El libro de un hombre solo (22 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
4.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo no he hecho los manuales de enseñanza, ¿cómo iba a saber que algunos artículos eran problemáticos? Sólo he contado anécdotas, pequeñas historias, para animar un poco las clases. Por eso me han convertido en un objetivo. Es cierto que he hablado mucho, pero ¿cómo se puede enseñar lengua sin hablar? Me encerraron en un aula de clase y los guardias rojos me vigilaban día y noche. Ahora tengo una familia, si me ocurre algo, sin mencionar la posibilidad de perder la vida, si quedo lisiado, ¿cómo conseguirá salir adelante mi mujer con un niño de un año? Me subí en plena noche a una ventana del primer piso y bajé sujetándome a un tubo de desagüe. He conseguido salir de allí a salvo. No he ido a mi casa para no causarle problemas a mi mujer. Como los trenes estaban llenos de estudiantes, era imposible controlar los billetes. He venido a hacer una denuncia; debes ayudarme a poner las cosas en su sitio. ¿Cómo un profesor como yo, tan pequeño como una semilla de sésamo, que ni siquiera es miembro del Partido, puede ser el representante de la banda negra en el seno del Partido?

Después de la cena, acompañó a Tesoro al centro de recepción de masas de la calle Fuyou, en la puerta oeste de Zhong-nanhai.
[35]
La gran puerta estaba abierta; en el patio iluminado por las lámparas había mucha gente que se empujaba para que los atendieran. Se movieron despacio, siguiendo la corriente. Bajo una tienda de campaña montada en medio del patio, había una hilera de mesas detrás de las cuales estaban sentados unos militares, con insignias en la gorra y en la solapa del uniforme, que anotaban las quejas de las personas. Como éstas se empujaban, era difícil llegar a las mesas. Tesoro se puso de puntillas para intentar escuchar un poco entre las cabezas de las personas lo que se decía en «el espíritu del Comité Central». Pero las voces se mezclaban, las personas se aglutinaban delante de las mesas, hablaban alto y se atropellaban unas a otras mientras el hombre encargado de recoger las quejas respondía de forma lacónica y circunspecta. Otros se contentaban con anotar sin responder nada. Antes de conseguir avanzar, fueron apartados de allí por la masa de gente. Tan sólo pudieron dejarse llevar hasta el pasillo de la planta baja.

Las paredes estaban cubiertas de
dazibaos
de quejas por malos tratos y citas de discursos de personajes importantes del Partido. Los discursos, llenos de belicosidad y alusiones, de los dirigentes del Comité Central que acababan de estrenar su cargo o de los que todavía no habían sido destituidos, eran totalmente contradictorios. Tesoro estaba fuera de sí y le preguntó si había traído papel y bolígrafo. Él le dijo que no hacía falta copiar aquellos
dazibaos
, porque había recogido un montón de octavillas que tenían los mismos discursos para poder analizarlos detalladamente en casa.

Todas las salas del edificio estaban abiertas. También recibían quejas. Había menos gente, pero la cola llegaba hasta el pasillo. En una de ellas alguien hacía una denuncia y lloraba sin conseguir contenerse. Un joven tenía en la mano una vieja gorra militar que había perdido el color de tantos lavados, lloraba también a lágrima viva y se explicaba en dialecto de Jiang-xi o de Hunan, con un acento muy pronunciado. Aunque no conseguían entenderlo muy bien, sabían que estaba denunciando una masacre colectiva en su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños, ni siquiera los bebés se habían salvado; los juntaron a todos en una era y uno a uno los fueron matando con picos, machetes, o palancas en las que colocaban conteras de hierro. Luego lanzaron los cadáveres al río, que fue pudriéndose poco a poco. El joven no tenía aspecto de ser descendiente de alguien que perteneciera a las cinco categorías negras; la vieja gorra que sujetaba era una prueba sin la cual no se habría atrevido a venir a Beijing a hacer la denuncia. Las personas que había en la sala y a la entrada escuchaban en silencio mientras el encargado tomaba nota.

