Pascal los separaba y los volvía a agrupar, abstraído. De aquel modo se iba percatando de que las experiencias compartidas adquieren verdadera naturaleza de recuerdo solo cuando alguien muere, porque todo lo vivido se vuelve irrepetible. Pascal no quería albergar recuerdos con Dominique. Deseaba fervientemente continuar en su mismo presente. Pero nadie podía garantizárselo. Dominique luchaba por su vida. O tal vez no, quizá les habían mentido por piedad y lo único que su amigo hacía era agonizar...
Michelle, víctima de un profundo abatimiento, observaba cómo Pascal acariciaba aquellos resquicios de la realidad cotidiana de Dominique. Anheló abrazarse a él, llorar sobre su hombro. Lo habría hecho sin ruborizarse, pero la presencia desolada de los padres de Dominique frenó su intención.
Desde aquel mutismo con sabor a pulso final, a siniestro cálculo de probabilidades, todos se hacían una misma pregunta: ¿Qué hacía el chico en el lugar del accidente, aquella aciaga mañana?
Pascal, Michelle y Mathieu intuían la respuesta a aquel interrogante. En cuanto se enteraron de la noticia, no les costó deducir que su amigo había acudido hasta allí a intentar localizar la tumba donde reposaban —¿reposaban?— los restos del ente demoníaco.
En principio no parecía una iniciativa peligrosa, pero... ¿quién podía garantizar nada a aquellas alturas?
«Ha caído en acto de servicio», pensó sin saber por qué el Viajero, deseando que Dominique superara aquel obstáculo como había vencido otros a lo largo de su vida.
A los pocos minutos les comunicaron que se llevaban a Dominique para una intervención. Los padres saltaron de sus asientos, se lanzaron por el corredor para seguir la camilla que dos celadores deslizaban hacia la zona de quirófanos. Arañaban imágenes de su hijo respirando.
Pascal, sin volverse, desenvolvió uno de los arrugados papeles que habían encontrado en los bolsillos de los pantalones de Dominique. Era un plano, un boceto.
Apenas tardó en identificar los puntos de referencia que aparecían señalados.
Se trataba del cementerio de Montmartre. Y, en su interior, el emplazamiento aproximado de la tumba de Marc Vicent. En aquellas líneas de trazado imperioso, Pascal reconoció la vitalidad de su mejor amigo, una enérgica determinación que se diluía en aquellos momentos entre tubos, vendajes e interruptores.
Pascal lloraba, cogiendo con fuerza aquel papel como si fuera la mano de Dominique que él pudiera sostener para que no se precipitara al abismo de la muerte.
Y así, entre lágrimas, entendió por fin la esencia de su rango como Viajero: él era un intermediario y, como tal, no podía controlar los destinos de quienes le rodeaban.
* * *
La vidente había terminado de hablar con Pascal por teléfono hacía unos minutos, y a continuación se había apresurado a comunicar a Marcel y a Edouard la dura noticia.
La pena y la incertidumbre habían terminado salpicando, por fin, el ambiente sosegado del palacio medieval. Aquel domingo, la penumbra de los corredores parecía más lóbrega, más fría.
—Pobre chico... —murmuró el forense, meneando la cabeza—. Tan joven. Ojalá se recupere y pueda aprovechar toda la vida que tiene por delante. Lo merece.
—Confiemos en la fuerza de esa juventud —Daphne mostraba una pesadumbre sobre la que se imponía la esperanza—. Las ganas de vivir son la mejor medicina. Y ese chico tiene una gran energía interior.
Se quedaron en silencio.
—Todo se nos está yendo de las manos —afirmó entonces Marcel, con perpleja incredulidad—. Primero esos crímenes y ahora esto...
—No sé quién puede estar detrás de ellos —confesó Daphne, mostrando el mismo asombro—. Y en cuanto al atropello de Dominique...
—¿Pensáis que no ha sido un accidente? —Edouard, que había mantenido un impresionado mutismo, adelantó una conjetura que todavía ni la vidente ni el Guardián se habían atrevido a pronunciar.
—La zona tiene poco tráfico en domingo —argumentó Marcel—, y Dominique es muy prudente, según cuentan sus amigos. Si eso es así, ¿qué posibilidades hay de que no vea un coche que, además, va lanzado a toda velocidad? ¿Qué posibilidades, además, de que se trate de un conductor que no se detiene al provocar el desastre?
Daphne confirmó aquel interrogante.
—Porque el tipo no frenó, según lo que me ha dicho Pascal.
—Por lo visto, ni siquiera al sentir el impacto, pues arrastró bastantes metros la silla de ruedas, ¿no? —incidió Marcel, meticuloso.
—Eso es.
A aquel dato sucedió un prolongado silencio de espanto.
—¿Tal vez el conductor iba borracho? —aventuró Edouard después, buscando puntos débiles a la versión más siniestra del accidente.
