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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (40 page)

BOOK: El mal
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Había matado a un hombre.

Pascal se había dicho muchas veces que su condición de Viajero podía implicar mancharse las manos de sangre, y que tenía que estar preparado para eso. Pero decirlo resultaba mucho más fácil que interiorizarlo.

Sintió deseos de aproximarse hasta la habitación donde dormían sus padres; lo habría hecho de haber tenido edad para poder acurrucarse junto a ellos, en su cama.

La soledad, en determinados instantes, constituía una carga inherente a su misión. Se planteó llamar a Michelle o a los demás, pero solo serviría para multiplicar la preocupación, para extenderla, lo que todavía empeoraría las cosas. Por teléfono uno no puede dejarse abrazar, y eso era lo que necesitaba.

No. Tenía que aprender a afrontar determinados hechos sin compañía.

La imagen de Beatrice adquirió forma en su memoria. También le hubiera gustado tenerla a su lado, sumergirse en su dulzura, en su comprensión, en sus ojos cristalinos. ¿Dónde se encontraría en ese preciso instante? Tal vez no hubiera retornado aún al cementerio de Montparnasse, quizá seguía enfadada con él. Pascal no soportaba aquella incógnita, en su viaje del día siguiente tenía por fuerza que hablar con ella, que pedirle disculpas de todo corazón.

No, las cosas no habían empezado bien.

Sus miedos, en cualquier caso, no terminaban ahí. Aunque había logrado esquivar el ataque de aquella noche, ahora era consciente del alcance de las amenazas de Verger. Pascal no podía olvidar que, en esos momentos, su cama podía haber estado vacía, sus padres en vilo y él prisionero de un individuo sin escrúpulos en un lugar desconocido, sometido a inimaginables sufrimientos, consciente de que jamás volviera a ver la luz. Michelle ya había experimentado lo que era perder la libertad. Una sensación, quizá, peor que la misma muerte.

* * *

Guillaume Cardinet no desperdició tiempo pensando y, sin dudar, giró con brusquedad para apartarse de la silueta silenciosa que insistía en acosarlo.

Avanzaba a trompicones, volviendo la cabeza cada pocos segundos. Los ruidos que provocaba quien iba tras él le hicieron ver que su cazador se mostraba cada vez menos cauto. Es decir —contuvo el aliento, aterrado—, más decidido a actuar. Lo que quedaba claro es que el objetivo, el blanco, era él.

Maldijo en silencio su mala suerte, percatándose de que, precisamente aquella noche, no se había cruzado en aquel espacio verde con ningún otro indigente, ni siquiera con los típicos jóvenes haciendo botellón cuya presencia le habría salvado de aquel ataque que no lograba comprender.

Guillaume no tenía enemigos, la gente como él resultaba invisible para el resto de ciudadanos. Daba igual. Estaba harto de comprobar cómo en aquella sociedad no hacían falta excusas para infligir dolor.

Todavía se agarró a la alternativa de que todo respondiera a la broma de un borracho o a un vulgar intento de robo. Él, a esas alturas, estaba dispuesto a dar todo lo que tenía con tal de que le dejaran en paz, de que no le hicieran daño.

Poco después se veía obligado a desprenderse de sus pertenencias, lo único que poseía tras años de vivir en la calle, porque su peso se iba convirtiendo en un lastre conforme sus fuerzas se agotaban. Lo peor no fue renunciar a sus escasos bienes, sino la consciencia de que quien lo asediaba entre la vegetación no se había detenido para recogerlos.

El robo, por tanto, no constituía la razón de aquel ataque silencioso.

La oscura intuición de Guillaume iba tomando cuerpo, del mismo modo que el terror iba bloqueando sus articulaciones. Una imperiosa necesidad de inyectarse heroína le subió por la garganta como una arcada. No podía respirar.

De una forma cada vez más penosa, Guillaume se empecinó en continuar avanzando. El objetivo del vagabundo era un sendero entre árboles que conducía hasta la puerta lateral más próxima del parque. Si alcanzaba aquel límite, demasiado visible desde los edificios colindantes, confiaba en que el perseguidor abandonase sus intenciones o buscara una nueva víctima.

No pudo, una vez más, proseguir por ese camino. Bastante más adelante, junto a unos matorrales muy crecidos, acababa de surgir la silueta muda que lo hostigaba, quieta, observándole como un depredador que aguarda el momento oportuno para saltar sobre su presa.

Guillaume se detuvo, sin aliento, incapaz de concentrar su colapsada mente para concebir nuevas estrategias. No podía más, su corazón estaba a punto de estallar, sus entrañas castigadas se revolvían provocándole unos fuertes retortijones. Se dejó caer de rodillas, intuyendo de refilón cómo aquella figura que lo había acorralado se iba aproximando sin emitir ni una sola palabra.

Tal vez era el momento de acabar con todo. Bastante había sufrido ya. Consolidó aquella convicción mientras aguardaba el contacto con su misterioso agresor, ente toses, carraspeos y esputos. Por eso ni se molestó en levantar la cabeza cuando percibió su perfil junto a él.