Cuando salieron de allí, entraron en la avenida Chang'an, porque Tesoro quería pasar por el Ministerio de Educación para ver si había alguna directiva concreta para los profesores de secundaria. El Ministerio estaba en el barrio del oeste de la ciudad, a unas cuantas paradas de autobús. Muchos de los que esperaban en la parada eran estudiantes de fuera que llevaban al hombro una cartera que tenía bordada una estrella roja de cinco puntas; corrían por la avenida y, antes incluso de que el autobús parara del todo, se subían en él. El autobús estaba hasta los topes y la gente que bajaba o los que subían debían agarrarse a los que tenían delante; las puertas no se podían cerrar. Al final el vehículo se puso en marcha, con la gente aprisionada en las puertas. Aunque Tesoro había bajado de un edificio sujetándose tan sólo en una tubería de desagüe, no era capaz de saltar entre aquellos jóvenes más ágiles que los monos. Cuando llegaron andando al Ministerio, el edificio se había transformado por completo en un centro de acogida de estudiantes de provincias. Habían vaciado todas las oficinas, desde la entrada hasta los pasillos de los pisos. Por todos los lugares esparcían paja, esteras, alfombras de algodón, trozos de plástico, montones de mantas; el suelo estaba cubierto de jarras, tazones, palillos, cucharas; un olor agrio de transpiración flotaba, mezclado con el olor de los nabos en salmuera y de los calcetines sucios. Los estudiantes armaban jaleo; pero como no tenían otro lugar donde pasar esas noches de invierno tremendamente frías, se tumbaban en el suelo, agotados, y se acababan durmiendo. Esperaban que el comandante en jefe supremo pasara revista, al día siguiente o al otro, por séptima u octava vez. Más de dos millones de personas empezaban a reunirse desde medianoche, primero en la plaza Tiananmen, luego las filas iban hacia el este y el oeste, extendiéndose por los dos lados de la avenida Chang'an, de más de diez kilómetros. El comandante en jefe supremo, acompañado de su vicecomandante en jefe, Lin Biao, que llevaba en la mano el
Libro rojo
, pasaba a bordo de un jeep descapotable entre dos muros humanos de jóvenes que se mantenían pasmados de frío en la fila. Esos jóvenes, con el rostro bañado en lágrimas, agitaban el precioso
Libro rojo
y se dejaban la garganta gritando los «Viva el Presidente Mao». Después, llenos de ira y de instintos revolucionarios, iban a saquear escuelas y templos, y atacaban las instituciones y organismos, para reducir a cenizas el viejo mundo.

Regresó de madrugada con Tesoro a su pequeña vivienda; por fin, había vuelto la calma. Encendieron la estufa de leña y se calentaron las manos heladas. El viento soplaba por las ranuras de las puertas y de las ventanas. Sus caras, iluminadas por el fuego, eran a veces rojas, a veces oscuras. No habían esperado un encuentro en estas condiciones, ninguno de los dos tenía ganas de evocar unos recuerdos de la infancia que en ese momento ya les parecían realmente lejanos.

20

—¿Ves esa piedra de ahí?

El hombre te señala algo con el dedo. Es imposible no ver una piedra tan grande, ibas a rodearla cuando oíste de nuevo a ese tipo.

—¡Muévela!

No entiendes para qué deberías gastar tanta energía; además, aunque quisieras, tampoco podrías.

—Es imposible mover una piedra tan grande, ¿no crees? —pregunta el hombre con una sonrisa en los labios. Prefieres creerlo.

—Inténtalo.

Muy afablemente, el tipo te incita a actuar. Niegas con un ademán de cabeza; no tienes ganas de hacer algo tan estúpido.

—Realmente es una piedra perfecta. Parece más compacta que el mármol, ¡es una roca muy especial!

El hombre gira alrededor de la roca chasqueando la lengua como signo de admiración.

¿Qué más te da que sea una roca especial?

—Tan sólida y dura, iría bien como base. ¡Qué pena no utilizarla! —suspira el tipo.

