Aquel nombre resucitó en sus oyentes el recuerdo del desván de los Marceaux, de las buhardillas de la casa de Jules donde había permanecido durante más de un siglo el arcón que ocultaba la Puerta Oscura. Todos estaban al corriente del modo accidental en que Pascal se había convertido en el Viajero meses atrás, lo que implicaba a su vez conocer el contenido del baúl en el que se había introducido la medianoche de Halloween: ropas de Lena Lambert, bisabuela de Jules.
—Ella desapareció la noche del treinta y uno de octubre de mil novecientos siete —recordó el joven gótico, en un tono prudente, como si estuviese pidiendo permiso por atreverse a sacar aquel asunto a colación—. Jamás volvió a dar señales de vida. Por lo visto solía discutir mucho con mi bisabuelo, así que la familia Marceaux creyó que, harta, Lena había decidido fugarse con algún antiguo novio y establecerse en otro país para empezar de nuevo. En aquella época, aquello suponía un escándalo, una vergüenza —aclaró Jules—, porque era una mujer casada que abandonaba a su marido y a sus hijos. Por eso, muy ofendidos, mis ascendientes prefirieron ocultar el asunto en vez de dedicarse a buscarla.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Mathieu al fin, intrigado ante aquella información.
Marcel y Daphne aprovecharon aquella pausa para mirarse brevemente, delatando una complicidad que no pasó inadvertida para Pascal. Este también había reflexionado más de una vez sobre la desaparición de aquella mujer.
Jules continuó su discurso.
—Mi bisabuela desapareció durante la noche del treinta y uno de octubre. Y lo más extraño de todo es que no se llevó dinero, ni documentación... ni nada.
Mathieu asintió.
—Estás insinuando que ella...
—Que ella desapareció durante la medianoche de Halloween, justo cien años antes de que la Puerta Oscura se abriera para Pascal —tradujo Michelle—. Es decir, coincidiendo con la anterior apertura de ese umbral, ¿no?
Ella miraba a Daphne, que hizo un gesto afirmativo.
—O sea, que Lena Lambert pudo convertirse en la anterior Viajera —interpretó Edouard para Mathieu, captando el hilo deductivo—. Lo cual encaja, si es que no pudo regresar, con el hecho de que no consta que en el siglo XX haya habido Viajero. Hasta ahora se consideraba que fue una apertura desperdiciada.
—Tal vez nos precipitamos al juzgar la ausencia de huellas —asumió Marcel—. El maestro que me adiestró como Guardián siempre dio por sentado que el último Viajero había sido el que accedió a la Puerta en mil ochocientos siete, que supongo sería lo que a él le transmitió el anterior Guardián. En cualquier caso, si hubo Viajero en la apertura de mil novecientos siete, lo que sí está claro es que no regresó al mundo de los vivos.
—¿Se quedó en el Mundo de los Muertos? —cuestionó Pascal, escéptico.
El asombro se había instalado en los rostros de todos.
Jules, cuya desesperación había terminado por imponerse a la timidez que le provocaba exponer ante sus amigos la loca idea que le rondaba por la cabeza, se preparó para confesar aquel último recurso que vinculaba a su ascendiente. Tomó aliento.
Ya se disponía a pronunciar la primera palabra cuando el sonido rítmico de un móvil perturbó la calma del local. Varios de los presentes se inclinaron hacia sus propios teléfonos, esquivando de forma inconsciente la convicción de que sonaba el único aparato cuyo aviso temían: el designado para las comunicaciones sobre la evolución de Dominique.
Nada más se oía en el local aparte de sus zumbidos, ni siquiera latidos o respiraciones.
Nadie se movía.
Los timbrazos continuaban, con su insidiosa insistencia.
Alguien, incapaz de soportar aquella incertidumbre estridente, reunió la determinación suficiente como para contestar: Michelle.
Una voz apagada, al otro lado de la línea, comenzó a pronunciar palabras que llegaban flotando con una cadencia fúnebre.
Hacía media hora que Dominique había sufrido una nueva parada cardiorrespiratoria. Y hacía solo dos minutos que el equipo médico, exhausto, había renunciado a continuar.
Habían tapado su rostro con la sábana, comunicaba la misma voz impresionada, incrédula. Pronto, el lecho donde se había debatido entre la vida y la muerte quedaría vacío.
Dominique había muerto.
Iniciaba así su viaje definitivo, descubriendo a sus amigos el dolor de no haber podido acompañarle en los últimos instantes. Su último trayecto... al menos en el mundo de los vivos.
Pascal supo sin ningún género de duda que iba a volver muy pronto al Mundo de los Muertos. Necesitaba despedirse de Dominique. Se lo debía.
Tenían, por tanto, una cita pendiente más allá de la vida.
Para la amistad no existían fronteras.