El libro de un hombre solo (18 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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Cuando estaba estudiando en segundo ciclo de secundaria, se enamoró de una chica más joven que él, con la que sólo habló durante un baile en la fiesta de fin de año. Durante toda la noche, no paró de seguir a la chica, que llevaba una blusa de flores azules sobre fondo rojo. Dondequiera que ella fuera, allí iba él. Después de la fiesta ya amanecía, o quizá fuera el reflejo de la nieve bajo las farolas, siguió a la muchacha durante todo el camino de regreso. Ella caminaba delante riéndose con sus compañeras y a veces se volvía. Él sabía que hablaban de él.

No creía que se pudiera tocar a una chica así. Cuando salió del cine con Wuzi, evitó la avenida y se metió por una callejuela, de la mano de la muchacha. Ella era muy dócil. Caminaba con la cabeza gacha mirándose los zapatos y a veces chutaba algún pedrusco. Cuando llegaron a un rincón al que no daba la luz de las farolas, tomó el brazo de Wuzi para atraerla hacia él. Ella negó con la cabeza y lo miró con los ojos bien abiertos, luego dijo:

—Los chicos sois muy malos.

Él dijo que él no era así, sólo quería besarla.

—¿Por qué? —preguntó alzando los ojos y dejándolos bien abiertos.

La soltó y le dijo que todavía no había besado a ninguna chica. Wuzi le dijo que dejara que se lo pensara. El bajo la cabeza y no esperaba que ella le dijera:

—Bueno, pero sólo una vez.

Apoyó su boca contra los labios apretados de la chica y se separó de inmediato. Wuzi tenía los ojos cerrados, abrió la boca levemente, entonces él la besó de nuevo, saboreando esta vez los labios suaves y carnosos. Dirigió la mano hacia un seno de la muchacha por debajo de la ropa, la joven murmuró:

—No me hagas daño...

Deslizó la mano bajo la ropa y la desplazó sobre los senos en punta, pero no quiso, y ni siquiera se le pasó por la cabeza, plantear hacer el amor a una chica que realmente no amara. Era imposible que lo pensara en aquel momento, esa chica sólo le parecía generosa.

Unos días después, recibió una carta de Wuzi en la universidad. Con un estilo muy sencillo, le preguntaba si volvería a pasar allí las vacaciones del próximo verano.

Aquel verano no pudo volver a su casa, era la época de la gran escasez que siguió al «Gran salto adelante». Durante las vacaciones, los estudiantes tenían la obligación de prestar un servicio voluntario, que consistía en ir a las colinas del oeste a hacer agujeros para plantar árboles. Todos padecían hidropesía y desnutrición, pero tenían que comportarse como «buenos hombres» y «hacer buenas obras», aunque fueran cosas estúpidas. Y así donó sus días libres. Durante aquellas vacaciones de verano, se arrepintió de no haber llegado más lejos cuando estuvo con Wuzi.

16

En el taxi, camino al aeropuerto, no habéis hablado casi nada. Os habéis dicho todo lo que teníais que deciros, y además tampoco es el mejor lugar.

En el momento de pasar la aduana, ella te estrecha en sus brazos con dulzura, como una amiga, como ya te ha dicho. Te da un beso breve y se va, sin volverse.

Te has fijado que tiene unas ojeras muy pronunciadas, aunque esté maquillada. Seguramente tú tampoco debes de tener muy buena cara. Habéis pasado varios días seguidos sin dormir, tres noches en blanco, desde que os visteis en el teatro. Durante esos días y esas noches no habéis parado de hacer el amor, hasta la extenuación, hasta caer rendidos el uno sobre el otro. Tú también estás agotado. Después de este frenesí repentino y esta separación tan sencilla, como si fuerais dos simples amigos, no sabéis si alguna vez os volveréis a ver.

Al salir del aeropuerto el sol te molesta a los ojos, un vapor caliente sube del suelo, las personas que esperan un taxi forman una larga cola, y tú estás hecho polvo. Una vez dentro del vehículo, el conductor te pregunta adonde quieres ir. Durante un momento dudas; luego, sin pensártelo demasiado, dices «A Zungwan», el barrio más animado de la ciudad. No tienes ganas de quedarte en el hotel, de volver a encontrar una cama vacía. La imagen de su cuerpo desnudo está demasiado ligada a esa habitación, a esa cama, a tus sentimientos; ya te habías acostumbrado a hablarle, a decirle lo que sentías. En realidad era lo mismo que te decías para tus adentros, pero, al estar allí, se había convertido en tu compañera, y acababas hablando para ella. Consiguió entrar en lo más profundo de tu ser. Tú poseíste su cuerpo, pero ella poseyó tu corazón.

—¿A qué lugar quiere ir de Zungwan?

El conductor se ha dado cuenta de que vienes del continente y te hace la pregunta en chino mandarín, aunque con bastante dificultad.

Estabas con los ojos cerrados, medio dormido; miras a tu alrededor y preguntas:

—¿Ya hemos llegado?

—Sí, ¿a qué calle le llevo?

El taxista ha parado el coche y, a través del retrovisor, ves su cara de fastidio, porque no tiene ganas de dar vueltas para llevarte a un destino que ni siquiera tú pareces tener claro. Pagas y te bajas. La calle está cercada de grandes edificios y en ese momento no sabes dónde estás. Empiezas a caminar hacia ningún lugar en concreto. Curiosamente, hay poca gente en la calle. Es raro, porque este barrio suele ser uno de los más movidos de la ciudad. Hoy hay pocos coches y pasan a toda velocidad, sin formar los habituales atascos. Te das cuenta de que las tiendas están cerradas; sólo los escaparates siguen igual. Los altos edificios tapan buena parte del sol, que tan sólo ilumina la mitad de la calzada. Te sientes como un sonámbulo en pleno día.

Recuerdas que ella dijo que tenía que volver a Francfort el lunes. Su empresa tenía una reunión de negocios con los socios chinos. En ese momento te das cuenta de que es domingo. Durante la mañana de ese día de descanso, las familias o los amigos quedan para comer en todo tipo de restaurantes, es un placer para los habitantes de Hong Kong, siempre tan ocupados.

Con los ensayos, las representaciones, las comidas, las cenas, las citas y las entrevistas, desde hace un mes, todavía no has tenido la ocasión de estar solo, sin nada que hacer, deambulando por las calles del centro. Estás empezando a familiarizarte con la ciudad, pero crees que es posible que no puedas volver, como también es posible que no vuelvas a ver nunca más a Margarita. Te gustaría poder tenerla más cerca, mostrarle sin tapujos tus sufrimientos, entregarte, de ese modo, al placer.

Esa última noche ella te pidió que la violaras; no era un juego sexual, quiso que la ataras de verdad, que le ataras las manos, que la golpearas con el cinturón, que golpearas ese cuerpo que detesta, esa carne violada, vendida, que ya no le pertenecía; quería transmitirte esa sensación.

Le ataste las muñecas con sus medias, tomaste el cinturón por la hebilla metálica y la golpeaste muy flojo dos veces. En la oscuridad te echaste a reír; debías hacerle entender que se trataba de un juego. Ella deseaba que la humillaran sexualmente, también se rió.

Pero no era lo que ella quería, quería que la golpearas de verdad. Empezaste a darle golpes cada vez con más fuerza. Oías los azotes del cinturón sobre su carne, esa carne que se encogía, pero no te decía que pararas. No sabías hasta dónde aguantaría. De pronto, lanzó un grito de miedo, e inmediatamente tiraste el cinturón al suelo y empezaste a acariciarla. Te llamó cerdo, se soltó una mano y se sentó. Le pediste perdón, se tumbó en la cama, tú te tumbaste sobre ella, notaste en tu rostro las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, y tus lágrimas se juntaron con las de ella. Le dijiste que no podías violarla, que ya no estabas excitado.

Ella dijo que no podías comprender su sufrimiento, el sufrimiento por haberse hecho mujer demasiado pronto, después de la violación, y que lo único que querías de ella era la satisfacción sexual.

Tú le dijiste que la amabas, que justamente por eso no podías violarla, detestabas la violencia.

Ella dijo que tus lágrimas se lo demostraban, que, al llorar, eras más sincero, y se mostró dulce y cálida. Estuvo acariciando tu cuerpo desnudo durante un buen rato.

Eres toda una mujer, le dijiste. No, una mujer desvergonzada, dijo ella. Tú le dices que no, que es una buena mujer. Ella dice que no, que tú no sabes, que, más tarde, puedes detestarla. Ella no puede vivir como una mujer normal, nada puede satisfacerla, le gustaría vivir contigo, pero es imposible. Pide que le perdones su naturaleza neurótica, no es que no quiera vivir tranquila, pero nadie puede darle esa calma y serenidad, tú no podrías casarte con ese tipo de mujer, sólo quieres conseguir con su cuerpo un placer que necesitas.

Tú dices que tienes miedo al matrimonio, que tienes miedo de que una mujer te persiga otra vez. Ya has estado casado, has comprendido lo que era el matrimonio; la libertad para ti es lo más preciado de este mundo, pero no puedes evitar amarla. Ella dice que tampoco puede ser tu amante, que es muy probable que tengas una mujer, y que, si no la tienes en ese momento, seguro que encontrarás a una, que realmente eres tierno y sincero y que todo es relativo, que no quiere alabarte demasiado. Tú dices que ella también es una mujer adorable. Ella te contesta que no es así con todos los hombres, que sólo se ha entregado a ti porque te aprecia, tú también le has dado bastantes cosas, eso es recíproco. Añade que conoce a los hombres desde hace tiempo, ya no se hace falsas ilusiones, el mundo es tan realista. Ella es la amante de su jefe, pero él pasa todos los fines de semana con su mujer y sus hijos. Ella es su amante sólo durante los días laborables o cuando van de viaje juntos; él también la necesita para sus negocios en China.

Su voz ronca, su sensualidad, su sinceridad, capaces de conmover a cualquiera, al igual que su cuerpo generoso, han avivado tu sed, han hecho resurgir tus recuerdos y las reminiscencias dolorosas que soportas gracias al deseo sexual. Continúas sintiendo su voz, como si te murmurara al oído y te comunicara su dulzura, mezclada con el olor de su cuerpo. Tu deseo, tanto tiempo reprimido, ha podido liberarse gracias a ella; esa evocación no sólo te ha aportado dolor, sino también placer. Necesitas seguir hablando con ella para recuperar tus recuerdos, los detalles que creías haber olvidado te vuelven a la cabeza cada vez con mayor nitidez.

Delante de ti, los cristales del rascacielos del Banco de China reflejan, como un espejo, los pedazos de nubes blancas que deambulan por el cielo azul. Los habitantes de la ciudad opinan que esa construcción triangular, con ángulos agudos como cuchillas, parece un enorme cuchillo de cocina que atraviesa el corazón de la ciudad y eso no debe de ser bueno para la geomancia. Al lado, otro gran edificio que pertenece a un grupo financiero muestra unos aparatos metálicos extraños. Da la sensación de que esa construcción intente en vano competir con la otra; ése es el carácter de los habitantes de la ciudad. La residencia de estilo isabelino del Legislative Council ya no llama la atención; rodeada de esos grandes edificios, realmente se ha convertido en el símbolo de una época que pronto verá su fin.