No piensas construirte una tumba ni con estela ni con lápida, ¿para qué la querrías?

—¡Movámosla un poco, venga!

Rodeas la roca con los brazos.

De todos modos, no tienes suficiente fuerza.

—Ni a patadas se movería un milímetro.

Por supuesto, estás totalmente de acuerdo con esa afirmación, pero instintivamente le das una patada.

El tipo, más entusiasmado, te anima a que continúes.

—¡Súbete, a ver qué pasa!

¿Qué va a pasar? Pero no puedes resistirte a sus exhortaciones, te subes encima.

—¡No te muevas!

Gira alrededor de la piedra, y también de ti, claro. No sabes qué está mirando de ti o de la roca; sigues naturalmente su mirada, luego giras sobre la roca.

En ese instante el tipo te mira riendo, con los ojos casi cerrados, y te dice en tono amistoso:

—Entonces ¿es cierto? ¡No se puede mover!

Está claro que habla de la roca y no de ti. Le contestas con una pequeña sonrisa y te dispones a bajar cuando te lo impide levantando una mano.

—¡Espera!

Ves su dedo índice tieso en la mano alzada y le escuchas como te dice:

—Oye, no puedes negar que esta base es sólida y que no se puede mover, ¿verdad?

Le das la razón asintiendo.

—¡Intenta sentir!

El hombre señala la roca. Tú sigues subido encima y no comprendes qué tienes que sentir. De todos modos, ya estás sobre esa piedra.

—¿Sientes algo? —pregunta.

Sigues sin tener claro a qué se refiere, si a la roca o a tus pies.

Luego levanta el dedo y señala un punto encima de ti; tú sigues su dedo mirando hacia el cielo.

—Mira qué claro está el cielo, qué puro es; tan limpio parece que amplíe la mente.

Mientras escuchas esas palabras, la luz del sol te molesta a los ojos.

—¿Qué ves? ¡Mira un poco y dime qué ves!

Observas con detenimiento el cielo vacío, pero no ves nada, sólo sientes un poco de vértigo.

—¡Mira con un poco más de atención!

—¿Qué es lo que debería ver? —preguntas finalmente.

—¡Un cielo verdadero, algo totalmente real, un cielo realmente claro!

Dices que la luz del sol te molesta a los ojos.

—Eso es.

—¿El qué? —preguntas, cerrando los ojos. Luego miras las estrellas doradas que centellean en tu retina. Ya no te tienes en pie. Vas a bajar de la piedra, pero su voz resuena de nuevo en tus oídos.

—Eso es, es a ti a quien le da vueltas la cabeza y no a la roca.

—Claro...

Estás totalmente aturdido.

—¡Tú no eres una piedra! —dice el hombre con un tono categórico.

—Claro que no soy una piedra —reconoces—. ¿Ahora puedo bajar?

—¡Eres mucho menos sólido que esta piedra! ¡Estoy hablando de ti!

—Claro... —Te dispones a bajar.

—Espera. Subido sobre esta piedra ves mucho más lejos que cuando estás abajo, ¿no es cierto?

—Naturalmente.

—En ese caso, ¿qué ves a lo lejos? Si miras todo recto hacia delante, ¿qué ves?

—¿El horizonte?

—¿Qué tiene que ver el horizonte? Siempre se ve, ¿no? Te estoy hablando de lo que hay encima del horizonte, mira bien...

—¿Qué quiere que mire?

—¿No ves nada?

—¿Se refiere al cielo?

—Fíjate mejor.

—No puedo.

Le dices que no ves bien, estás deslumbrado, sólo ves muchos colores.

—¡Eso es! ¡Ahí están todos los colores que queramos, qué magnífico cielo! ¡La esperanza está delante de nosotros, ahora parece que por fin has abierto los ojos!

—Entonces, ¿puedo bajar? —preguntas, cerrando los ojos.

—¡Mira un poco más el sol! Si esta vez miras fijamente al sol, descubrirás, escucha bien lo que te digo, descubrirás milagros. ¡Milagros inimaginables!