—El coche no chocó con nada más —explicó la vidente—. De acuerdo con la descripción del Viajero, ninguno de los vehículos aparcados en las zonas circundantes de estacionamiento sufrió daños, ni un roce. No conozco borrachos tan selectivos que solo se lleven por delante peatones.
—Si a esos indicios añadimos el lugar —completó Marcel—, tan cerca de la tumba de Marc Vicent, resulta muy difícil achacar lo sucedido a la mala suerte.
—¿Entonces? —Edouard cobijaba en su interior la contestación a su interrogante—. ¿André Verger?
Marcel se giró hacia él, y en sus ojos la tristeza cedía terreno a una ira que se iba alimentando de los rescoldos todavía activos que guardaba en su interior, brasas de antiguas injusticias que el Guardián no había logrado evitar a lo largo del tiempo.
—¿Quién si no? —sentenció.
En otras circunstancias, el forense habría pedido a Marguerite una exhaustiva investigación para atrapar al culpable. Pero en esta ocasión, él estaba convencido de que no haría falta. Verger se terminaría aproximando a la Puerta Oscura lo suficiente como para brindarle al Guardián la legimitidad para aplicar su propia ley, la misma que le había impedido acabar con el hechicero cuando lo tuvo a su merced y que le obligara días antes, lamentablemente, a terminar con Pierre Cotin. Provocar muertes constituía un último recurso que él siempre procuraba evitar.
Una actitud que Verger pondría a prueba. La ambición del oscuro médium constituiría su perdición.
* * *
Los chicos, cabizbajos y apiñados, como si su mutua proximidad pudiese infundirles ánimo, abandonaban el hospital. Los padres del herido necesitarían algo de intimidad mientras una nueva espera se iba desgranando para ellos minuto a minuto. Además, sabían que allí ya no pintaban nada —la operación podía prolongarse varias horas— y que el viaje que aquella misma tarde debía acometer Pascal era una misión ineludible. Sin embargo, el joven español se había resistido a separarse de su amigo.
—Nadie quiere irse —había argumentado con delicadeza Michelle, mirándolo a los ojos—. ¿Crees que yo me siento bien haciéndolo? Pero aquí no podemos ayudar, Pascal. Y de ti pueden llegar a depender muchas más vidas.
—Dominique lo habría querido así —añadió Mathieu—. Se hubiera negado a que concediésemos ventaja al enemigo. Nos habría echado del hospital.
—Pero... —Pascal no alzaba la vista—. Estamos todos en esto y...
—Y esto no ha terminado todavía —concluyó Michelle—. Es tentador, pero no podemos permitirnos el lujo de refugiarnos en la pena. Dominique ya está luchando, ahora nos toca a nosotros.
Todos se quedaron en silencio.
—Os avisaremos en cuanto sepamos algo —le dijo a Mathieu un amigo del
lycée.
Más no podían hacer.
Se despidieron de los demás compañeros a las puertas del centro. Todavía tenían que acudir a sus respectivos hogares. Para el Viajero, aquello era importante; consciente de que su cometido en el Más Allá implicaba un riesgo tan elevado como era el enfrentamiento con Marc, deseaba ver a sus padres.
Nunca se sabía lo que podía ocurrir; una reflexión realista, lúcida, que Pascal construía con una calma resignada. No la manifestaría en voz alta para no agudizar aún más la crispación entre los conocedores del secreto de la Puerta Oscura. Y por Michelle, cuyos ojos, conforme se iba aproximando el momento del viaje, iban reflejando un miedo mayor.
«No quiere perderme», se dijo Pascal, sintiendo la amarga mordedura de los remordimientos. «No la merezco».
Absortos en su aflicción, no repararon en una figura que los observaba a media distancia desde las inmediaciones del centro sanitario. Una chica joven, morena y de grandes ojos. Era Beatrice, que despertaba de su enamorada ingenuidad ante la escena que se ofrecía ante ella. Aquel momento tan emotivo —que le estaba vedado, al que no podía incorporarse— le recordó que todavía no formaba parte de la vida de Pascal, sino solo de la de su faceta de Viajero.
El grupo se separó, rumbo a diferentes calles y estaciones de metro.
Por seguridad, Pascal se desplazaría hasta su domicilio en taxi, escoltado por Mathieu. Aguardaban al pie de la calzada, dispuestos a alzar un brazo en cuanto viesen aproximarse el primer vehículo libre que pudiera llevarlos. Michelle les hubiese acompañado de buena gana, pero el aspecto cada vez más extenuado de Jules condicionó su determinación. Dejaría en casa a su camarada gótico antes de dirigirse a la suya. El accidente sufrido por Dominique había supuesto para Jules, dada su extinta vitalidad, un impacto demasiado fuerte.
Beatrice, desde su posición, seguía con la mirada los movimientos de todos. Cuando Pascal desapareció de su vista en el interior de un coche, salió de su escondite y comenzó a caminar en la misma dirección que Jules y Michelle.
