada hacia el mueble que ocultaba su biblioteca secreta.

—¿Usted conoce a un hombre llamado Pierre Cotin?

Así que se trataba de eso. Verger mantuvo su semblante imperturbable, ni siquiera pestañeó antes de mentir.

—No, no me suena. Desde luego, en mi empresa no trabaja. ¿Debería sonarme? ¿Quién es?

Marguerite le alargó una foto, que el hechicero cogió aparentando interés. En ella, aquella comadreja insulsa no había salido, para variar, muy favorecida. Ni siquiera había logrado disimular su perfil escorado ante la cámara. No tardó en devolver a la detective la instantánea, manteniendo su negativa en el reconocimiento.

—En realidad no sabemos qué vínculo guarda con su empresa —confesó ella—, pero alguno guarda, eso seguro.

Verger se mostró sorprendido.

—¿Y cómo es que está tan segura? ¿Se lo ha dicho él?

Aquella última pregunta, absurda cuando Verger sabía que llevaba días muerto, iba destinada a reforzar la impresión en Marguerite de que el empresario no sabía nada de aquel hombre.

—Verá; este hombre ha fallecido en... extrañas circunstancias. No hemos localizado su móvil, pero en el teléfono fijo de su domicilio tenía varias llamadas de un número desconocido.

Verger, bajo su apariencia fría, empezó a sulfurarse. Cuando ordenó a su secretaria que se pusiera en contacto con Cotin, no podía imaginar que ella lo llamaría a su propia casa. Estúpida.

—Solicitamos a la compañía telefónica que nos facilitase el número desde el que se produjeron esas llamadas —continuó la detective, sin sospechar lo que sus palabras acababan de descolocar al ejecutivo—, y resulta que proceden de estas instalaciones.

—Vaya. Pues tenemos un problema —improvisó Verger fingiendo contrariedad—. Se tratará, sin duda, del número de la centralita, así que es imposible determinar desde qué teléfono exacto se efectuó la llamada.

Marguerite se acarició el mentón, con cierto fastidio.

—¿Cuántos empleados tiene en estas oficinas?

—Veinte, señora Betancourt. Y todos con acceso telefónico.

—¿Tendría algún inconveniente en que hable con cada uno de ellos?

Verger lo negó con la cabeza.

—En absoluto. Están a su disposición. Faltaría más.

En aquel momento sonó el teléfono de la mesa. André Verger descolgó y atendió a la llamada. Colgó a los pocos segundos, volviendo la mirada hacia Marguerite.

—Me temo que no dispongo de más tiempo, detective —se excusó, levantándose—. Le deseo que consiga solucionar lo que la ha traído hasta aquí. Si vuelve a necesitarme, no dude en acudir a mí.

—Muchas gracias —Marguerite también se había puesto de pie, y le estrechó la mano—. Ahora me dedicaré a hablar con algunos de sus empleados.

—Por supuesto.

Mientras la detective caminaba hacia la puerta del despacho, oyó cómo Verger volvía a descolgar el teléfono y se dirigía a su secretaria. Cerró las macizas puertas a sus espaldas, y entonces fue cuando Verger transmitió sus instrucciones:

—La detective tiene permiso para hablar con los empleados.

—De acuerdo, señor Verger.

—Y otra cosa muy importante, por tu bien: jamás has oído hablar de Pierre Cotin, borra su contacto de todas las bases de datos de las que dispongamos. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor Verger.

—Cotin nunca ha pisado estas oficinas.

Su tono había sido tan taxativo que nadie, y mucho menos ella, se habría atrevido a replicar.

—Sí, señor Verger.

El hechicero colgó. Luego hablaría con ella sobre su error, pero de momento lo más urgente había sido advertir a la única persona en la empresa que, aparte de él, podía reconocer aquel nombre.

CAPITULO 36

Charles Lafayette dejó de asomarse sobre el muro del cementerio, desde donde había estado oteando la sombría planicie que se extendía en todas las direcciones. Cada recinto funerario constituía una auténtica isla de luz entre tinieblas; una zona menos desprotegida que la oscuridad en la que acechaban criaturas cuyo objetivo consistía en arrastrar almas hasta la Tierra de la Oscuridad. Hilos resplandecientes comunicaban entre sí aquellos reductos de humanidad en que se constituían las tierras sagradas, sobre los que vagaba de vez en cuando la silueta ligera de algún espíritu errante.

—¿Seguimos sin noticias de Beatrice? —preguntó Mayer a su amigo.

Lafayette asintió preocupado.

—Durante este rato han pasado dos errantes, pero no ella. ¿Crees que habrá acudido a otra comunidad?

—Si te soy sincero, lo dudo —respondió Mayer—. Hace unas horas ha pasado por aquí Víctor Lamartine, ya sabes, el errante que tiene familia en el cementerio de Pére Lachaise. Allí no la han visto tampoco.