—¿Qué milagros? —preguntas, tapándote los ojos.

El tipo te agarra la mano, tienes la sensación de que te sostiene un poco, sólo oyes el viento que sopla dulcemente en tus oídos, y te dice:

—¡Qué luminoso es este mundo!

El hombre separa tu mano que te tapa los ojos y ves en el cielo un agujero sin fondo de color azul oscuro; empiezas a sentirte aturdido.

—Estás aturdido, ¿no es cierto? Cuando un hombre ve un milagro, siempre se siente aturdido, de lo contrario, no sería un milagro.

Dices que quieres sentarte.

—¡Tienes que perseverar! —ordena.

Dices que ya no puedes más.

—Tienes que perseverar, pase lo que pase; todo el mundo lo hace, ¿por qué tu no? —te reprocha.

Ya no aguantas más de pie, te caes bocabajo sobre la piedra y pides ayuda, tienes ganas de vomitar.

—¡Abre la boca! ¡Grita todo lo que tengas que gritar! ¡Llama a quien quieras!

Sigues las órdenes de ese tipo y gritas con todas tus fuerzas. Sigues sintiendo náuseas, y acabas vomitando sobre esa piedra sólida un líquido amargo.

La justicia, el ideal, la moralidad y los principios más científicos, las responsabilidades que te incumben, tu trabajo intelectual y tus esfuerzos físicos, las revoluciones ininterrumpidas, los sacrificios sin fin, Dios o los salvadores, los héroes o los hombres modélicos, el Estado y el Partido que lo domina, todo eso está edificado sobre la piedra.

Nada más abrir la boca, has gritado y caído en la trampa de ese tipo. La justicia que buscas es él; mientras te has lanzado a un combate encarnizado a todos lados, también has gritado sus eslóganes, has perdido tu propio lenguaje, todo lo que has repetido como un loro sólo eran palabras de lorito, has sido reeducado, han borrado tu memoria, has perdido tu cerebro y te has convertido en el discípulo de ese maestro. Has tenido que creer en él, has pasado a ser su criado, su cómplice, te has sacrificado por él, y a ti te han sacrificado como ofrenda a su altar cuando ya no te han necesitado, te han enterrado o incinerado con él para realzar su brillante imagen. Tus cenizas deberán dejarse llevar por su viento hasta que él repose definitivamente en paz y todo haya terminado. Entonces serás como esas innumerables motas de polvo y desaparecerás sin dejar huella.

21

Lin salía del cobertizo, situado a la entrada del gran edificio, con la cabeza gacha empujando la bicicleta. Esos últimos días, lo evitaba constantemente. Él le cerró el paso con su bicicleta y levantó expresamente la rueda delantera para chocar con la de Lin. Ella alzó la vista y le dirigió una sonrisa forzada, como si quisiera pedir perdón, como si lo hubiera arrollado ella.

—¡Salgamos juntos! —dijo él.

Pero Lin no tenía la intención de montarse en la bicicleta, como hacían antes, y dejar una cierta distancia entre ellos, para seguirlo a un lugar en el que no hubiera nadie. De hecho, durante esa gran revolución, todos los parques estaban cerrados por la noche. Caminaron uno al lado del otro empujando la bicicleta durante un buen rato, pero no sabían qué decir. Los muros que rodeaban las calles estaban cubiertos de eslóganes de los estudiantes rebeldes que recubrían los eslóganes de las viejas guardias rojas de sangre pura, tapando frases como «Eliminar a todos los monstruos». Todas las críticas se dirigían hacia los altos cargos políticos.

Other books

Skin Deep by Jarratt, Laura
Interview With a Gargoyle by Jennifer Colgan
The Duke's Deceit by Sherrill Bodine
The Contract by Zeenat Mahal
Sunwing by Kenneth Oppel
DevilsRapture by CloudConvert
Third Date by Leah Holt
Getting Over Mr. Right by Chrissie Manby