El mal (39 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
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—... Para desgracia de la señora Renard —concluyó la detective—. Lo veo todo tan desproporcionado... Un simple móvil de robo no justifica esa hipótesis de trabajo, Marcel.

Marguerite llamó al director del
lycée,
que acudió al momento escoltado por uno de los agentes que todavía permanecían allí. La forense, por el contrario, se había ido en cuanto había visto llegar a su jefe, sorprendida ante la segunda labor de aquella noche que Laville asumía sin corresponderle. Pero la doctora no hizo preguntas, se limitó a volver al instituto anatómico forense por si surgían nuevas emergencias. Los jefes no acostumbraban a dar muchas explicaciones, así que ella tampoco las esperaba.

—Dígame —contestó el director con el rostro agotado—. ¿En qué puedo ayudarla?

Era evidente que aquel hombre no estaba en las mejores condiciones para obedecer ninguna instrucción, pero no había alternativa. Tenían que aprovechar antes de que la propia rutina del
lycée
arruinase la escena del crimen.

—Usted conoce muy bien el instituto —comenzó la detective—. Necesito que se fije bien en todos los rincones de esta zona. Se trata de ver si puede distinguir algo que no cuadre, algo fuera de lugar. Por insignificante que pueda parecerle.

El hombre suspiró, desconcertado, pasándose una mano por la cabeza. Al impacto por la muerte de la empleada había que añadir todo el caos de trámites y avisos que había puesto ya en marcha.

—¿Pero a qué viene esto? —cuestionó contrariado—. ¿Qué tiene que ver con la muerte de la señora Renard?

Se hizo el silencio.

—Es un favor que le estoy pidiendo —respondió Marguerite con suavidad—. Es lo último; después autorizaré el traslado del cadáver y nos podremos ir todos a casa.

La detective sabía cómo persuadirlo.

—Haré lo que pueda, señora —consintió al fin.

Mientras el director se movía por el corredor prestando atención a todo, Marcel y Marguerite lo imitaban con mayor precisión. Contrarrestaban su ignorancia sobre la normalidad en aquel centro con su amplia experiencia. No sabían lo que buscar, pero sí cómo hacerlo.

Al cabo de un rato, Marguerite se detuvo y señaló algo en el pasillo.

—Esa taquilla no está cerrada —advirtió.

El director y Marcel se acercaron para comprobar aquel dato, en apariencia intrascendente.

—Pues es verdad —comentó el docente—. Es raro. Desde que se produjeron los primeros robos, todos los chavales tienen bastante cuidado en dejar bien cerradas sus taquillas.

—Me lo creo, no hay más que ver las demás —dijo ella.

—De todos modos, no creo que un despiste así tenga importancia —opinó el director—. Mire en el interior, nunca guardan ahí nada de valor.

Marguerite resopló.

No siempre se puede saber lo que un hipotético ladrón está buscando
.

—Es la número 1410 —se volvió hacia el director—. ¿Podría decirme a qué alumno pertenece?

«Buena pregunta», pensó Marcel, asaltado por una repentina corazonada.

—Por supuesto —respondió el director—, aguarde un momento. Tengo las listas en mi despacho.

El hombre tardó poco en volver. En sus manos traía unas hojas arrugadas.

—¿Qué número me ha dicho?

—El 1410.

—Vamos a ver... Sí, aquí está.

Marcel contuvo la respiración mientras aguardaba para comprobar si su reciente intuición se materializaba. Marguerite, menos informada, tan solo era consciente de estar abordando un detalle más en la investigación.

—¿Y bien? —animó ella, preparándose para reanudar la comprobación de la escena.

El director levantó la vista de los papeles.

—Pascal Rivas, señora. Un alumno bastante normal. No da problemas.

«Pascal Rivas. Y una mierda que no da problemas», pensó la detective, ofuscada.

Nunca un dato facilitado con una voz tan cotidiana provocó una reacción tan radical, tan contundente. Marguerite se había vuelto hacia el forense, lívida.

—No me jodas... —acertó a decir—. No me jodas. ¿Ya empezamos?

El director y los otros policías se mantenían al margen, incapaces de comprender qué estaba ocurriendo exactamente. Lo único en lo que pensaban era en irse de una vez de aquel lugar en el que llevaban demasiado tiempo.

—Qué poco necesaria es ya tu autopsia, Marcel —acusó la detective, recuperando el aplomo—. Y qué oportuna, como siempre, tu presencia aquí.

Marguerite recuperaba su convicción de que el pacto de silencio ofrecido por su amigo había sido, en realidad, una maniobra más del forense. Molesta, empezaba a asumir que resultaba imposible pillar a Marcel desprevenido, fuera de juego. Marguerite volvía, pues, a verse implicada en sus sombrías tretas conspiratorias, y encima casi parecía que era ella quien había tomado la iniciativa. El colmo. Sacudió la cabeza, incrédula. Se sentía como una ingenua aprendiz de ajedrez enfrentándose a un maestro internacional. Las mentes de ambos, a pesar de estar jugando simultáneamente la misma partida, se situaban en turnos diferentes, muy distantes una de la otra en el tiempo, en los movimientos de las fichas. El forense siempre iba por delante, algo que nunca dejaba traslucir, amparándose en su estudiado semblante de permanente desconcierto.