Se dejó hacer. Notó la cuchilla abriéndole el cuello, y su sangre manar en abundancia.

Su instinto de supervivencia se activó por un momento, pero era tarde. Su cuerpo, entre espasmos, se vaciaba.

CAPITULO 32

El agudo frenazo de un coche en plena madrugada, cuyo chirrido hizo vibrar los cristales del dormitorio de Daphne, despertó a la vidente de un modo brusco. Y es que el ruido la había arrancado de una pesadilla.

Consultó el reloj de la mesilla girando el rostro envuelto en su pelambrera desordenada. Refunfuñó con cansancio. Apenas hacía una hora que se había acostado, pues se había quedado hasta muy tarde revisando antiguos libros. Y ahora se acababa de desvelar.

Si bien no lograba condensar en su memoria las imágenes que habían estado asaltándola durante el sueño, o al menos no con la suficiente nitidez como para identificarlas, en su aliento permanecía, sin embargo, un sabor inquietante. Lo paladeó, reflexiva. Sabía que era una pesadilla, seguro, una de las muchas que venían salpicando su sueño desde hacía varios días.

¿Serían sus propios nervios la causa de aquel trastorno? Le extrañaba, pues siempre había sabido mantener la calma en situaciones extremas.

Se levantó para llegar a la cocina y servirse una modesta dosis de licor. Necesitaba sentir el calor de aquel líquido opaco, que aclararía sus sentidos y sosegaría su mente.

Mientras avanzaba, algo tambaleante, por el pasillo, hasta ella llegaban, borrosos, algunos retazos de su sueño; fragmentos incoherentes que no podía ni quería interpretar. No obstante, la insistencia de aquellas imágenes imprecisas en mantenerse en su memoria la obligó a plantearse si esa pesadilla que acababa de sufrir no tendría, en realidad, un carácter menos inofensivo que otras que ya habían perturbado su descanso nocturno en anteriores ocasiones.

¿Una señal? ¿Un aviso?

Aquella era una sutil conjetura que fue ganando fuerza a medida que el conjunto de figuras desvaídas se iba materializando en su mente. Al principio no logró reconocer esas formas, pero a los pocos segundos, cuando el recuerdo había alcanzado una definición perfecta, no tuvo dudas: se trataba de una loba amamantando a dos bebés, contra los que se terminaba revolviendo de improviso para matarlos a dentelladas. La sangre teñía los cuerpos inertes de los niños.

A Daphne se le encogió el corazón al revivir aquel episodio tan cruel que hacía pocos minutos había colapsado sus sueños.

Una loba con dos bebés. Reconoció la imagen sin esfuerzo: la loba Luperca alimentando a Rómulo y Remo, según la mitología.

La vidente se había quedado petrificada, demasiado consciente de lo que podía significar esa escena que adulteraba con sangre el desenlace de una conocida leyenda sobre la fundación de Roma.

Según aquel mito, el dios Marte tuvo dos hijos gemelos con Rea Silvia: Rómulo y Remo. El tío abuelo de las criaturas, Amulio, mandó matar a los recién nacidos, pero el siervo encargado de hacerlo no tuvo el coraje suficiente y los ocultó dentro de una bolsa que depositó en el río Tíber, con la esperanza de que, al ser arrastrados, pudieran salvarse. Los bebés terminaron llegando a un tramo de la orilla donde una loba, Luperca, los salvó y los amamantó. Poco después los encontraba un pastor, que se encargó de criarlos. Cuando fueron ya mayores, aquel bondadoso pastor los informó de su verdadera historia. Aparte de su venganza contra quienes habían intentado matarlos al nacer, los dos jóvenes decidieron edificar una nueva ciudad en el mismo lugar donde fueron encontrados por la loba. Así se suponía que había nacido Roma.

El final sangriento de la recreación onírica era lo que estaba fuera de lugar. La loba nunca hizo daño a los bebés.

Sangre en Roma.

Daphne contuvo un vahído mientras, consternada, caía en la cuenta de la dimensión de aquel aviso.

Solo Francesco Girardelli, el maestro, aguardaba en la capital italiana.

* * *

Jules fue emergiendo poco a poco de su sopor nocturno con las primeras luces del alba. El proceso era idéntico cada noche: con el amanecer, aunque tan solo lo intuyera por el resplandor todavía exangüe a través de las cortinas de su habitación, reaccionaba. Su mente empezaba a centrarse e iba recuperando el control sobre sus extremidades entumecidas. Así permanecía, tumbado sobre la cama, sintiendo el progresivo despertar de su cuerpo hasta que, por fin, era capaz de levantarse.

Una intensa fatiga le recibía siempre al incorporarse, como si unas manos poderosas insistieran en impulsarlo de nuevo hacia el lecho.

Él se resistía a la tentación, no podía pasarse el día en la cama. Sobre todo no podía hacerlo sin levantar sospechas ni preocupar —aún más— a su familia y amigos.

