Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
—¡Vuestro comité del Partido está dando la espalda a la orientación general de la lucha, se opone a la línea revolucionaria del Presidente Mao!, ¡no dejéis que os controlen! Si no tienen nada que ocultar, ¿por qué temen tanto a un
dazibao
?
Danian se separó del grupo en silencio y se dirigió a las guardias rojas de la institución:
—¡No dejéis que ese tipo apestoso engañe a la gente haciéndose pasar por un guardia rojo! ¡Arrancadle el brazalete!
El joven alzó el brazo en el que llevaba anudado su brazalete, protegiéndolo con la otra mano, y continuó gritando:
—¡Camaradas guardias rojas! ¡Os habéis equivocado de orientación! ¡Separaos de vuestro comité del Partido y haced la revolución, no seáis secuaces de los dirigentes seguidores del camino capitalista! Id a ver lo que está pasando en los campus universitarios, allí los rebeldes proletarios ya triunfan; aquí, todavía estáis bajo el yugo del terror blanco...
Obligado a retroceder, el joven acabó pegado a la pared. Suplicó la ayuda de la gente que lo rodeaba, pero nadie se atrevió a sacarlo de allí.
—¿Quiénes son tus camaradas? Tú, que desciendes de terratenientes de mierda, ¿te haces pasar por un guardia rojo? ¡Arrancadle ese brazalete! —ordenó Danian.
Varios se lanzaron a quitarle el brazalete, y, a pesar de su corpulencia, el joven no consiguió resistir a sus adversarios. Sus gafas volaron y acabaron hechas añicos por los pies de la gente que lo rodeaba. Al final consiguieron arrancarle el brazalete. Ese vástago revolucionario que poco antes estaba seguro de que tenía razón, en aquel momento se encontraba apoyado en la pared, protegiéndose la cabeza con las dos manos. Se puso en cuclillas y se echó a llorar, convirtiéndose inmediatamente en un pobre hijo de perra.
Lao Liu llegó tambaleándose, lo empujaban hacia todos los lados y le repetían las acusaciones que pesaban sobre él. A pesar de todo, era un viejo revolucionario que había vivido muchas cosas, no era tan frágil como su hijo. Quiso levantar la cabeza para decir algo, pero los guardias rojos se la apretaban brutalmente para que la bajara.
Entre la gente, contemplando en silencio la escena, él decidió rebelarse a su manera. Se zafó del trabajo y se fue a dar una vuelta a las universidades de las afueras del oeste. En el campus de la universidad de Beijing, hasta los topes de gente, de entre los
dazibaos
que cubrían las paredes de los edificios vio el de Mao Zedong, que por supuesto había sido copiado: «Mi
dazibao
: ¡Fuego al cuartel general!». Cuando volvió al despacho de su institución, continuó muy emocionado y alterado, y, en la calma de la noche, también escribió un
dazibao
. No esperó a que otros lo firmaran cuando llegaran al trabajo, porque temía que cuando se despertara por la mañana perdiera el valor. Tenía que pegarlo a medianoche, cuando todavía mantenía su ardor. Las masas necesitaban tener héroes como portavoces para pedir la rehabilitación de las personas que habían sido acusadas de oponerse al Partido.
En los pasillos vacíos del edificio, las hileras de los antiguos
dazibaos
se balanceaban por la fuerza de las corrientes de aire. El sentimiento de soledad que le invadía le proporcionó esa fuerza que necesita todo héroe. La tragedia hizo nacer en él un deseo de justicia. Así fue como entró en la sala de juegos de azar, pero entonces no tenía claro si realmente quería jugar o, mejor dicho, jugársela. De todos modos, creía haber encontrado la fórmula para luchar por su supervivencia al mismo tiempo que pasaba por un héroe.
Los elementos audaces que fueron tachados de antipartidistas al principio del movimiento, no las tenían todas consigo, y los activistas que seguían al comité del Partido no habían recibido ninguna directiva de los órganos superiores. Su
dazibao
provocó un silencio absoluto. Durante dos días lo dejaron solo, sumido en su sentimiento patético.