Las pupilas de la detective cercaban a Marcel, inquisitivas.

El médico, frío como el acero ante el asalto visual de su amiga, no exteriorizó una satisfacción que de hecho sentía pero que hubiera sido imposible de justificar y hubiera crispado aún más los ánimos. Aquel dato ratificaba sus suposiciones. La huella de Verger, o de alguno de sus secuaces, estaba allí.

Lo que le venía muy bien respecto a sus planes de involucrar a Marguerite en la protección de Pascal.

No obstante, a esa muerte había que unir el intento de secuestro que había sufrido Pascal aquella noche —otro indiscutible rastro de Verger—, lo que arrojaba un saldo angustioso: el hechicero, tan solo unas horas después de que el plazo de que disponía el chico para responder a su oferta hubiese concluido, ya había sido capaz de movilizar a varios cómplices. Tipos bastante profesionales, a juzgar por la muerte de Sophie Renard.

Verger contaba, pues, con una sorprendente capacidad de reacción. O eso, o ya daba por supuesto que Pascal se negaría a colaborar y había previsto tal contingencia.

Gracias al cadáver que había dejado oculto Pascal, y del que ya se habrían ocupado sus subordinados, Marcel pronto podría averiguar el perfil de los tipos a los que se enfrentaban. Imaginó que las conclusiones no serían muy alentadoras.

CAPITULO 31

Guillaume Cardinet llevaba muchos años viviendo en la calle, ejerciendo de vagabundo por los albergues y los rincones más sucios de París. No había cumplido aún los cuarenta, pero una infancia en el seno de una familia desestructurada y con escasos recursos, bajo la arbitraria autoridad de un padre alcohólico que llegaba a casa malhumorado con demasiada frecuencia, deseoso de pagar con él y con su madre sus frustraciones, le había impulsado a escapar de ese hogar en cuanto tuvo edad suficiente para hacerlo. Huyó de aquella pesadilla, y jamás había vuelto la vista atrás. Si acaso, de vez en cuando se sorprendía recordando a su madre, un rostro ya borroso, a la que guardaba una suerte de rencor infantil por no haber sabido protegerle. Años después, se daba cuenta de que ella había sido una víctima más de aquella bestia que había arruinado sus vidas.

Porque las había arruinado. Por culpa de su marcha prematura, Guillaume no había contado con formación, dinero, ni amigos en su aventura en la gran ciudad, que muy pronto mostró su verdadero rostro desalmado. Si había esperado encontrar algún resquicio de esa suerte que hasta aquel momento se le había mostrado esquiva, no lo halló perdiéndose entre las calles. Se había lanzado a sobrevivir con el único equipaje de la soledad y sus traumas, una penosa combinación que le había conducido a perder un trabajo tras otro y a tontear con las drogas en un estúpido intento de escapar momentáneamente de su realidad.

Ahora, pobre, yonqui y sin estudios, convertido en un marginal irreversible, en un indigente enfermo, había sido apartado de la sociedad. Solo quedaba arrastrarse dando tumbos por la vida, mendigando, robando para una nueva dosis de heroína. Al alcohol, sin embargo, no había recurrido nunca; el crudo testimonio de su padre servía, en definitiva, de lección. Qué ironía.

Lo único que a aquellas alturas había descubierto Guillaume Cardinet eran las venenosas secuelas de vivir en la calle, el impacto emocional que se producía el día en que eras desahuciado del último alojamiento que habías podido pagar y, por fin, asumías que debías vivir entre cartones, ignorado por todos.

Hablaba solo, estaba enfermo, los dientes se le estaban cayendo y violentos temblores lo acompañaban a cada paso. Aparentaba veinte años más de los que en realidad tenía.

La vida no era justa. Guillaume se quejaba de que nunca había tenido, realmente, una oportunidad. Moriría sin haber podido luchar por un futuro en igualdad de condiciones con todos aquellos hombres y mujeres que paseaban bien vestidos por las avenidas de París, indolentes, ajenos a su drama. Guillaume moriría sin que nadie hubiera llegado a percatarse de su presencia en el mundo. Algo que iba a suceder mucho antes de lo esperado.

Un crujido acababa de llegar hasta él desde una arboleda cercana, lo que le hizo despertar del todo.

Era noche cerrada, y un silencio pesado dominaba el ambiente. A pesar de la fatiga y el penoso estado de su salud, la experiencia durmiendo a la intemperie, expuesto a los peligros de la oscuridad, había adiestrado a Guillaume Cardinet en el sueño ligero. La noche de París podía ocultar serios riesgos. Nadie debería estar solo y sin cobijo al llegar el atardecer. La oscuridad saca lo peor de las personas.