Lo más curioso, lo más intrigante para él, era su absoluta ignorancia respecto al estado ausente del que retornaba cada madrugada. Una ignorancia que, sin embargo, no le impedía descartar el sueño como origen de aquella ausencia de conciencia que precedía a su despertar. Porque Jules sabía que no había logrado dormir ni una hora. Era lo único que se habría atrevido a jurar, lo único que esa peculiar amnesia le permitía intuir en medio de aquella laguna de la memoria que cubría como un espeso velo todas sus noches.

Un sabor acre invadía su boca. Jules se calzó las zapatillas y fue como un zombi hasta el baño, para cepillarse los dientes antes de ducharse. Aunque era muy temprano para un sábado, sabía que no podría dormir, así que prefirió iniciar las rutinas para combatir el aburrimiento.

Se enfrentó, como cada mañana, a su depauperada imagen en el espejo, que —tal vez por culpa del sueño— hoy se mostraba borrosa, inconsistente. Mantuvo el pulso con sus pupilas confusas, el pelo encrespado de demente, el jersey del pijama que colgaba hundido marcando sus hombros huesudos y la ausencia de pectorales desarrollados.

Y su marca sobre la yugular. Sobre todo, la marca.

Sin embargo, en esta ocasión, sus ojos medio abiertos, aún legañosos, no cayeron de inmediato sobre aquella cicatriz del cuello, no pudieron hacerlo porque una tonalidad distinta en su semblante los dejó clavados en otro punto del rostro al que nunca había prestado atención.

Sus labios.

Estaban manchados. Se aproximó más al espejo, sorprendido.

Sí, una sustancia oscura, reseca, los cubría en parte, un líquido que al acartonarse casi los había dejado pegados. Asqueado, Jules se humedeció los dedos bajo el grifo y empezó a limpiarse. En cuanto el agua entró en contacto con aquellos restos, estos empezaron a perder consistencia y suavizaron su color hasta adquirir un tinte bermellón.

Jules lo supo al instante y la respiración se le cortó de cuajo. Era sangre. Tenía los labios empapados en sangre. Conmocionado, ahora identificaba mucho mejor aquel sabor metálico, entre dulce y amargo.

Era sangre.

Jules cerró los ojos y rezó por que fuera suya. Con la desesperación pintada en la cara, empezó a rastrear en sus labios una herida, un corte. Deseaba hallar en su cuerpo el origen de aquella sangre, aterrado ante la espantosa alternativa a la que tendría que enfrentarse si no lo encontraba.

Dentro de su boca ansió como nunca una llaga, una herida, una accidental mordedura producida mientras permanecía en ese estado letárgico de las noches.

Nada.

Jules se abría la boca con los dedos hasta hacerse daño, pegaba sus ojos al cristal del espejo buscando el más minúsculo arañazo que lo salvara de aquel abismo que se abría ante él.

Nada.

Sus ojos negros le contemplaban desde su propio reflejo. En ellos, una acusación infame fue abriéndose paso, envolviéndolo en un ensueño de horror del que no lograba desembarazarse. La sangre que manchaba sus labios no era suya.

No era suya. Dios
.

Pero, entonces... ¿De quién...? ¿Cuándo...?

Por primera vez sintió pánico ante la posibilidad de que, en algún momento, pudiera recordar lo que ocupaba sus noches amnésicas y perdiera el juicio, incapaz de asumir la sórdida realidad. Aterrado, se negó a ahondar en aquella suposición; quiso huir de ese espanto que cobijaba dentro de él, que nacía con su rostro demacrado y se abría camino, incontenible, hacia el exterior.

Por primera vez se planteó que, tal vez, esas horas oscuras que se iban acumulando noche tras noche ocultaban una actividad muy concreta... fuera de las paredes de aquella casa.

¿Había estado moviéndose durante todas aquellas noches, sin sospecharlo?

Como los sonámbulos, quizá su cuerpo actuaba —
se alimentaba,
matizó Jules con un estremecimiento— mientras él creía permanecer postrado en cama, en estado comatoso.

Y luego cayó en la cuenta del sabor en lo más profundo de su garganta... Jules no solo estaba manchado de sangre. La había probado. La había tragado. Sufrió una repentina arcada y, justo a tiempo, se inclinó sobre el retrete abierto.

El estómago se le revolvió furiosamente. Entre mareos, Jules tuvo que apoyarse en los azulejos de la pared, agachado, a punto de perder el equilibrio. Vomitó sangre.

Un sudor frío le resbalaba por la frente y caía en hebras sinuosas sorteando sus ojos, que apenas pestañeaban. Todavía inclinado, sin aliento, de su boca abierta colgaban hilillos de saliva turbia y maloliente. Asqueado, Jules se metió los dedos en la garganta para provocarse más arcadas. El asco lo impulsaba a pretender vaciarse por dentro; necesitaba sentirse limpio.

Si hubiera podido, se habría abierto el vientre.

Volvió a vomitar, restos sanguinolentos cayeron de nuevo sobre el interior salpicado de la taza, deslizándose hasta el agua con repugnante lentitud. Jules tiró de la cadena, se le hacía insoportable ver esa superficie teñida de aquella delatora tonalidad escarlata.

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