Cerca del Legislative Council, en el jardín en que se encuentra la estatua de bronce de la Reina, hay mucha gente, al borde de las fuentes, en las galerías, en las aceras. Algunas personas forman pequeños grupos en medio de las calles. Crees que has ido a parar a una manifestación, pero la gente habla animadamente, muchos ríen, algunos han colocado sobre la hierba manteles repletos de comida y de los radiocasetes sale música pop, sólo falta ponerse a bailar.

Te sorprende ver que las personas almuerzan en el césped, entre los edificios, calle tras calle. Las cruzas y llegas frente al Prince's Building, donde se venden toda clase de productos de lujo; sobre la puerta cerrada han colocado una bandera en la que está impresa la imagen de un Cristo que sufre. Un pastor está predicando en ese momento, mientras los fieles se confiesan al aire libre. El ochenta o noventa por ciento de las personas que se encuentran allí son mujeres de piel muy oscura. Piensas, de pronto, que probablemente son las sirvientas filipinas que trabajan en las casas de los ricos y vienen a pasar el domingo a ese lugar. Se ganan la vida en Hong Kong y envían el dinero a casa para alimentar a su familia. Estás rodeado de un incesante parloteo que no comprendes; tampoco percibes la angustia de los que han abandonado su hogar.

¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener ese paisaje social? ¿Lo reemplazará el de los nuevos inmigrantes que lleguen del continente? En todo el mundo se persigue a los inmigrantes: ¿será este lugar una excepción? Tampoco se trata de alimentar falsos temores; los grandes edificios que se alzan hasta el cielo azul y casi tocan las nubes blancas no corren el riesgo de hundirse de pronto; la isla de Hong Kong no se transformará en un desierto. En ese preciso instante, mientras te mezclas con la multitud, te sientes terriblemente solo. Y siempre ha sido ese sentimiento de soledad el que te ha salvado. De todos modos, no eres Jesucristo, no tienes que sacrificarte por nadie, aunque también es cierto que tampoco resucitarás. Lo más importante para ti es poder vivir lo mejor posible en el presente.

Penetras de nuevo en las tinieblas que su voz te ha traído, como un sonámbulo que pasea sin rumbo, tambaleándose, a la vista de todos, y confundiéndose con esa masa de gente. Los recuerdos recientes se mezclan con los antiguos.

Llamas a Margarita, te diriges a ella en tu fuero interno: el hombre nuevo es un espantoso cuento de niños. Hoy ya no necesitas expiar más culpas ni errores, ya no necesitas reeducarte para llevar una nueva vida. Ese país de hombres honestos y limpios, esa sociedad nueva, no era nada más que un fraude; cuestionó a un individuo que estaba confuso e indeciso, pero lleno de vitalidad, que era incapaz de explicar sus actos y que, de golpe, perdió su razón de ser.

Lo que te gustaría decirle a Margarita es que ella tampoco tiene que purificarse, ni confesarse, y que no podrá volver a vivir su vida, tan sólo es ella misma, como tú eres tú mismo.

Una mujer te ha dado la vida, el paraíso está en la caverna de la mujer, madre o puta. Prefieres entrar en un caos oscuro a hacerte el hombre honesto, el hombre nuevo o el santo.

Bajo el viaducto donde estás, circula una fila ininterrumpida de coches. Es una vía muy concurrida habitualmente y que permite pasar de los grandes edificios de un lado a los mercados del otro, pero hoy, domingo, hay pocos viandantes. Apoyado en la barandilla, miras la gran avenida que pasa bajo el viaducto; un sueño enorme te invade. Todavía faltan dos representaciones de tu obra: a las dos de la tarde, dentro de poco más de una hora, y esta noche, a las siete. Después de la última representación, tienes que hacerte una fotografía con el grupo de actores. Luego cenaréis algo por ahí. Seguro que la noche será movida. Deberías dormir un poco, pero no tienes ganas de volver al hotel, todavía piensas en ella, en vuestro frenesí antes de separaros, en el olor de su cuerpo, en tu esperma que embadurna su pecho opulento.

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