—Es muy raro. Beatrice jamás se había comportado así. Ni siquiera se despidió de nosotros cuando abandonó Montparnasse, y ya han pasado varias jornadas.

—Tal vez necesite más tiempo para pensar.

—El vacío de esta dimensión hace que se multiplique la intensidad dé los sentimientos —reflexionó en voz alta Lafayette—. Ocurre con el miedo, con la soledad, con los recuerdos... Por eso el amor, que en otras circunstancias es una bendición, puede ser aquí la peor de las torturas.

Mayer sonrió.

—O sea, que ya estás convencido...

El capitán había sido el primero en sospechar la verdadera naturaleza de los sentimientos que albergaba el espíritu errante. Tanta impaciencia por ver al Viajero y su inaudita renuencia a abandonar las proximidades del cementerio, habían terminado por convencerle.

—Sí, estabas en lo cierto —reconoció, todavía algo escéptico—. Lo que siente Beatrice por Pascal va mucho más lejos de lo que yo podía imaginar. Es increíble. ¿Cómo ha podido suceder?

—Recuerda el origen de la Puerta Oscura. Si el amor es capaz de mantenerse más allá de la muerte, significa que aquí también puede experimentarse —se detuvo, analizando el alcance de sus propias palabras—. A pesar de lo doloroso que tiene que resultar para Beatrice, me parece un dato esperanzador, hermoso. Como si la oscuridad que nos rodea fuese ahora menos lúgubre.

—Quizá. Pero constatar algo así no debe hacernos perder la perspectiva —advirtió Lafayette—. La norma más elemental de la realidad que compartimos es que vivos y muertos debemos respetar ciertos límites a la hora de interactuar. Embarcarse en un amor imposible es la forma más eficaz de eternizar el tiempo de la espera.

La conclusión era evidente: Beatrice debía olvidar a Pascal. Era lo mejor para los dos.

—Hablar es fácil —concluyó Mayer—. Pero Beatrice murió con todo su amor por dar, la peor de las tragedias concebibles. Ahora su corazón, que sigue siendo joven aunque haya renunciado a latir, ha encontrado un cauce para entregarse. Y, viejo amigo, ambos somos todavía capaces de recordar el ardor, la incontenible fuerza de un sentimiento así.

—Eso es lo que me preocupa, Armand. Qué mala consejera es la pasión.

* * *

De nuevo sentía sobre su cabeza la inmensidad de la nada, una negrura esponjosa que terminaba confundiéndose con un horizonte inexistente: el firmamento hueco del Más Allá. Imaginó que en algún lugar, en algún punto de esa red de caminos resplandecientes que, frente a él, se adentraba en las remotas profundidades de aquel territorio inerte, los ojos hermosos y transparentes de Beatrice, con su delator tono vidrioso, contemplaban el mismo cielo carente de estrellas.

¿Sentiría ella la misma soledad que a él le atenazaba a cada paso?

El hecho de no haber podido contactar con ella al comienzo de aquel segundo viaje lo había dejado maltrecho anímicamente. En todo momento había imaginado que sería ella la que le mostraría el camino hacia la región de los fantasmas hogareños, lo que le habría permitido aclarar lo sucedido durante su último encuentro. Pero no había sido posible, y él se sentía responsable.

Pascal reconoció que la echaba de menos; no estaba acostumbrado a moverse por aquella dimensión neutra sin su compañía. Asociaba ese entorno detenido a la suavidad de las manos de Beatrice guiándole en la oscuridad, por lo que su ausencia adquiría ahora un lacerante protagonismo que solo en el mundo de los vivos parecía disiparse un poco, eclipsado por la indiscutible primacía de Michelle.

¿Dónde estaría Beatrice en esos momentos? ¿Qué sentimientos colapsarían su mente? ¿Por qué Michelle no le parecía tan importante en cuanto pisaba aquella región inerte?

Las dos parecían brillar reivindicando una legítima ventaja en sus respectivos mundos. Diferentes culpabilidades se iban gestando dentro de él, en el perfecto caldo de cultivo de su incertidumbre.

Pascal se esforzó por concentrarse en el camino que recorría. Cualquier despiste lo podía precipitar a la zona sombría.

Avanzaba como ausente por los senderos de luz junto a un atento capitán Armand Mayer, quien se había prestado a guiarle hasta el nivel de los fantasmas hogareños.

El Viajero no podía olvidar la triste noticia que Lafayette le había comunicado dentro del recinto de Montparnasse: continuaban sin tener noticias del espíritu errante. Aun así, se obligó a ser un compañero menos adusto e inició una conversación:

—¿Cuánto hacía que no salías del cementerio?

Other books

The Gringo: A Memoir by Crawford, J. Grigsby
Dark's Descent by Basil Bacorn
If It Flies by LA Witt Aleksandr Voinov
Arresting God in Kathmandu by Samrat Upadhyay
Unsafe Haven by Chaffin, Char
The Confessions of X by Suzanne M. Wolfe