En mi decisión de dejar Hawái también había contado el hecho de que Stina acababa de perder a sus tres hermanos en la guerra y estaba destrozada. Vivíamos en el mismo pueblo donde los cuatro habían crecido y en los últimos tiempos mi mujer había empezado a sufrir alucinaciones; afirmaba verlos en cada esquina o bar, y estaba convencida de que los fantasmas de los hermanos habían vuelto para decirle
aloha
. Un médico me aconsejó un cambio de aires, así que decidí llevarla a la antítesis del mundo tranquilo y silencioso que conocía y mostrarle una ciudad con un glamour y unas pretensiones insuperables.
Nos habíamos conocido en 1940 en un mitin organizado para denunciar los aparentes planes de Roosevelt de involucrar a Estados Unidos en la contienda. Asistí como observador interesado, pues en mi vida había pasado por varias guerras, aparte de haber perdido a un par de sobrinos en conflictos armados. Era consciente de que la guerra solía arruinar la vida de las per sonas. Por todo ello me oponía a la intervención estadounidense en lo que entonces consideraba un pequeño conflicto en Europa. Ahora sabemos, naturalmente, que entrar en la guerra era la única opción correcta, pero cuando me senté en la sala y escuché lo que tenía que decir una joven esbelta subida a una tarima, no pude por menos de coincidir punto por punto con su discurso. Parecía una quinceañera, tenía la piel cobriza y aterciopelada y una abundante y larga cabellera negra. Mi primera impresión fue que si salía incólume de los estragos de la adolescencia se convertiría en una mujer muy hermosa. A continuación, lógicamente, me pregunté cómo era posible que una simple muchacha absorbiera a tal punto la atención de un público de adultos y caí en la cuenta de que la había subestimado. En realidad tenía casi veinte años, y aunque era infinitamente más joven que yo —mucho menor incluso de la edad que representaba—, me cautivó (por lo general me siento atraído por mujeres que han superado la flor de la juventud e incluso han entrado en la primera madurez).
Stina estaba absolutamente en contra de la guerra. Llamaba déspota a Churchill y tildaba a Roosevelt de incompetente. Aseguraba que, mientras ella hablaba, en la Casa Blanca estaba reunido el gabinete de guerra con el propósito de arrastrar al país a un conflicto innecesario con un país de tercera, Alemania, que no hacía sino vengarse de las injusticias que había sufrido a raíz del tratado de Versalles veinte años atrás. Habló con vehemencia, pero su discurso se centró más en propagar sus principios antibelicistas que en aclarar por qué esa guerra en particular era diferente de las demás. Pese a todo, sus palabras hicieron mella en mi conciencia y cuando terminó su discurso fui a felicitarla.
—Tiene un acento raro —comentó tras las presentaciones—. No lo reconozco. ¿De dónde es usted?
—Nací en Francia —respondí—, pero he viajado mucho a lo largo de mi vida. Quizá mi acento sea el resultado de un batiburrillo de lenguas.
—Pero ¿se considera francés?
Reflexioné unos segundos; nunca me lo había planteado así, como si después de todos esos años la cuestión de mi nacionalidad se hubiera vuelto intrascendente en comparación con el hecho de mi existencia.
—Supongo que sí —contesté al fin—. Quiero decir que nací y pasé mi infancia y la mayor parte de mi adolescencia en Francia, pero desde entonces sólo he vuelto allí un par de veces.
—¿Por qué? ¿Acaso no le gusta? —preguntó sorprendida.
A lo largo de mi vida he observado la visión romántica que muchas personas tienen de los franceses y su tierra natal; mi decisión de vivir lejos de mi país las confunde (por lo general es gente que nunca ha estado en Francia).
—Digamos que cada vez que vuelvo me meto en un lío u otro —comenté, y cambié de tema—: ¿Y usted? ¿Siempre ha vivido en Hawái?
—Sí. Mis padres murieron, pero tanto mis hermanos como yo… —titubeó buscando las palabras adecuadas— no concebimos vivir en otra parte. Es nuestro hogar.
—En mi caso, aún no he encontrado nada parecido —repuse con un suspiro—. Ni siquiera sé si seré capaz de reconocerlo cuando lo encuentre, si es que lo encuentro.
—Aún es joven —dijo, y la ironía de su afirmación nos hizo reír a los dos—. Tiene mucha vida por delante.
Los hermanos de Stina eran auténticos caballeros, y al tiempo que la conocía fui aficionándome a la compañía de los tres jóvenes, en cuya casa pasé muchas veladas agradables. A veces jugábamos a las cartas, otras Macal, el mayor, tocaba la guitarra (era un virtuoso), y otras charlábamos y bebíamos zumos o vinos de la isla sentados en el porche. Aunque al principio no les hizo mucha gracia la diferencia de edad entre su hermana y yo —es decir, la diferencia de edad que ellos calculaban—, trabamos amistad bastante rápido, pues eran hombres inteligentes y enseguida advirtieron que mi interés por Stina no era deshonesto ni malintencionado. Y así, cuando nuestro amor prosperó y anunciamos que íbamos a casarnos, los hermanos se alegraron por nosotros y disputaron por el honor de acompañar a Stina al altar.
