Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Dices que los recuerdos quizá le den fuerzas a ella, pero que para ti son auténticas pesadillas.
—Los sueños no son reales, mientras que los recuerdos se basan en cosas que han ocurrido de verdad, es imposible hacer que desaparezcan —dice con convicción.
—Claro —suspiras tú—, y además no es seguro que no vuelvan alguna vez.
—Pueden volver en cualquier momento si no estás alerta; es lo mismo que ocurre con el fascismo. ¡Si no se habla de él, si no se denuncia, si no se le fustiga, se corre el riesgo de que reaparezca en cualquier momento!
Cuanto más habla, más se enfurece, como si el sufrimiento de todos los judíos pesara sobre ella.
—¿Necesitas sufrir? —le preguntas tú.
—No se trata de que lo necesite o no, el sufrimiento está ahí, es real.
—¿Y qué quieres, cargar con todo el sufrimiento de la humanidad? ¿O como mínimo con el sufrimiento de la nación judía entera? —replicas.
—No, esa nación ha desaparecido desde hace tiempo, está desparramada por el mundo entero, yo tan sólo soy una simple judía.
—¿No es mejor? Es más humano.
Ella quiere confirmar su identidad, ¿y tú? Tú quieres justamente librarte de tu etiqueta de chino, no quieres el papel de un Jesucristo, no quieres que la cruz de esa nación te aplaste, ya has tenido suerte de que hasta ahora no te haya aplastado. Para hablar de política es demasiado tierna, y como mujer se calienta demasiado la cabeza; por supuesto, esas dos últimas frases no se las dices.
Unos jóvenes isleños modernos han entrado. Algunos llevan cola de caballo; todos son chicos. La acomodadora de alta estatura y de pelo rubio les hace tomar asiento cerca de vosotros. Uno de ellos dice algo a la acomodadora. La música está demasiado alta, la chica se inclina para poder oírlo, poco después suelta una carcajada, mostrando unos dientes de un blanco resplandeciente bajo los neones. Luego les acerca otra pequeña mesa redonda. Está claro que esperan a más gente. Dos chicos se acarician las manos, tienen un aspecto totalmente distinguido. Al poco, piden la bebida.
—¿Crees que después de 1997 los homosexuales podrán reunirse así? —te pregunta ella al oído acercándose a ti.
—En China no sólo era imposible que los homosexuales se reunieran en algún lugar, sino que si descubrían a uno de ellos, lo enviaban al
laogai,
o incluso lo podían fusilar.
Tú ya has visto los informes de la policía de la época de la Revolución Cultural, que más tarde se publicarían como documentos internos.
Ella se echa atrás en su asiento y no dice nada más. La música continúa igual de alta que antes.
—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta? —sugieres.
Ella empuja el vaso que no ha apurado y se levanta. Salís. La pequeña calle está demasiado iluminada por las luces de neón. Pasan muchas personas por ahí, y circulan en medio de una animación incesante por los distintos bares. También hay algunas pastelerías y cafeterías más distinguidas.
—¿Y estos bares, continuarán existiendo? —Está claro que habla de después de 1997.
—¿Quién sabe? Aquí tienen talento para los negocios, lo único que quieren es conseguir dinero. Esta nación es así, no tienen el mismo espíritu de arrepentimiento que los alemanes —dices tú.
—¿Crees que los alemanes tienen espíritu de arrepentimiento? Después de lo que ocurrió en Tiananmen en 1989, han continuado sus negocios con China como si no hubiera pasado nada.
—¿Podemos dejar de hablar de política? —preguntas tú.
—No puedes huir de eso —dice ella.
—¿Podemos huir al menos un poco? —insistes intentando ser lo más educado posible, esbozando una sonrisa.
Entonces te sonríe después de haberte mirado de hito en hito; luego dice:
—Bueno, vamos a comer, tengo hambre.
—¿Occidental o chino?
—Chino, por supuesto. Me gusta Hong Kong, siempre es tan vivo, y se come muy bien y barato.
La llevas a un pequeño restaurante con buena iluminación, muy animado, lleno hasta los topes. Ella habla en chino con el camarero regordete. Pides algunas especialidades y directamente un viejo vino de Shaoxing. El camarero trae una botella sumergida en un cubo de agua caliente; luego, después de colocar la botella y poner unas ciruelas confitadas en las copas, le dice a ella: «Habla chino realmente así...». Levanta el dedo pulgar y añade: «¡Es raro, muy raro!».
Se siente feliz. Comenta:
—En Alemania estoy demasiado sola. De todas formas prefiero China. En invierno en Alemania hay demasiada nieve. Al volver a casa, en la calle no hay nadie, cada uno se encierra en su casa; por supuesto, no son como en China, son grandes, no hay todos los problemas que has mencionado. En Francfort vivo en un ático, pero tengo una planta entera para mí sola. Si vienes, podrás quedarte en mi casa, tendrás tu propia habitación.
—¿No me quedaré en tu habitación? —aventuras tú.
—Sólo somos amigos —dice ella.