Por eso, Guillaume Cardinet había reaccionado de inmediato al escuchar el crujido, irguiéndose en actitud vigilante. Un vagabundo aislado constituía una víctima muy vulnerable, y él lo sabía. Por eso se había metido en lo más profundo del parque, envuelto entre las sombras de una densa arboleda. Pero, por lo visto, no había sido suficiente.

¿Había alguien merodeando por allí? Entrecerró los ojos, procurando distinguir alguna presencia. No vio nada más que penumbra, troncos y ramas oscilando por las ráfagas de aire. Lejos quedaba la zona iluminada de las calles, los semáforos, los edificios. La zona
civilizada.

El resplandor vacilante de una farola que se alzaba a media distancia apenas lograba aclarar el panorama.

Otro chasquido. Si Guillaume buscaba una confirmación para su inquietud, ahí la tenía. Alguien se estaba acercando. Y a juzgar por el modo tan intencionadamente invisible, su aproximación no parecía obedecer a buenas intenciones. Sin entender aún cómo podían haberle visto en medio de aquella negrura, fue consciente de que llegaba el momento de largarse de allí. No estaba dispuesto a esperar para comprobar si sus temores eran fundados. Levantó como pudo su cuerpo débil, castigado, recogió sus exiguas pertenencias en un maloliente petate y, procurando no delatarse con nuevos ruidos, empezó a alejarse con el avance renqueante de un herido.

Una silueta recortada entre los árboles, que lo observaba quieta y silenciosa, lo obligó a detenerse.

Guillaume, asustado, perdió los estribos.

—¡Qué quiere! ¿Por qué no me deja en paz?

La silueta no respondió. Cardinet sentía sus ojos clavados en él. No aguardó más y, cambiando de dirección, inició una nueva fuga.

Pronto se veía obligado a detenerse de nuevo ante la brusca aparición de aquella figura muda entre los árboles, siempre cerca, siempre interpuesta en el camino de sus pasos.

Guillaume tragó saliva. La situación estaba adquiriendo un aspecto muy, muy malo. El peligro llegaba bajo la apariencia de una sola persona, sí. Pero, sin saber muy bien por qué, aquella solitaria presencia le provocó un pavor mucho más intenso que el que le hubiera metido en el cuerpo una turba rabiosa de chavales rapados. ¿La lucidez del terminal?

Se encomendó a Dios, ese Dios que pareció abandonarle en el momento de nacer. Tal vez iba a tener muy pronto la ocasión de rendir cuentas con él. Cara a cara.

* * *

Pascal no lograba conciliar el sueño. Tras la bronca de sus padres por llegar tarde a cenar sin haber avisado, había fingido que no se encontraba bien para poder encerrarse en su cuarto directamente. No tenía apetito, ni mucho menos ganas de mantener una conversación con ellos simulando una naturalidad que se sentía incapaz de aparentar.

Su rostro desencajado hablaba por sí mismo.

Precisaba soledad, algo que por fin consiguió cuando su madre dejó de asomarse a la habitación para comprobar, inquieta, que no le pasaba nada serio. Solo cuando Pascal se aseguró de que sus padres ya se habían acostado, se atrevió a ofrecer su verdadero semblante afectado.

Horas después, continuaba dando vueltas en la cama, procurando mantener los ojos cerrados en un intento poco exitoso de escapar a todo lo que había vivido antes de la cena. No obstante, y a pesar de la fatiga que comenzaba a hacer mella en él, la acogedora seguridad que había experimentado al cruzar los umbrales del piso de sus padres y el escenario familiar de su habitación hacían aflorar dentro de él una mayor consciencia de lo que había sucedido, algo que imposibilitaba cualquier probabilidad de dormirse.

Había matado. Había vuelto a matar, solo que ahora la situación era mucho más cruda que la primera vez, cuando terminara con un carroñero en el Más Allá, puesto que la víctima era un ser humano vivo. Como él. Como Michelle, como Dominique.

Pascal se insistió para serenarse en que las circunstancias sí habían sido las mismas: la defensa propia. Se trataba de una cuestión de supervivencia, pero la constatación de ese hecho no conseguía transmitirle todo el calor que necesitaba, abrumado por el vértigo de asumir que él podía arrebatar una vida. Que lo había hecho.

Analizó sus remordimientos. En realidad, no se sentía culpable por haber acabado con un tipo que, en definitiva, pretendía hacerle daño, sino por la confirmación de que era capaz de hacerlo.

Ya no le quedaba inocencia que perder. La única alternativa consistía en ir curtiéndose mediante el ejercicio de su condición de Viajero.

¿Le aguardaban nuevos episodios así?

Volvió a girar sobre la cama, atrapó la almohada y la estrujó antes de colocarla de nuevo bajo su cabeza ladeada. Sudaba. Con los ojos muy abiertos, se dedicó a contemplar, como extasiado, la pared que tenía enfrente.

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