Nuestra noche de bodas fue la primera que dormimos juntos, pues mi mujer no había consentido que fuera de otra manera, y, después de su primera negativa, yo no había vuelto a abordar el asunto, tanto por respeto a ella como a sus hermanos. En el viaje de novios recorrimos en kayak las paradisíacas islas cercanas a Hawái. Fue una época maravillosa; creo que nunca he estado más cerca del paraíso.
Entonces la guerra llegó a América, y sobre todo a Hawái, como consecuencia del ataque a Pearl Harbor. Pese a las ideas antibelicistas de la familia, los tres jóvenes corrieron a alistarse. Stina estaba muy angustiada, pero sobre todo se sentía furiosa con sus hermanos, a quienes acusó de traicionar sus principios pacifistas. Al contrario, se defendieron ellos, aún pensaban que la guerra era un error y que los estadounidenses jamás deberían haberse involucrado en ella, pero, puesto que lo habían hecho y Japón había atacado a su país —y muy cerca de su casa, además—, no tenían más remedio que alistarse. O sea, que se oponían pero respondían al primer llamamiento de armas, y nada les haría cambiar de idea. Stina me suplicó que hablara con ellos para que reconsideraran su decisión, pero yo sabía que sería inútil: los tres eran hombres de principios y una vez tomaban una resolución —sobre todo una que les creaba tanto conflicto interior— no había vuelta atrás. Así que se marcharon, y murieron uno tras otro antes de que la guerra llegase a su fin.
Stina no perdió el juicio por completo. Las alucinaciones, aunque le causaban molestias y preocupación, no eran síntomas de un intelecto que se desmoronaba ni de un cerebro enfermizo, sino más bien las imágenes de su tristeza. Ni siquiera cuando veía a sus hermanos de pie delante de ella pensaba que fuesen otra cosa que dolorosos recuerdos de unos tiempos más felices que no iban a volver. Así fue como resolvimos marcharnos cuanto antes. Abandonaríamos Hawái por un tiempo y viviríamos en California, donde yo volvería a trabajar y ella cuidaría de la casa; incluso nos planteamos tener hijos, pero la cosa quedó en nada. Llevaríamos una vida diametralmente opuesta a la única que había conocido Stina y que me había hecho feliz durante veinte años, e intentaríamos volver a ser dichosos.
Descubrí que no había perdido mi antigua habilidad para moverme en los círculos adecuados y al poco tiempo trabé amistad con Rusty Wilson, vicepresidente de la NBC. Nos conocimos en un campo de golf y pronto empezamos a jugar juntos con regularidad; como teníamos el mismo nivel, los partidos eran muy reñidos y no se decidían hasta el último hoyo. Un día le comenté que quería trabajar de nuevo. Al principio se puso un poco nervioso, sin duda porque pensó que me había relacionado con él para pedirle trabajo.
—Si quieres que te sea sincero, Rusty —añadí a fin de tranquilizarlo—, no lo hago por dinero. Soy un hombre muy rico y no necesito trabajar un día más en toda mi vida. Pero me aburro, ¿entiendes? Tengo que hacer algo. He pasado los últimos —iba a decir «veinte o treinta años», pero me frené a tiempo— dos o tres años sin hacer nada y me muero de ganas de embarcarme en alguna empresa otra vez.
—¿A qué te dedicabas? —preguntó, aliviado al saber que no buscaba un empleo para ganarme el sustento—. ¿Has trabajado alguna vez en el mundo del espectáculo?
—Oh, sí —contesté, y solté una carcajada—. Podría decirse que toda mi vida he estado en el mundo de las bellas artes. Me he ocupado de la gestión administrativa de varios grandes proyectos en Europa. En Roma, por ejemplo, me encargaron la construcción de un teatro de la ópera que rivalizara con los de Viena y Florencia.
—Detesto la ópera —dijo Rusty con desdén—. A mí dame un Tommy Dorsey y déjate de memeces.
—Trabajé en una exposición en Londres que atrajo a seis millones de visitantes.
—Odio Londres —masculló él—. Es tan frío y húmedo… ¿Qué más?
—He trabajado para los Juegos Olímpicos, la inauguración de varios museos importantes; incluso trabajé en la Met…
—Vale, vale —dijo, levantando la mano para que me callara—. Ya lo he pillado. Te has movido mucho y ahora quieres probar en la televisión. ¿Me equivoco?
—Es un medio que no conozco —expliqué—. Y me gusta variar. Mira, si algo sé es cómo se monta un espectáculo y qué hay que hacer para atenerse a un presupuesto. Se me da bien esa clase de trabajo. Y aprendo rápido. Te aseguro, Rusty, que jamás has conocido a nadie que haya estado en el mundo del espectáculo tanto tiempo como yo.
Por entonces pasábamos ratos muy agradables y no me costó mucho convencerlo. Afortunadamente, creyó cuanto le había contado sobre mis anteriores trabajos y no me pidió referencias ni números de teléfono para contactar con personas que hubieran colaborado conmigo en el pasado (menos mal, pues todas estaban muertas y enterradas hacía mucho tiempo). Me llevó a la sede de la NBC y recorrimos todo el edificio. Me quedé impresionado. En ese momento había varios programas en producción; en cada uno de los platos insonorizados, un público variopinto dirigía la mirada al chico del letrero para saber cuándo tenía que reír, cuándo aplaudir y cuándo patalear para manifestar entusiasmo. Visitamos las salas de edición y me presentó a un par de directores que apenas me miraron a la cara. Eran hombres calvos de mediana edad que sudaban copiosamente, sostenían un cigarrillo encendido entre los labios y llevaban gafas de montura de concha. Observé que en las paredes había muchas más fotos de estrellas cinematográficas —Joan Crawford, James Stewart, Ronald Colman— que de sus equivalentes televisivos, y pregunté la razón.
—Así nos sentimos más en Hollywood y los actores tienen con qué soñar —explicó Rusty—. Mira, existen dos tipos de estrellas televisivas: las que pretenden dar el salto al cine y las que ya no consiguen ningún papel en el cine. O vas hacia arriba o vas hacia abajo. No es una profesión muy envidiable, la verdad.
Acabamos la visita en el suntuoso despacho de Rusty, que dominaba el solar de la NBC, donde los actores, técnicos, secretarias y aspirantes a estrellas estaban inmersos en una actividad frenética. Nos sentamos en un par de flamantes sofás alrededor de una mesa de vidrio cercana a una chimenea, a unos seis metros de su escritorio de caoba, y me pareció que Rusty se sentía muy orgulloso de todo ese despliegue de riqueza y poder.
—Hace un par de días me encontraba sentado exactamente donde estoy ahora —recordó—, ¿y a que no te imaginas a quién tenía enfrente, ocupando el sofá donde estás ahora y suplicándome que le diera un programa de televisión?
—¿A quién?
—Gladys George —contestó en tono triunfal.
—¿Quién? —Ese nombre no me decía nada.
—¡Gladys George! ¡Gladys George! —vociferó, como si pretendiera refrescarme la memoria a fuerza de gritos.
—Lo siento, pero no sé quién es. Jamás he oído…
—Gladys George era una estrella de cine hace unos años. Fue candidata a un Oscar a mediados de los años treinta por
Carrie la valiente.
—Ni idea. No la he visto. Ya no voy mucho al cine.
—Los Tres Chiflados hicieron una parodia sobre esa película un par de años después. Seguro que la has visto.
Curlie el violento
. ¡Era tronchante!
Solté una risita de cumplido.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo! —mentí con desfachatez. Si quería trabajar en el mundo de la televisión y el cine sería mejor que no mostrara mi ignorancia sobre él—. ¡Muy buena!
Curlie el..
. ejem…
—Gladys George estaba a punto de convertirse en una gran estrella —me interrumpió—, pero cayó en desgracia cuando se puso a contar a todo el que quisiera escucharla (un verdadero batallón, como imaginarás) que el gran Louis B. Mayer tenía un lío con Luise Rainer a espaldas del marido de ésta. Era sabido que Mayer y Clifford Odets no podían verse (unos años antes lo había llamado miserable comunista), pero el rumor no era cierto. Gladys estaba dolida porque Mayer siempre daba los mejores papeles a Luise, a Norma Shearer, a Carole Lombard o a la putilla a la que intentara ligarse. Bueno, el caso es que cuando Mayer se enteró de lo que Gladys chismorreaba sobre él, para desquitarse dejó de darle trabajo, pero no le rescindió el contrato. Y ahora que acaba de recuperar su libertad, ningún estudio la quiere. Por eso acudió a mí.
—Entiendo —dije, esforzándome por seguir el hilo de su relato. Desde luego, mucho tendría que aprender sobre Hollywood si quería trabajar allí, y me admiré de cómo la ciudad se nutría de esa clase de cotilleos, los cuales podían arruinar o lanzar al estrellato a una actriz—. ¿La contrataste?
—Dios mío, no —respondió, negando con vehemencia—. ¿Bromeas? Una chica como ésa sólo significa una cosa para un hombre como yo: problemas.
Permanecí callado mientras pensaba en qué habría querido decir.
—Entiendo —repetí por fin, muy sonriente.
Imaginé que la gente no cesaba de ir a pedirle trabajo. Que esa semana ya habrían pasado unas cien personas por el sofá en que estaba sentado yo y que mi única función era mantenerlo caliente para el siguiente ocupante. Toda esa puesta en escena, el recorrido por el edificio y los enormes estudios insonorizados, el aspecto regio de los despachos de Rusty, los nombres importantes que dejaba caer como si tal cosa, la clarividencia para decidir quién puede trabajar en Hollywood y quién no, iba dirigida a mí. Me puse de pie y le estreché la mano; en ese momento me pareció que su mensaje era claro: para conseguir un trabajo en su estudio no bastaba con haber jugado al golf un par de veces con él.