A la salida del restaurante, la calzada está cubierta de charcos, tú caminas por la derecha, ella por la izquierda. Estáis separados durante el camino. Tus relaciones con las mujeres nunca son fáciles. No sabes por qué fracasan ni por qué acaban enfriándose. Probablemente ya no tienes remedio. Es más fácil acostarse con una mujer que conocerla, tan sólo consigues tener encuentros fortuitos, para apaciguar un poco tu soledad.
—Ahora no tengo ganas de volver al hotel, paseemos un poco —dice ella.
Un bar da a la acera. Su gran ventanal apenas está iluminado por unas velas colocadas sobre las pequeñas mesas llenas de hombres y mujeres.
—¿Entramos? —preguntas tú—. ¿O vamos a la orilla del mar?, será más romántico.
—He nacido en Venecia y he crecido a la orilla del mar —replica ella.
—Entonces podemos decir que eres italiana, es una ciudad maravillosa, con un sol deslumbrante.
Tienes ganas de volver a calentar un poco el ambiente, dices que has ido a la plaza San Marcos, que a medianoche las terrazas de los cafés y de los restaurantes estaban llenas, que del lado del mar, una orquesta tocaba al aire libre. Todavía recuerdas que era el
Bolero
de Ravel, su tema repetitivo flotaba en la noche. Las jóvenes chicas que paseaban por la plaza llevaban en la muñeca, en el cuello o sobre los cabellos un círculo de plástico fosforescente que los vendedores ambulantes vendían por las calles. Se las veía ir de un lado a otro. Bajo los puentes de piedra, las parejas de enamorados estaban sentadas o tumbadas en las góndolas tranquilamente. Algunas llevaban incluso delante una lámpara con una vela y se deslizaban por la superficie negra del mar. En Hong Kong, en cambio, no hay gusto por lo refinado, sólo es un paraíso para comer, beber e ir de compras.
—Pero todo eso sólo se monta para los turistas —dice ella—. ¿Estabas de viaje?
—En aquella época no podía permitirme ese lujo, me invitó una asociación de escritores italianos. Una vez allí, me dije que sería maravilloso encontrar a una veneciana para quedarme en aquella ciudad.
Ella interrumpe.
—Es una ciudad muerta, sin el menor aliento, sólo vive para el turismo, no tiene más vida que esa.
—Sea como sea, allí la gente vive muy feliz —dices.
Añades que cuando volviste al hotel, en plena noche, las calles estaban casi vacías, pero dos jóvenes italianas continuaban divirtiéndose ante el hotel. Bailaban alrededor de un radiocasete que había en el suelo. Las miraste un buen rato y te sonrieron. Hablaban en italiano, pero, aunque tú no entiendas italiano, viste claramente que no eran turistas.
—Tuviste suerte de no entender lo que te decían; intentaban ligar contigo —dice ella fríamente—, eran prostitutas.
—No estoy seguro —reflexionas un momento—. De todos modos, eran muy cálidas y adorables.
—Los italianos son todos cálidos. Difícil decir si son adorables.
—Exageras un poco, ¿no? —preguntas.
—¿No les hiciste ninguna señal? —replica.
—No habría tenido suficiente dinero —dices.
—Yo tampoco soy una puta —dice.
Tú dices que es ella la que ha empezado a hablar de Italia.
—Nunca he vuelto.
—Bueno, no hablemos más de Italia.
Le echas una mirada, muy desanimado.
Una vez en el hotel, subís a la habitación.
—No hacemos el amor, ¿de acuerdo? —dice ella.
—De acuerdo, pero no podemos partir en dos esta gran cama.
Intentas ocultar tu desengaño.
—Podemos dormir cada uno en su lado, o charlar tranquilamente.
—¿Hablar hasta que amanezca?
—¿Nunca has dormido con una mujer sin tocarla?
—Claro, con mi ex mujer.
—Eso no cuenta, ya no la querías.
—No sólo no la quería, sino que, además, tenía miedo de que me denunciara...
—¿Por las relaciones con otras mujeres?
—No, era imposible tener otra mujer en aquella época, tenía miedo de que denunciara mis ideas reaccionarias.
—Porque no te amaba —dice ella.
—Ella tenía miedo, miedo de que le ocurriera cualquier desgracia por estar conmigo.
—¿Qué desgracia?
—Imposible hablar de eso en pocas palabras.
—No hablemos más de eso entonces. ¿Nunca has dormido con una mujer que amaras o que apreciaras sin hacer el amor?
Piensas un poco y dices:
—Sí, alguna vez.
—¡Eso está bien!
—¿Qué es lo que está bien?
—Debías de respetarla, respetar sus sentimientos.
—No necesariamente, apreciar a una mujer sin tocarla, si se duerme en la misma cama, es muy difícil.
Para ti, en todo caso.
—Eres sincero —dice ella.
Tú se lo agradeces.
—Inútil agradecérmelo, todavía no tengo pruebas, hay que verlo.
—Es la verdad. Ocurrió así; sin embargo, después, me supo mal no haber podido hacerlo, pero ya no la volví a ver.
—Eso quiere decir que a pesar de todo la respetabas.
—No, en realidad tenía miedo —dices.