La primera reacción a su
dazibao
fue una llamada del gran Li, encargado de la gestión del depósito de libros, en la que le proponía que se vieran. Li y un joven muy delgado, pequeño Yu, que era un mecanógrafo, lo esperaban delante del cuarto de las calderas del patio.
—¡Estamos de acuerdo con lo que dices en tu
dazibao
, podemos actuar juntos! —dijo Li mientras le estrechaba la mano para mostrarle que eran compañeros de lucha.
—¿Qué origen social tienes? —preguntó Li. Hasta los rebeldes tenían que tener en cuenta el origen social de cada uno.
—Empleado de origen —respondió sin otra explicación; ese tipo de preguntas siempre le molestaban.
Li lanzó una mirada interrogativa a Yu. Alguien vino con un termo a por agua caliente y permanecieron los tres en silencio. Cuando llenó el termo, el hombre se marchó.
—Díselo —añadió Yu.
—Queremos fundar un grupo de guardias rojos rebeldes —dijo Li—para oponernos a ellos. Nos reuniremos mañana por la mañana, a las ocho, en la casa de té del parque Taoranting, al sur de la ciudad.
Otra persona vino a por agua. Se separaron inmediatamente y fingieron que no estaban juntos, que cada uno iba por su lado. Habían fijado un encuentro secreto; si no iba, sería un signo de debilidad.
* * *
Al alba de aquel domingo hacía mucho frío, el camino estaba cubierto de hielo que crujía bajo los pasos como si fuera cristal. Había quedado con cuatro jóvenes en el parque de Taoranting, en el sur de la ciudad. Las viviendas de la institución estaban muy lejos de allí, en el norte, y no era muy probable que encontraran a alguien que los conociera. El día estaba gris, el parque desierto, y en esa época extraordinaria los juegos recreativos estaban cerrados. Mientras caminaba sobre aquel suelo cubierto de hielo que crujía a cada paso que daba, tenía la sensación de ser un apóstol que debía salvar al mundo.
La casa de té que había cerca del lago estaba casi vacía; una cortina gruesa de algodón tapaba la puerta. Dentro, tan sólo se encontraban dos ancianos sentados frente a frente, cerca de la ventana. Una vez reunidos, se sentaron en el exterior, alrededor de una mesa. Todos se calentaban las manos con una taza de té hirviendo. Primero cada uno presentó su origen social, como requisito previo para rebelarse bajo la bandera roja.
El padre del gran Li era vendedor en una tienda de cereales, su abuelo reparaba calzado, había muerto. Al principio del movimiento, Li se sometió a una «rectificación» porque había pegado un
dazibao
sobre el secretario de la célula del Partido del depósito de libros. Yu era el más joven, llegó como mecanógrafo a la institución hacía menos de un año, después de conseguir el diploma de enseñanza secundaria. Sus padres trabajaban en una fábrica. Como tenía cierta tendencia a llegar tarde al trabajo y a marcharse pronto, lo apartaron de las guardias rojas. Otro, que se llamaba Tang, era mensajero en una motocicleta, soldado desmovilizado. No lo podían criticar por su origen social. Era un gran orador a quien, según él Mismo decía, le encantaba el
xiangsheng
[33]
y por eso no lo admitieron en las guardias rojas. Faltaba otro que no pudo acudir porque debía ocuparse de su madre, que estaba hospitalizada; pero Li habló en su lugar para decir que él apoyaba sin condiciones a los rebeldes y que los acompañaría en la lucha contra los conservadores.
Le llegó el momento de tomar la palabra. Acababa de decidir que iba a explicarles que no estaba cualificado para ser un guardia rojo, que él no debía entrar en esa organización; pero, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, el gran Li le dijo, agitando la mano:
—Todos nosotros conocemos tu situación, queremos que los intelectuales revolucionarios como tú se unan a nosotros. ¡Hoy todos los que hemos venido a participar en esta reunión formamos el núcleo de las guardias rojas del pensamiento de Mao Zedong!
Fue tan fácil como eso, no tuvieron que discutir nada más. Ellos se reconocían como continuadores revolucionarios que evidentemente querían defender las ideas de Mao Zedong, y, como afirmaba Li:
—En las universidades, los rebeldes ya han provocado la caída de las viejas guardias rojas, ¿qué esperamos nosotros? ¡Triunfaremos!
Una vez regresaron al edificio vacío de su institución, pegaron esa misma noche por todos lados su declaración de guardias rojas rebeldes y grandes eslóganes dirigidos al comité del Partido y a las guardias rojas. Colocaron dazíbaos hasta en el patio y en la puerta de entrada del edificio.
Antes de que amaneciera, salió de la institución y llegó a su pequeña vivienda, donde la estufa se había apagado desde hacía tiempo. El cuarto estaba helado; su entusiasmo también se enfrió. Una vez bajo las mantas, reflexionó sobre el sentido de su acción y las probables consecuencias que podían derivarse, pero estaba muerto de cansancio y se quedó dormido inmediatamente. Cuando se despertó, ya había anochecido y se sentía bastante embotado. La presión a la que había estado sometido para poder defenderse día y noche durante varios meses se liberó de repente. Continuó durmiendo durante toda la noche.
Se levantó temprano para ir al trabajo. No había imaginado que pudiera haber tantos
dazibaos
que se hacían eco de sus mismas demandas por todo el edificio. En ese instante, si no se había convertido en un héroe, al menos era un valiente hacia el que iban dirigidas todas las miradas. El ambiente tenso del despacho se relajó de golpe. Los mismos que lo habían estado evitando venían a su encuentro y lo saludaban con una enorme sonrisa en los labios. La vieja señora Huang, que días antes se había sometido a una autocrítica a lágrima viva, le tomó de la mano y le dijo sin soltarlo:
—Habéis dicho lo que todos nosotros tenemos en el corazón, ¡vosotros sois las verdaderas guardias rojas del Presidente Mao!
Ese cumplido parecía recién sacado de una película revolucionaria, como cuando los habitantes del pueblo reciben a los soldados del Ejército Rojo que los ha liberado. El texto era idéntico. Lao Liu, impasible, lo miró fijamente haciendo una mueca; luego, inclinó en silencio la cabeza con respeto. Él, su superior jerárquico, lo estaba esperando para salvarse. Pero nadie sabía que eran sólo cinco los jóvenes que se habían asociado y preparado precipitadamente, ni que, si se transformaron de repente en una fuerza imposible de parar, fue simplemente porque se anudaron un brazalete, rojo, en el brazo.
Algunos pegaron juntos una proclama para anunciar que abandonaban las antiguas guardias rojas. Entre ellos se encontraba Lin. Ese gesto le hizo sentir una cierta esperanza, quizá podrían recuperar su antigua intimidad. En la cantina, a mediodía, la buscó con la mirada por todas partes, pero no la vio. Probablemente ella lo estaba evitando, se dijo.
En un pasillo del edificio se encontró de frente con Danian, que pasaba por allí. Éste prosiguió su camino a toda prisa e hizo como que no lo había visto; ya no parecía tan arrogante.
El gran edificio de la institución, con todos sus despachos, parecía una inmensa colmena jerárquica según los diferentes niveles de poder. Cuando el poder vaciló, todos los enjambres de abejas empezaron a agitarse. En los pasillos, los trabajadores hablaban en pequeños grupos; por todos los lugares por donde pasaba, inclinaban la cabeza como claro signo de que estaban de acuerdo con él, o lo paraban para charlar incluso personas que no conocía, como había sucedido durante la fase de la eliminación de los malhechores, cuando mucha gente quería hablar con los secretarios de las células del Partido o con los funcionarios políticos. En pocos días casi todo el mundo se manifestó a favor de la rebelión, y en todas las secciones se formaron equipos de combate, fuera del control del Partido y de la Administración. Él, un simple redactor, se había convertido en una personalidad en esa institución perfectamente jerarquizada. De pronto, lo respetaban como si fuera un jefe. Las masas necesitan tener líderes para hacer como el rebaño de ovejas, que nunca se aleja del que lleva una campana, aunque éste actúe bajo los latigazos de otro y no sepa adonde debe ir. Al menos él ya no tenía que estar en su despacho todos los días; nadie le preguntaba adónde iba ni de dónde venía. Pasaron a otro las pruebas de imprenta que dejaban en su mesa habitualmente, éste empezó a corregirlas en su lugar, y a él ya no le encargaron ninguna otra tarea.
Volvió a su casa antes de que acabara la jornada laboral y, cuando estaba en el patio, vio a un hombre con el pelo desgreñado y la ropa sucia que estaba sentado en la escalera que conducía a su vivienda. Se quedó estupefacto al reconocer al hijo de sus vecinos, a quien todos llamaban Tesoro cuando era niño. Hacía tiempo que no lo veía.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó.
—Por fin te encuentro, ¡pero no puedo explicártelo todo en dos palabras! —suspiró Tesoro, el rey de los niños de la calle en la infancia.
Descorrió el cerrojo. La puerta de la vivienda de al lado, en la que vivía el viejo jubilado, estaba abierta. Asomó la cabeza.
—¡Un antiguo compañero de clase; acaba de llegar del sur!
Desde que llevaba un brazalete rojo ya no prestaba mucha atención a su viejo vecino, y volvió a su habitación sin dar más explicaciones. El viejo asintió riendo, mostrando sus escasos dientes y agitando las arrugas que cubrían su rostro. Luego entró en su vivienda y cerró la puerta.
—Me he escapado —explicó Tesoro—. Ni siquiera he traído una toalla ni un cepillo de dientes; me he mezclado con unos estudiantes que venían a Beijing a hacer el
chuanlian
.
[34]
¿Tienes algo de comer? Hace cuatro días y cuatro noches que no como nada decente, sólo me quedan estas monedas que no me atrevo a gastar. Me he mezclado con los estudiantes en el puesto de recogida; he conseguido dos pequeños panes y tomado un tazón de arroz hervido.
Nada más entrar en la habitación, Tesoro sacó de sus bolsillos algunas monedas y unos pocos billetes que colocó sobre la mesa. Luego, añadió:
—Salté por la ventana en plena noche, si no, al día siguiente me habría tenido que someter a una sesión de lucha contra toda la escuela. Acusaron a un profesor de gimnasia del colegio de haber tocado los senos de una alumna durante los ejercicios, lo consideraron un mal elemento, y los guardias rojos lo golpearon hasta matarlo.
Tesoro tenía la frente arrugada y la cara marcada por el sufrimiento. ¿Qué había sido del diablillo de su infancia que iba en verano con el torso desnudo y tenía el pelo cortado al rape? Tesoro era particularmente ágil en el agua: nadaba, buceaba, hacía el pino buceando. Cuando él fue a aprender a nadar al lago, a escondidas de su madre, se atrevió a tirarse gracias a su amigo. Tesoro era dos años mayor que él y le sacaba más de media cabeza. Cuando se peleaba, era muy violento con los niños que le buscaban las cosquillas. Él, cuando estaba a su lado, no tenía ningún temor. Nunca habría imaginado que un día su amigo, que era antes un héroe dispuesto a pelear hasta el final, recorrería un gran camino para refugiarse en su casa. Tesoro le explicó que, después de conseguir el diploma del instituto pedagógico, le ofrecieron dar clases de lengua en una escuela de cabeza de distrito. Desde el principio del movimiento, el secretario de la célula del Partido decidió que fuera el chivo expiatorio.