El libro de un hombre solo (23 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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«¡Inclinad la cabeza ante las masas revolucionarias, Yu Qiuli debe reconocer sus crímenes!»

«¡Tan Zhenlin, ha llegado tu hora!»

Lin ya no llevaba el brazalete e intentaba esconder su cara, envuelta en un pañuelo grisáceo de grandes franjas, para no llamar la atención; también vestía ropa sencilla de algodón y de un color gris azulado, con la intención de pasar desapercibida entre la gente. Había perdido todo su encanto. Los restaurantes cerraban pronto por la noche, no había ningún lugar adonde ir y no podían decir nada; dos seres caminaban bajo el viento frío empujando sus bicicletas, dejando claramente algo de distancia entre ellos. Algunos trozos de
dazibaos
, levantados por el viento de arena, volaban bajo las farolas.

Estaba un poco emocionado, confrontado con ese combate a vida o muerte para conseguir algo de justicia, pero que claramente estaba acabando con su historia de amor con Lin, lo que le causaba una profunda tristeza. Seguía teniendo ganas de mantener su relación con ella, pero se preguntaba cómo abordar ese asunto y dar la vuelta a la situación con igualdad, para que se tratara únicamente de recibir el amor que Lin le despertaba. Quería mostrarle su solicitud y le preguntó por sus padres. Ella no respondió y continuaron caminando en silencio, sin saber qué decirse. Lin fue la primera que dijo algo.

—Tu padre parece tener problemas por su pasado.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó con cierta extrañeza.

—Sólo quiero que lo tengas en cuenta —respondió Lin en tono neutro.

—Nunca ha sido miembro de ningún partido —replicó de inmediato, siguiendo una especie de instinto de protección.

—Parece ser que... —continuó Lin antes de detenerse.

—¿Parece ser que qué? —preguntó, parando en seco.

—Sólo he oído rumores.

Lin siguió empujando su bicicleta sin mirarlo. Todavía creía que estaba por encima de él, siempre advirtiéndolo de algún peligro, protegiéndolo para que no hiciera tonterías. Pero él comprendió que si actuaba así ya no era por amor, era como si sospechara que le había ocultado su origen. Esa protección no estaba exenta de desconfianza. Por eso argumentó:

—Antes de la Liberación, mi padre era responsable de una sección del banco, también trabajó de jefe de departamento en una sociedad naviera y fue periodista en un periódico comercial privado, ¿qué tiene eso de malo?

También hubiera podido recordar que, cuando era niño, su padre escondía en el fondo de una cómoda, en una caja de zapatos llena de monedas de plata, un pequeño libro intenso,
Sobre la nueva democracia
de Mao, pero no lo dijo; era inútil. Se sintió de nuevo agraviado, más por su padre que por sí mismo.

—Dicen que tu padre era un directivo de alta categoría...

—¿Y qué tiene que ver? También ha sido un empleado auxiliar; luego lo despidieron, hasta estuvo una temporada sin trabajo, antes de la Liberación. ¡Nunca ha sido un capitalista y jamás ha representado al patronato!

Estaba indignado, pero de inmediato sintió su debilidad, ya no había forma de recuperar la confianza de Lin.

Ella continuaba en silencio.

Se detuvo ante un gran eslogan que acababan de pegar, dejó apoyada la bicicleta y preguntó a Lin:

—¿Qué más hay? ¿Dime quién lo ha dicho?

Ella evitaba mirarlo a los ojos y contestó cabizbaja:

—No me hagas preguntas, sólo intento prevenirte, basta con que lo sepas.

Ante ellos, un grupo de chicos y chicas que escribían consignas montaban en sus bicicletas con cubos de cola y pintura. En la pared, la tinta de los eslóganes todavía estaba fresca.

—¿Me evitas por eso? —preguntó él, subiendo la voz.

—No, claro que no. —Lin continuaba sin mirarlo a la cara; luego, siguió hablando en voz baja —: Eres tú el que ha querido que rompiéramos.

—¡Pienso mucho en ti, de verdad, no paro de pensar en ti!

Habló en voz alta, pero se sintió débil y desesperado.

—Déjalo, es imposible... —susurró Lin, sin mirarlo a los ojos. Volvió la cara y se dispuso a continuar su camino.

Él extendió el brazo para agarrar el manillar de la bicicleta de Lin y buscó su mirada, pero ésta bajó todavía más la cabeza.

—No hagas eso, déjame marchar; sólo te he prevenido de que tu padre puede tener problemas por su pasado...

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Los del departamento político? ¿O Danian? —preguntó, sin conseguir frenar su furia.

Lin se irguió y se puso a mirar hacia los vehículos y las bicicletas que pasaban sin cesar. No dijo nada.

—Mi padre no ha sido acusado de derechista.

Todavía intentaba justificarse, debía olvidar esas cosas. Recordaba que cuando su madre estaba viva dijo: «Por fin todo eso se ha acabado». Su madre pronunció esa frase cuando él todavía estaba estudiando en la universidad y había ido a casa a pasar la fiesta de la Primavera.