No tardó mucho en acercarse lo suficiente como para poder distinguir el contenido de la conversación que mantenían los dos amigos:
—Michelle —advertía Jules, arrastrando las palabras como prolongaciones exhaustas de su propio cuerpo consumido—, no voy a acudir a la reunión. Lo siento. No tengo fuerzas.
La chica se quejó.
—Tienes que hacer un esfuerzo —insistió—. Necesitas distraerte, salir de tu encierro. Además, no hace falta que te diga la importancia de lo que hoy va a hacer Pascal. ¿Te vas a perder la oportunidad de intervenir?
Jules bajó los ojos.
—Creo que sí, Michelle.
—¿En serio? ¿Te vas a quedar en tu habitación rumiando el accidente de Dominique? Eso sí te va a deprimir...
—No tengo más remedio, de verdad. Necesito un poco más de tiempo.
—De acuerdo, no voy a presionarte más.
Transcurrió el tiempo. De nada habían servido aquellos argumentos frente a la inflexible actitud del chico, que, sin alterar su marcha rendida, mirándola con ojos cavernosos como pozos que se abrían en sus mejillas hundidas, abordó entonces —se aproximaban a su casa, ya podía verse la iglesia de la Madeleine desde donde estaban— un preludio de despedida.
—Michelle, os quiero desear mucha suerte —comenzó, en tono melancólico—. Ha sido una pasada para mí que hayamos sido testigos de la apertura de la Puerta Oscura, y...
—Oye, que aunque no vengas, nos vamos a ver mañana —comentó Michelle, sorprendida ante aquella exhibición de dramatismo tan fuera de lugar—. No se acaba el mundo esta tarde, Jules. Y todo va a ir bien.
Todo.
El muchacho asintió, con un extraño gesto en su semblante.
«Todo no puede ir bien, Michelle», pensaba como si ya nada fuera con él.
—¿Dónde estás, Jules? —le preguntó entonces ella, sin lograr entender qué pasaba por la ensimismada mente de su amigo.
Él, lacónico, la miró como si en aquellos instantes ya se hubiese abierto entre ellos un abismo insondable. La besó en la mejilla, la abrazó con fuerza y, sin contestar, accedió a su portal.
Jules no volvió la vista atrás.
Michelle se quedó unos instantes allí, de pie, parada. Después, poco a poco, marchó en dirección a su casa, meditabunda. Había hecho todo lo posible para ayudar a Jules; ahora debía entregarse por completo a la causa de Pascal. Beatrice no la siguió.
* * *
—Tienes que ser más puntual —la amonestaba su madre mientras se asomaba por la puerta de la cocina—. Si no, no hay manera de que coincidamos para comer. Y últimamente te vemos muy poco. Esto tiene que cambiar.
Pascal asentía, absorto, sentado ante la mesa donde ya había preparado los platos con la comida. Fernando Rivas también se preparaba para salir.
—Es que hoy tenemos café en casa de los Monteuil —se justificó, como si intuyese de alguna manera que no debían dejar solo a su hijo en aquellos momentos—. ¿El próximo fin de semana tendrás algo de tiempo para nosotros? Podemos organizar un pequeño viaje. ¿Qué te parece?
«A saber dónde estaré dentro de una semana», pensó Pascal. «Mira Dominique. Quién le iba a decir hace unas horas que tal vez su vida no pase de este domingo».
Pascal aún no les había confesado la causa de su retraso, y en realidad no sabía por qué. Quizá la única razón había que buscarla en una apática pereza que le había ido invadiendo durante la última hora. Poco a poco se iba encerrando en sí mismo, saturado de problemas. Michelle, Beatrice, Marc... y ahora su mejor amigo. No le apetecía hablar, sencillamente. Todo se acumulaba y él no deseaba dar explicaciones.
—Hoy han atropellado a Dominique —comunicó por fin—. Vengo del hospital.
Aquella información, soltada de aquel modo tan directo y austero, tuvo el mágico efecto de interrumpir con brusquedad los movimientos de sus padres, que se apresuraron a llegar hasta él para confirmar lo que habían creído entender. Después de años de amistad con su hijo, Dominique era muy apreciado por ellos.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —preguntó su madre, con visible preocupación—. ¿Qué tal se encuentra?
A Pascal le agobió verles inclinarse sobre él, expectantes.
—Está en coma. Los doctores no lo han dicho, pero me parece que no creen que sobreviva a esta noche.
La madre se llevó una mano a la boca, mientras Fernando se ponía muy serio.
La mujer pasó una mano por el pelo de Pascal con inesperada ternura.
—¿Por qué piensas eso? Ahora la medicina cuenta con muchos adelantos...
—Tendrías que haber visto cómo susurraban los médicos. Y sus caras.
—Sus padres tienen que estar destrozados —observó Fernando, moviendo la cabeza hacia los lados—. Qué mala suerte.
¿Mala suerte?
Pascal no sabía qué pensar de lo que había ocurrido.
—Más destrozado está Dominique, papá.
—Claro —parecía confuso—, yo no pretendía decir...
La madre volvió a intervenir: