Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
—¿Qué lista negra? —replicó Wu, confuso.
—¡Durante la investigación, seguro que tenían una lista negra con los nombres de los que pensaban enviar a los campos de reeducación por el trabajo!
De nuevo era la mujer quien gritaba, pálida de ira, con el cabello enmarañado.
—¡Nunca ha habido ninguna lista negra! —negó de inmediato Wu, inclinándose para tomar el micrófono—. ¡No tenéis que hacer caso de esos rumores! ¡Os aseguro, camaradas, que nuestro comité del Partido no tiene ese tipo de listas! ¡Os garantizo en nombre del Partido que no existe esa lista! Algunos camaradas han sido maltratados injustamente, nuestro comité del Partido ha atacado a algunos de manera inapropiada, ha cometido errores, todo eso lo reconozco, pero no hay lista negra que valga...
Antes de que acabara de hablar, en la parte delantera izquierda de la sala, algunas personas se agitaron. Alguien abandonó su asiento y se dirigió hacia el estrado.
—¡Tengo algo que decir! ¿Por qué no me dejáis hablar? Si realmente no existe esa lista, ¿de qué tenéis miedo?
Lao Liu trataba de zafarse del funcionario de seguridad que le impedía subir al estrado.
—¡Dejad que hable el camarada Liu! ¿Por qué se lo impedís? ¡Dejadle hablar!
Entre los gritos, Lao Liu franqueó los obstáculos y subió al estrado. De cara a los asistentes, señaló a Wu Tao y dijo:
—¡Este hombre miente! Desde el principio del movimiento, cuando empezaron los primeros
dazibaos
, el comité del Partido convocó una reunión de urgencia y dio la orden de que todos los secretarios de célula de cada departamento hicieran un listado de clasificación política de todos los empleados. ¡El departamento político tiene esa lista desde hace tiempo! Y, sobre todo, desde que decidieron llevar a cabo las investigaciones...
Los asistentes explotaron. Muchos se levantaron de sus asientos y empezaron a gritar:
—¡Que vengan los miembros del departamento político!
—¡Hay que traer a los miembros del departamento político para que declaren!
—¡Traigan esa lista negra!
—¡Sólo la izquierda tiene derecho a rebelarse! ¡No la derecha!
Otra persona se puso a gritar, dejó su asiento y se fue abriendo paso para ir hacia el estrado. Esta vez era Danian.
—¡Hacer la revolución no es un crimen! ¡Tenemos razón al rebelarnos!
Fue el gran Li el que gritó esa consigna. Tenía la cara de color escarlata y estaba de pie sobre una silla. El desorden reinaba entre los asistentes, todos se levantaban de sus asientos y había una gran confusión.
—Hace treinta y seis años que estoy en el Partido. Nunca me he rebelado contra el Partido, mi historia está limpia, el Partido y las masas pueden examinarla...
Lao Liu no había acabado de hablar cuando Danian lo agarró, nada más subir al estrado.
—¡Vete de aquí! ¡No tienes derecho a hablar, estás contra el Partido, eres un arribista, has escondido a tu padre terrateniente, no tienes derecho a hablar!
Danian hizo bajar a Lao Liu del estrado retorciéndole el brazo.
—¡Camaradas! Mi padre no era terrateniente, sostuvo el Partido durante la guerra de Resistencia contra Japón; el Partido ha adoptado una política especial hacia los
shenshi
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sensatos, se hicieron informes sobre eso, los podéis consultar...
Algunos de los guardias rojos que arrancaron el brazalete del hijo de Lao Liu subieron a la tribuna. Empujaron a Liu brutalmente y éste acabó en el suelo.
—¡No hay que golpear a la gente! ¡Los que reprimen el movimiento de las masas revolucionarias tendrán un mal fin!
El también estaba totalmente encendido y gritaba a pleno pulmón.
—¡Vamos, subamos!
El gran Li agitó la mano, lanzó un grito y se subió a unas sillas para acceder al estrado. Su grupo estaba al completo en ese momento.
Los dos grupos se situaron frente a frente, cada uno gritaba sus eslóganes. Reinaba una gran confusión, pero no llegaban a las manos.
—Camaradas, camaradas guardias rojos, camaradas guardias rojos de los dos lados, es mejor que cada uno vaya a su asiento...
Wu daba golpes sobre el micrófono, pero nadie lo escuchaba. Los funcionarios del departamento político no se atrevían a intervenir, todos estaban de pie en la sala, en la que reinaba un desconcierto total. Sin saber muy bien cómo, llegó hasta la tribuna, le quitó a Wu el micrófono de las manos y gritó:
—¡Si Wu Tao no capitula, lo aplastaremos!
De inmediato, los asistentes respondieron gritando y decidió de repente proclamar:
—¡El comité del Partido no tiene derecho a convocar más este tipo de asamblea destinada a engañar a las masas! ¡Si alguien debe convocar una reunión, debemos ser nosotros, las masas revolucionarias!