—No, el problema no es ese... —Lin volvió el manillar y puso un pie en el pedal.

—¿Cuál es el problema? —continuaba aferrándose a la bicicleta de Lin.

—Tenencia de armas... —Lin se mordió los labios, se subió a la bicicleta y se alejó de un fuerte pedaleo.

Le hervía la cabeza, le pareció ver lágrimas en los ojos de Lin, pero quizá fuera sólo una impresión, puede que solamente se compadeciera de sí mismo, de su suerte. La silueta de Lin sobre la bicicleta, con la cabeza envuelta en el pañuelo, se confundió con las otras siluetas de la calle. Los trozos de
dazibaos
arrancados y el polvo volaban bajo las farolas. Pronto desapareció. Fue probablemente en ese momento cuando se rozó con los eslóganes que acababan de pintar, manchándose de tinta y cola. Esa escena de ruptura con Lin quedó de este modo profundamente marcada en su memoria.

Distintos sentimientos se mezclaban en su interior. Se sentía completamente desconcertado; por eso no se subió de inmediato a la bicicleta. La acusación de «tenencia de armas» era muy grave y no paraba de darle vueltas en la cabeza. Cuando se dio cuenta de lo que significaba, decidió que no tenía más opción que rebelarse hasta el final.

Su banda, compuesta por una veintena de personas, irrumpió en la callejuela que hay junto al Zhongnanhai, y, tras cruzar el umbral de la gran puerta púrpura, fuertemente vigilada, exigieron que el dirigente que afirmaba representar al Comité Central fuera a su institución para constatar las faltas cometidas y rehabilitar a los funcionarios y a los miembros de masas que habían sido tachados de elementos antipartido. Cuando entraron en la oficina, los recibió un viejo revolucionario que desde hacía tiempo tenía el rango de coronel y que estaba al mando del lugar. Comparado con los dirigentes de su institución, tan pusilánimes y fríos en sus palabras, tenía un aspecto imponente, sentado firme en su sillón de cuero tras una mesa enorme. No se levantó.

—No puedo complaceros. Vi a muchos jóvenes como vosotros cuando hacía la revolución y me ocupaba de los movimientos de masas, ¿quién sabe dónde estabais vosotros en aquella época? Sin embargo, no soy de esos que se pasan todo el tiempo vanagloriándose de lo que han hecho.

El dirigente tomó la palabra con una voz firme y clara. Tenía el mismo tono y la misma actitud que debía de adoptar cuando hablaba en las asambleas.

—¡Es bueno que los jóvenes quieran rebelarse! Yo también me rebelé, hice la revolución, e hicieron la revolución contra mí, yo también he cometido errores. De todos modos, tengo más experiencia que vosotros. Os pido perdón en este momento si he dicho algo incorrecto o herido los sentimientos de algunos camaradas que se han sentido justamente indignados. ¿Qué más queréis que haga? ¿Acaso vosotros creéis que nunca os equivocaréis? ¿Pensáis que siempre tendréis razón? Yo no me atrevería a afirmarlo de forma categórica. Aparte del Presidente Mao, que siempre será correcto y no podemos dudar de él, ¿quién de entre nosotros puede realmente afirmar que nunca comete errores?

El grupo de rebeldes, que había llegado lleno de ira y con sed de justicia, en ese momento se calmó y escuchó pacientemente las palabras de admonición en silencio. Él comprendió el mensaje subliminal que había en ese discurso, la irritación del viejo y el peligro que se escondía detrás. Puesto que encabezaba al grupo, le preguntó:

—¿Usted sabe que, después de que diera esa orden de movilización, nos obligaron a todos a hacer una autocrítica de madrugada, que más de cien personas han sido calificadas de elementos antipartido, y a muchos se les ha abierto un expediente? ¿Puede dar la orden al comité del Partido de nuestra institución de que proclame la rehabilitación de todos y destruya esos documentos en público?

—Cada uno sabe lo que hace. Es el problema de vuestro comité del Partido. ¿Las masas nunca tienen problemas? Yo no puedo garantizaros nada, ya os lo he dicho, sólo me puedo responsabilizar de lo que yo he dicho, lo que yo he dicho personalmente.

El dirigente se levantó con clara impaciencia.

—En ese caso, ¿puede repetir lo que acaba de decir en las mismas condiciones que cuando dio su orden de movilización? —preguntó, ya que le era imposible echarse atrás.

—Para eso, necesitaría la autorización del comité central del Partido. Trabajo para el Partido, tengo que respetar la disciplina; no puedo decir lo que me dé la gana.

—Pero ¿quién le autorizó a dar esa orden de movilización?

Había sobrepasado los límites y medía el peso de sus palabras. Bajo las espesas cejas grises, el dirigente clavó la mirada en él y declaró con frialdad:

—Yo soy responsable de las palabras que pronuncio; el Presidente Mao todavía cuenta conmigo, no me ha destituido. Lo que yo digo, lo asumo yo.

