Pascal había palidecido, consciente por primera vez del nuevo riesgo que corría, del inesperado adversario que acababa de surgirle en el mundo de los vivos. En el fondo, una manifestación más del Mal, cuya presencia en aquel mundo,
en su mundo,
no se había desvanecido con el final de Gautier. Lo oscuro, tan eterno como el bien, tendía sus tentáculos y volvía a buscarle; y había vuelto a encontrarlo.
—Me voy ya —comunicó, bajando los ojos.
—Cómo no —Verger exhibía ahora su taimada sonrisa, de nuevo adoptaba un aspecto mesurado y correcto—. Espero noticias tuyas.
—Adiós.
—Pascal —lo llamó el empresario antes de que el chico se alejara por la calle, tendiéndole un pequeño rectángulo de papel oscuro—. Aquí tienes mi tarjeta. Llámame en cuanto tomes la decisión adecuada, de día o de noche. Para ti estoy siempre disponible.
El chico la cogió de mala gana y terminó de separarse del vehículo.
—¡Muchacho! —volvió a llamarle Verger por última vez—. Recuerda el plazo: veinticuatro horas. Si lo agotas, no me dejarás más remedio que emplear otras técnicas para convencerte. No te lo recomiendo, puedo llegar a ser muy persuasivo, ¿sabes? Tu condición de Viajero es para ti tan irrenunciable como lo es para mí la necesidad de que trabajemos juntos. Cuanto antes te des cuenta de ello, mejor para todos —le hizo un definitivo gesto de despedida—. Y saluda a esa vieja hechicera de mi parte; da gusto comprobar que los perdedores siempre sobreviven. Como las ratas.
Verger le hizo una seña a su subordinado, y el Mercedes comenzó a rodar.
Pascal, anonadado, se quedó quieto sobre la acera, siguiendo con los ojos la trayectoria de ese coche de negrura pulida. El Viajero tardó en moverse, impactado por aquel encuentro para el que nadie le había preparado.
Sí. La cuarentena había terminado. Y todo el mundo parecía haberlo intuido.
Dominique impulsaba su silla de ruedas junto a Michelle, manteniendo con ella una conversación intrascendente mientras se dirigían hacia sus casas tras las clases del
lycée.
Hacía rato que Pascal se había separado de ellos para seguir su propia ruta, lo que había propiciado que Dominique prestase una atención muy particular a su amiga. Siempre que las circunstancias lo permitían, y de una forma casi inconsciente, Dominique se abstraía en ella, se recreaba dejando salir de su interior unos sentimientos que normalmente procuraba reprimir.
«Ella no es para mí», se repetía hasta la saciedad. «Esto tiene que acabar».
Y es que Dominique, de naturaleza eminentemente práctica, percibía demasiado bien el magnetismo existente entre Michelle y Pascal y no estaba dispuesto a perder ni un minuto de su tiempo ni a arriesgar la amistad que los unía. No se interpondría; es más, Pascal sabía que podía contar con él —dentro de un arden, el masoquismo no se encontraba entre sus aficiones favoritas— para lo que necesitara en ese sentido.
El problema radicaba en que, conforme Dominique constataba sus escasas posibilidades con Michelle, más fuerza parecían adquirir sus sentimientos hacia ella.
Los dos seguían caminando, con los rostros cansados y la conversación desvaída. No obstante, aquel intermitente silencio que parecía emerger de improviso en mitad de su charla también obedecía a un sibilino nerviosismo que se filtraba en ellos de forma paulatina, imperceptible. Se aproximaba el primer viaje de Pascal al Más Allá, y eso los estaba afectando a todos. Cada uno asumía la esperada salida a escena a su manera, y en medio de aquella cuenta atrás descubrían —salvo en Mathieu, que bastante tenía con asumir toda la historia— reacciones inesperadas: Jules, con una permanente fatiga que empezaba a preocupar a todo el grupo, se mostraba incapaz de expresar la euforia con la que había recibido la noticia de que la cuarentena había terminado; Pascal, por su parte, ofrecía un inusual aspecto introvertido y ya había tomado una iniciativa personal sin contar con el resto, mientras las facciones de Michelle, una chica tan proclive a disfrutar de lo siniestro, se iban tornando, sin embargo, taciturnas conforme se aproximaba el momento del acceso a la Puerta Oscura; a Dominique, en cambio, le asaltaban emociones hacia ella que creía desterradas hacía tiempo.
Vaya caos
.
Y es que todo lo que rodeaba la Puerta Oscura exhalaba una energía tan abrumadora, de tal magnitud, que las vidas involucradas en ella se veían arrastradas por esa intensidad que escapaba a las leyes de la naturaleza. Dominique, lúcido como siempre, había acertado a concretar muy bien lo que percibían en una sola frase:
—Estamos dentro de su horizonte de sucesos.
Todos habían asentido con solemnidad al escuchar tal sentencia. Conocer aquel secreto ancestral constituía un arma de doble filo: al maravilloso privilegio de ese conocimiento, de esa realidad, se unía el precio del sometimiento a ella, víctimas de una atracción centrípeta como satélites atrapados en la imponente gravedad de un astro colosal. Uno no podía aspirar a vivir al margen de la Puerta Oscura. El proceso era irreversible.
Dominique salvó con soltura un bordillo y se colocó de nuevo junto a su amiga, adaptándose al ritmo decidido de sus zancadas. Volvía la cabeza hacia ella cada vez con menor discreción; atendía, sin perder de vista el rumbo algo brusco de su propio asiento, al perfil hermoso de Michelle, que se recortaba por encima de él contra unos escaparates que guiñaban con destellos por los rayos oblicuos del sol.
Ella, inmersa en sus propios pensamientos, no se daba cuenta. Su mente vagaba hacia la Tierra de la Espera con una ilusión tan mortecina que se sintió culpable. ¿No debería experimentar un inquebrantable orgullo por Pascal, e incluso agradecimiento por haberla hecho partícipe de todo aquello al rescatarla de la Tierra de la Oscuridad? ¿No era espectacular lo que le había ocurrido a su amigo? ¿No constituía, en definitiva, un acto de valentía que él estuviese dispuesto a atravesar una vez más aquel umbral que conducía a la muerte? Sin embargo, a ella no le hacía ninguna gracia imaginar a Pascal de nuevo en el Más Allá.
Michelle se consideraba una chica fuerte, directa. Entonces, ¿qué le estaba sucediendo? ¿Por qué no lograba apoyar de modo incondicional a Pascal, si además sus sentimientos hacia él eran cada vez más evidentes?
Aquel ejercicio de íntima honestidad dio resultado. En su memoria apareció, de nuevo, una figura conocida: Beatrice. Y con ella, un fantasma con el que Michelle se negaba a contar: los celos.
Este hallazgo la descolocó. ¿Michelle celosa? Jamás había sido así, la mera posibilidad la avergonzó. Por otra parte, ¿se podía sentir celos de una muerta? Michelle recordó la serena hermosura de aquella chica, la complicidad que había detectado en sus ojos claros cuando se dirigía a Pascal, el viaje alucinante que habían compartido en absoluta soledad, mientras la buscaban a ella. Y comprendió que sí, Michelle podía sentir hacia ese espíritu errante algo parecido a una rivalidad, y su corazón lo había captado antes que su mente.
Se planteó si toda aquella paranoia no sería un recurso de su cerebro, todavía no recuperado del shock sufrido meses antes al Ser raptada por el vampiro...
—Pasemos a lo serio —sugirió entonces Dominique, ajeno a la meditación de su amiga, tal vez para camuflar un poco el repaso visual al que la estaba sometiendo sin poder evitarlo—. ¿A qué hora hay que estar en la dirección que nos ha facilitado Pascal?
Michelle hizo un notable esfuerzo por apartar de su cabeza el cúmulo de inseguridades que la cercaban.
—Por lo visto, es el nuevo emplazamiento de la Puerta —recordó ella—. A las cuatro de esta tarde.
Dominique asintió.
—Un viaje al Más Allá que vuelve a ser un punto sin retorno para todos, ¿no crees?
Michelle lo miró con detenimiento.
—Dominique, no hemos tenido ninguna posibilidad de recuperar nuestras vidas desde que la Puerta se abrió por primera vez. ¿Aún no te has dado cuenta?
Ambos se habían detenido al pie de un paso de cebra y se estudiaban mutuamente.
—Supongo que tienes razón —convino él—. Desde el primer momento no ha habido marcha atrás —se quedó pensando—. ¿Compensa el precio?
Michelle, valorando los riesgos que ya habían corrido, las secuelas que aún arrastraban y la inquietante imagen de Pascal moviéndose otra vez por el Más Allá, no supo qué responder.
* * *
El ente volvía a salir de su cubil. Su aliento provocaba un eco ávido que rehuían los otros espíritus, de naturaleza más pacífica. De nuevo, entre gruñidos, Marc iniciaba su ruta letal. Recorría los vacíos corredores que cobijaban a los fantasmas hogareños y que constituían aquella hostil tierra de nadie entre dos mundos. Una región fronteriza solo habitada por criaturas monstruosas —como los enormes gusanos carnívoros— que surgían de vez en cuando en medio de la oscuridad.
El ente indagaba una vez más, sumergiéndose en aquella dimensión intermedia. Llegaba la hora de acabar con su tercera víctima, la última... Y había localizado una prometedora huella.
Sus ojos refulgían con destellos ensangrentados.
* * *
Daphne soltó un silbido de admiración, olvidándose por un instante de la perentoria razón que la había llevado hasta allí antes de la hora convenida.
—¿Y todo esto es tuyo? —interrogó a Marcel Laville—. No sabía que los forenses tuvieran tan buen sueldo...
El doctor sonrió. Ante ellos, en plena calle Vielle du Temple, se erigía un majestuoso palacio medieval, enclavado en plena zona de Le Marais, entre edificios más anodinos que lo camuflaban con eficacia. Su estado, descuidado en apariencia, reducía todavía más la categoría de la construcción, que pasaba inadvertida entre los viandantes.