Los aplausos estallaron en la sala. Había conseguido desbloquear la situación de enfrentamiento con los guardias rojos; se había convertido en el dirigente que necesitaban las masas desorientadas.
El secretario del comité del Partido había perdido todo su poder de disuasión y se convirtió en el punto de mira de las fuerzas presentes. Incluso aquel dirigente del Comité Central, que lo manejaba desde atrás, se puso a salvo cortando todo contacto. Era imposible localizarlo por teléfono, y el camarada Wu Tao, que había aplicado las «directivas inapropiadas», se convirtió en un chivo expiatorio dentro del juego político.
No sabías qué había sido de Margarita; ella, que te empujó a escribir este libro de mierda. Ya no podías ir hacia adelante ni hacia atrás, no podías hacer nada. A nadie le interesaban esas viejas historias, esos sufrimientos que hasta tú encontrabas aburridos. Al final de todas las cartas que escribía, trazaba una estrella amarilla de seis puntas después de su firma; no podía olvidar que era judía, mientras tú intentabas borrar justamente las huellas del sufrimiento.
La llamaste por teléfono más de diez veces, pero siempre te salía el contestador automático, que soltaba largas frases en alemán de las que sólo entendías una palabra: Peter... Sólo una invitación a dejar un mensaje, pero nunca te volvió a llamar. En su última carta decía: búscate a una chica alegre. Ella no podía vivir contigo, dos sufrimientos juntos sería demasiado doloroso, tenía ganas de tener una familia estable, quería tener un hijo, ser madre, ¿un niño judío de padre chino podía ser feliz? En sus cartas en chino, se dejaba algunos trazos en bastantes caracteres, eran difíciles de comprender, estaba claro que no eran de alguien del continente, no escribía tan bien como hablaba. Cuando hablaba en chino, el lenguaje fluía, era familiar, sensual; hasta las palabras que empleaba cuando hablaba de sexo eran tan naturales, que conseguía hacerte sentir su dulzura y su humedad. Sus cartas eran más frías, te empujaban lejos de su cuerpo y de sus sentimientos y los toques de burla sólo te entristecían. Esto es lo que entendías al leerlas: ya tenía más de treinta años, no podía errar por el mundo contigo. La próxima vez, ¿os veríais en París o en Nueva York? ¿Un Ulises eterno, una Odisea moderna? Sólo podías considerarla una aventura pasajera, una entre tantas otras. Lo que tú querías de ella, ya te lo había dado, y se acabó. Ella no podía convertirse en tu mujer, debíais quedaros en eso, en amigos, y cada uno seguir su camino. Ser amigos para siempre era posible, pero ella no tenía ninguna intención de convertirse en tu amante. Por lo tanto, búscate una francesa, haz el amor con ella, satisfará tus fantasías, te inspirará, pero no evocará tus sufrimientos. No te costará mucho encontrar a ese tipo de mujer, una puta como tú quieres, mientras que ella, lo que deseaba era la paz y la tranquilidad, una familia que le pudiera endulzar la vida. En todo caso, no buscaba más sufrimiento, y si no conseguía librarse del suyo era porque le faltaba seguridad, y eso tú no podías dárselo.
No consigues encontrar a la mujer que te escuche hablar del infierno terrestre. Nadie quiere escuchar tus verdades caducas, prefieren ir a ver las películas de terror o de catástrofes de Hollywood, con sus fantasmas fabricados. Si escribieras una historia de sadismo, quizá conseguirían algo de excitación en el momento de hacer el amor, puede que llegaran al orgasmo, pero nadie querría hablar contigo, tendrías que hablar a solas.
Así que mejor que continúes con este análisis, esta rememoración y este diálogo contigo mismo.
Debes encontrar la ponderación, ahogar la ira que has acumulado, avanzar tranquilamente, para contar esas impresiones mezcladas, esos recuerdos que te vienen continuamente, esos pensamientos en los que no ves nada claro y descubres hasta qué punto todo eso es difícil.
Buscas un modo de descripción muy sencillo, quieres recurrir al lenguaje vacío de adornos para exponer la vida tal como es, totalmente contaminada por la política, pero tampoco es fácil. Te gustaría librarte de la política que se filtra por todos los lugares y se pega íntimamente a la vida de las personas, tanto en el lenguaje como en los actos, y de la que nadie podía librarse en aquella época. Te gustaría describir al individuo mancillado por esa política, pero no quieres entrar en los detalles de esa política repugnante, y para eso tienes que volver al estado en que «él» se encontraba en aquella época y, si quieres transmitirlo exactamente tal como fue, todavía es más difícil. Muchos de los hechos que se amontonan en sucesivas capas de tu memoria corren el riesgo de parecer exagerados. Tienes que evitar adornar la historia, no te apetece contar historias de sufrimiento. Sólo debes describir las impresiones y el estado de ánimo de entonces; para hacerlo, debes borrar de forma meticulosa tus ideas actuales y dejar de lado lo que piensas hoy en día de todo aquello.