—En ese caso, ¿podemos anotar lo que acaba de decir y pegar un
dazibao
para que llegue a conocimiento de las personas? Somos representantes de las masas, deberemos rendirles cuentas.

Cuando acabó de hablar, miró a los compañeros que estaban a su lado, pero nadie soltó ni una palabra. El dirigente lo miraba fijamente, comprendió que lo desafiaba en un combate desigual, pero no tenía otra escapatoria. Entonces dijo:

—Vamos a anotar las palabras que acaba de pronunciar y le pediremos que las verifique.

—Joven, admiro su valor.

Sin perder su prestancia, el dirigente se volvió y franqueó una pequeña puerta, en la que nadie se había fijado, situada detrás de su escritorio. Ésta se cerró de inmediato y frente a ellos sólo quedó un sillón vacío. Durante mucho tiempo recordó aquella frase a la vez amenazadora e irónica.

El barrigudo secretario del comité del Partido estaba de pie en la gran sala haciendo su autocrítica en una sesión de investigación. Había perdido la prestancia que tenía unos meses antes, cuando se sentaba al lado del dirigente del Comité Central. Farfullaba frase a frase, como si le costara descifrar las palabras, con unas gafas de présbita, sujetando con las dos manos un texto algo alejado del micrófono que tenía delante.

—He interpretado mal el deseo del comité central del Partido. He aplicado... unas directivas inapropiadas. He perjudicado... el entusiasmo revolucionario de los camaradas, sinceramente...

En ese instante el camarada Wu Tao se aclaró la voz y habló más alto.

—... sinceramente, me disculpo ante mis camaradas aquí presentes...

Inclinó ligeramente la cabeza en una actitud de total sinceridad.

—¿Qué directivas son inapropiadas? ¡Explíquese con mayor claridad!

Una voz le interpeló de entre los asistentes. Wu apartó la vista del texto y miró por encima de la montura de sus gafas. Las personas de la sala se miraron unas a otras. Wu volvió al texto y continuó leyendo frase a frase, todavía con mayor lentitud, separando cada palabra claramente.

—¡Nosotros, los viejos revolucionarios, tenemos muchos problemas nuevos, hemos actuado siguiendo nuestra antigua experiencia, según los antiguos esquemas y, en la situación actual, eso no podía... funcionar!

No dejaba de pronunciar palabras oficiales vacías, lo que hacía que los asistentes empezaran a impacientarse. Probablemente sintió que lo interrumpirían de nuevo. De pronto, dejó de mirar el texto y alzó la voz para afirmar:

—¡Yo mismo he dictado algunas directivas equivocadas, me he equivocado!

Wu dejó su texto e hizo un ademán demostrando que intentaba modificar las palabras ambiguas.

—¿A qué se refiere con lo de los antiguos esquemas? ¡Hable con más claridad! ¿Se está refiriendo a la lucha antiderechista?

Esta vez fue una mujer quien se levantó, una jefa de oficina, miembro del Partido, que había sido acusada de elemento contrario al Partido. Wu la miró por encima de las gafas y no supo qué responder.

—¿Cuáles son los antiguos esquemas? —repitió ella—. ¿Está hablando de hacer salir a las serpientes de sus nidos como en la época del movimiento antiderechista?

La mujer estaba indignada, le temblaba la voz.

—Eso es, eso es —dijo Wu, bajando la cabeza de inmediato.

—¿Quién fue el responsable de la directiva? ¿Qué tipo de directiva era? ¡Dígalo claramente! —prosiguió la mujer.

—Camaradas dirigentes del Comité Central, el comité central de nuestro Partido...

Wu se quitó las gafas para poder ver a la mujer claramente entre los asistentes.

Sin flaquear, la mujer alzó la cabeza y volvió a preguntar, todavía más alto:

—¿De qué Comité Central está hablando? ¿De qué dirigentes? ¿Cómo le han transmitido esas directivas? ¡Dígalo!

Las personas que asistían a esa sesión comprendieron perfectamente que el sacrosanto Comité Central estaba dividido, y que el Buró Político del comité central del Partido estaba siendo reemplazado por el grupo dirigente de la Revolución Cultural del Comité Central —cuartel general proletario del Presidente Mao. El cuartel general que daba órdenes al camarada Wu Tao ya no tenía poder para controlar a la gente.

La sala retumbaba. Sin embargo, Wu Tao, como secretario del comité del Partido, todavía respetaba la disciplina. No respondió, pero adoptó un tono de profunda tristeza para insistir en voz alta:

—¡En nombre del comité del Partido, pido disculpas a los camaradas que han sido sometidos a la rectificación!

Bajó de nuevo la cabeza. En aquel momento todo su enorme cuerpo se inclinó hacia adelante, parecía estar pasándolo realmente mal.

—¡Queremos ver la lista negra! —gritó un hombre de mediana edad, un funcionario miembro del Partido que también había sido sometido a la rectificación.

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