—Desde luego, no lo he comprado yo —confesó—. El clan de los guardianes dispone de un patrimonio que se transmite de generación en generación. Los servidores de la estirpe son quienes lo mantienen.
Daphne asintió.
—Hice bien en acceder a que trajeras aquí la Puerta. Estará mucho más protegida.
—Sin duda. Aquí es donde debe estar. En su propia casa.
Después de todo lo sucedido en el desván de Jules, resultó muy fácil que los padres del chico quisieran desembarazarse de todo lo que les recordara el siniestro episodio, incluido aquel enorme baúl. Marcel Laville había aprovechado la coyuntura ofreciéndoles en privado una generosa cantidad de dinero —no había que olvidar la indiscutible antigüedad de la pieza—, y el trato se había cerrado sin problemas. La Puerta retornaba así al lugar del que había salido siglos antes, tras un periplo misterioso que incluía, entre otros emplazamientos comprobados, Londres. Un rastro de enigmas y, en ocasiones, de sangre. En la capital inglesa, su apertura en mil ochocientos siete había provocado la llegada de una criatura muerta —el inevitable mecanismo de compensación entre mundos— cuyos desmanes habían terminado saliendo a la luz a finales del siglo XIX bajo la ahora legendaria firma de Jack el Destripador. Vestigios estremecedores que atestiguaban el impresionante poder alojado en aquel monumento sagrado de apariencia inofensiva; un poder que se fundía con el peligro en una aleación perfecta, y que había que aceptar de modo ineludible si se pretendía maniobrar con la Puerta Oscura.
—¿Pero tú tienes descendientes? —quiso saber la Vieja Daphne con escasa sutileza.
Marcel volvió a sonreír.
—Las generaciones de guardianes no obedecen a grados de consanguineidad —explicó—. Mi sucesor, que es ahora un niño, ya está siendo preparado para su futura misión —hizo un gesto a la bruja para que le siguiese hacia un callejón—. Y no preguntes más, vieja vidente. Conten tu apetito de conocimientos para seguir avanzando en edad.
—La sabiduría no me sacia —repuso ella—. Pero soy consciente de mis límites.
—Esa certeza vale más que una buena salud.
Continuaron caminando alrededor de la manzana, echando furtivas ojeadas a las personas con quienes se cruzaban. Dado que el palacio estaba empotrado entre dos edificios y que habían ignorado sus grandes portones de madera, la vidente empezó a preguntarse por dónde pretendía entrar Marcel a aquel antiguo caserón.
—¿Tiene otra puerta? —preguntó, entre resoplidos, mientras procuraba mantener el ritmo del forense—. ¿La de servicio?
—Tiene un único acceso aparte del principal, pero está escondido.
—Y tanto.
Para sorpresa de la vidente, se metieron en un portal perteneciente a otra casa, desde cuyo interior alcanzaron un pequeño corredor que terminaba en una puerta de madera maciza con herrajes de metal labrado. Aquella robusta plancha contaba con dos cerraduras.
—Aquí es —anunció Marcel introduciendo una llave de trazo muy sofisticado en una de las aberturas.
Una vez dentro, tuvieron que recorrer otro pasillo y superar una segunda puerta, en esta ocasión blindada. Después de abierta —el forense se apresuró a anular un dispositivo de alarma que había empezado a parpadear unos metros más allá—, quedó ante la vista de la bruja un amplio vestíbulo cuadrado de paredes de piedra y techos abovedados. Esculturas de ángeles se asomaban con ojos ciegos desde los laterales, y en su centro se alzaba una soberbia escalera renacentista. Esta conducía al piso superior, desde el que una doble balaustrada, a modo de balcón, parecía a punto de precipitarse sobre ellos. Aquel conjunto convertía el espacio en el que permanecían en una especie de patio interior al que daban multitud de accesos y ventanas. Daphne se planteó quién podía asomarse desde todos aquellos enclaves, aunque se abstuvo de indagar. ¿La espiaban ahora?
Aquella residencia se había ido construyendo durante siglos. La iluminación, tenue e indirecta, lanzaba un resplandor amarillento desde lámparas ocultas en hornacinas y dejaba en sombras las dependencias superiores.
—Hemos llegado —comunicó el forense con reverente concisión.
El silencio era rotundo, pero Daphne sabía que no estaban solos. El eco de aquella calma en penumbra, al acecho, provocaba ráfagas de susurros, fugaces remolinos de cuchicheos, que se perdían en misteriosas estancias fuera de su alcance. Hacía mucho tiempo que allí no entraba alguien ajeno a la Hermandad. Quizá nunca había ocurrido.
Daphne, impactada por el efecto de aquella majestuosidad detenida en el tiempo, ya había empezado a percibir la proximidad de la Puerta Oscura y se dejaba embriagar por la solemnidad atávica que emanaba de su existencia. Ella también había sufrido aquella peculiar abstinencia esotérica, la cuarentena de tres meses a la que todos se habían sometido excepto el Guardián, encargado de los preparativos mientras tanto. Resultaba arduo mantenerse al margen de aquello que daba sentido a su vida, una vez hallado.