Su experiencia se acumula en los pliegues de tu memoria. Qué hacer para desplegarlos capa tras capa y separarlos uno a uno con el fin de poder estudiar por separado y con una mirada fría todo lo que ha vivido: tú eres tú, él es él. Y a ti te cuesta mucho volver a sentir lo que «él» sentía entonces. Hoy casi no lo reconoces, no tienes que colocarle tu seguridad y tu satisfacción actuales, debes guardar cierta distancia, contener tus emociones, para examinarlo mejor. No debes confundir tu furia con su vanidad y su estupidez; tampoco debes ocultar su miedo y su cobardía. Todo eso es tan difícil; no lo ves nada claro. Tampoco debes caer en su autoestima y su masoquismo, sólo debes observar y escuchar atentamente y no dejarte llevar por los sentimientos. Debes dejar que salga de tu memoria el «él», ese niño, ese adolescente, ese hombre que no se ha hecho adulto, ese superviviente que soñaba a plena luz del día, ese discípulo de la extravagancia, ese tipo que cada día se hacía más astuto, ese «tú» del pasado, que era perverso pero todavía no había perdido su capacidad intuitiva, que mantenía aún algunos sentimientos de compasión. No debes arrepentirte ni justificarte por «él». Sin embargo, cuando lo observas y cuando lo escuchas, sientes una tremenda tristeza, y no debes dejar que este sentimiento te afecte. Cuando descubras ese «él» disimulado bajo su máscara, para poder observarlo, deberás transformarlo en ficción, en un personaje sin ninguna relación contigo, que esperaba que lo descubrieras. Sólo esa narración podrá darte el placer de escribir y solamente así la curiosidad y el deseo de buscar aparecerán de forma espontánea.
No tienes que hacer de juez ni tampoco debes considerarlo una víctima. La ira y el dolor que perjudican al arte deben ceder su espacio a la observación. De todos modos, lo que realmente cuenta no son tus juicios de valor o su justa indignación, ni tu tristeza o su dolor, sino el propio proceso de observación.
En aquellos días, los
dazibaos
y las consignas cubrían los muros de las calles, las farolas estaban completamente cubiertas, había eslóganes hasta en el suelo. Muchos coches con megáfonos recorrían la ciudad sin parar, desde la mañana hasta la noche, y repetían a todo volumen las citas de Mao con música. Las octavillas volaban por los aires; el ambiente era todavía más animado que en un día de fiesta nacional. Los dirigentes del Partido, de todas las secciones, los mismos que antes pasaban revista al pueblo desde la tribuna de Tiananmen,
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ahora se encontraban de pie en sus camiones sin cubierta. Los rebeldes los exponían a la gente. En la cabeza llevaban todo tipo de sombreros de papel, en forma de cucurucho, algunos tan altos que se los llevaba el viento, lo que les obligaba a aguantárselos con las dos manos. Otros tenían directamente en la cabeza una papelera y en el cuello una pancarta en la que estaba escrito su nombre con tinta negra y tachado en rojo. Cuando empezó esta revolución, a principio del verano, los estudiantes de secundaria utilizaron esta forma de lucha contra sus profesores y directores. Al principio del otoño las guardias rojas hicieron lo mismo con los elementos de las «cinco categorías negras». En pleno invierno, siguiendo el ejemplo que dio el Gran Líder cuando formó un movimiento campesino en Hunan, el objetivo se desplazó hacia los revolucionarios del Partido que no tenían más profesión que la lucha de clases.
En la tribuna de la espaciosa sala, el gran Li hizo agachar la cabeza a Wu Tao, que en ese momento todavía estaba recalcitrante, ya que, como cualquier hombre que tenga algo de dignidad, no aceptaba someterse tan fácilmente. Li le dio un puñetazo en la barriga que le obligó a doblarse por el dolor y le cambió el color de cara. Desde ese momento ya no levantó más la cabeza.
Él se instaló en la tribuna cubierta por un tejido rojo, en el lugar que antes ocupaba Wu, y presidió la asamblea de lucha convocada por las masas de todas las facciones. En estos actos, cada vez más violentos, tenía la sensación de estar sentado sobre un polvorín, y era consciente de que si controlaba la violencia, también lo destituirían. Durante la asamblea, en plena animación general, llamaron uno tras otro a los miembros del comité del Partido. Debían quedarse de pie delante del estrado, aprender a inclinar la cabeza ante los asistentes, confesar sus malos actos, las palabras inapropiadas y denunciar las acciones de Wu Tao. Reconocieron sus errores, aunque argumentaron que seguían órdenes de arriba, pero nadie dio su opinión personal. Sin embargo, el vicesecretario del comité del Partido, Chen, un hombre alto, delgado y encorvado como una gamba seca, tuvo una repentina inspiración y denunció a Wu por haber confiado recientemente a los elementos centrales del comité del Partido: «El Presidente Mao ya no quiere nada de nosotros».