—¿Miedo de qué? ¿De que te denunciara?
Dices que no se trataba de tu ex mujer, era otra; ella no pretendía denunciarte, estaba muy decidida a estar contigo, pero tú no te atreviste.
—¿Por qué?
—Tenía miedo de que los vecinos se dieran cuenta, era una época terrible en China; no tengo ganas de hablar de nuevo del pasado.
—Habla, si hablas te sentirás más aliviado.
Ella parece comprender.
—Es mejor no hablar más de asuntos de mujeres.
Piensas que ella se está comportando como si fuera una buena hermana.
—¿Por qué esto sería un asunto sólo de mujeres? Tanto los hombres como las mujeres somos todos seres humanos, siempre hay algo más aparte de las relaciones sexuales. Debe de ser también así entre tú y yo.
Ya no sabes de qué debes hablar con ella. De todos modos, no podéis meteros en la cama de inmediato. Examinas con atención un grabado de colores con el motivo cuidado en su cuadrado dorado.
Se quita las horquillas, se suelta el pelo y se desnuda mientras te explica que su padre volvió después a Alemania, que en Italia costaba ganarse la vida mucho más que en Alemania.
No le preguntas por su madre, guardas silencio prudentemente y te esfuerzas en no mirarla, pensando que no volverás a vivir de nuevo el sueño maravilloso de la noche pasada.
Ella entra en el cuarto de baño con un camisón largo. Deja la puerta abierta y continúa hablando mientras deja caer el agua:
—Fue después de la muerte de mi madre cuando empecé a estudiar chino en Alemania. Los estudios de la lengua china están muy desarrollados allí.
—¿Por qué aprender chino? —preguntas tú.
Ella dice que quería alejarse lo máximo posible de Alemania. Cualquier día, si los neofascistas levantaban cabeza, podían denunciarla. Habla de sus vecinos de la calle en que vivía, aquellos hombres y aquellas mujeres perfectamente civilizados y elegantes, que siempre saludaban con un ademán frío de cabeza al cruzarse con ellos. Cuando se los encontraba durante el fin de semana, limpiando su coche hasta que reluciera, como si fuera un zapato, ella debía pararse un instante para decirles algo, pero ¿quién sabe si un día, si alguna vez el ambiente cambiara, como en Serbia recientemente, no serían los mismos que venderían, cazarían, violarían y también masacrarían a los judíos? Ellos o sus hijos.
—El fascismo no existe sólo en Alemania, nunca has vivido realmente en China, el terror de la Revolución Cultural no tiene nada que envidiar al fascismo —dices con frialdad.
—Pero no es lo mismo, los fascistas cometen un genocidio sólo porque en tus venas corre sangre judía, no es una cuestión de ideología, de punto de vista político. No tienen teoría —argumenta, elevando la voz.
—¡Teoría de mierda! ¡No entiendes nada de China, tú no has vivido el terror rojo, esa enfermedad contagiosa puede hacer que todo el mundo se vuelva loco!—ahora empiezas a irritarte tú.
Ella ya no dice nada. Lleva un camisón ancho, el sujetador en la mano, sale del cuarto de baño y levanta los hombros en tu dirección. Se sienta al borde de la cama, con la cabeza gacha; su cara está pálida, se ha quitado el lápiz de labios y el rímel, lo que refuerza su tierna feminidad.
—Perdona, ha sido por el deseo sexual.
Intentas justificarte, luego ríes amargamente.
—Duerme, venga.
Enciendes un cigarrillo, ella se levanta y viene frente a ti, te abraza contra su dulce pecho y te acaricia el pelo, luego murmura:
—Puedes dormir a mi lado, pero no tengo ganas de sexo, sólo quiero hablar contigo.
Necesita sumergirse de nuevo en su historia, mientras que tú, tú tienes ganas de olvidar.
Necesita llevar a cuestas el sufrimiento de los judíos y la vergüenza de la nación germánica. En cuanto a ti, necesitas percibir gracias a su cuerpo que todavía estás vivo en este instante.
Ella dice que en este instante no siente nada.
Sólo volvió a su habitación de madrugada, cuando acabó el interrogatorio. Los guardias rojos encerraron en la sala de reunión de la institución a su colega Lao Tan, que compartía la habitación con él. Lo aislaron para someterlo a una investigación más profunda, por lo que no pudo volver a su cuarto. Una vez cerró la puerta, levantó una esquina de la persiana y vio que, en el patio, las lámparas de los vecinos estaban apagadas. Volvió a colocar bien la persiana y verificó minuciosamente que no se filtraba nada de la luz del día a través de la ventana. Entonces abrió la puerta de la estufa de carbón, cerca de la cual había dejado un cubo hasta la mitad de agua, luego empezó a quemar sus manuscritos. También quemó una pila de cuadernos de notas y diarios que escribió desde que entró a la universidad. La estufa era pequeña, tenía que arrancar las páginas una a una y esperar a que el fuego las redujera a cenizas antes de sumergirlas en el cubo de agua; eso para evitar que un pedazo de papel que no estuviera del todo calcinado volara al exterior.