El ladrón de tiempo (46 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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—Gracias por enseñarme el estudio.

—Pero ¿qué haces? —dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta—. ¿Adonde crees que vas? Aún no he llegado a la mejor parte.

—Óyeme bien, Rusty. —Ya era muy mayor para que jugaran conmigo—. Si no vas a ofrecerme un trabajo, no pasa nada. Sólo quería…

—¿Cómo sabes que no voy a ofrecerte nada? Matthieu, Matthieu —dijo y soltó una carcajada al tiempo que daba una palmada en el sofá que yo acababa de abandonar—. Siéntate, amigo mío. Creo que he encontrado el puesto ideal para ti. Siempre y cuando seas quien aseguras ser. Te daré una oportunidad, Matthieu, y creo que no me defraudarás.

Esbocé una sonrisa y volví al sofá. A continuación Rusty me puso al corriente de sus planes para conmigo.

El show de Buddy Rickles
constituía un gran negocio. Era una comedia que duraba media hora y se emitía todos los jueves a las ocho de la tarde, hora de máxima audiencia en la NBC. Aunque sólo llevaba una temporada en antena, se había convertido en una de las series más populares y, por mucho que las otras cadenas se esforzaran en robarle audiencia cambiando una y otra vez su programación en la misma franja horaria, siempre se llevaba la palma.

Era una comedia familiar. Aunque a excepción de algunos críticos sagaces nadie lo recordaba, Buddy Rickles había representado papeles secundarios desde los años veinte hasta mediados los cuarenta. Nunca había actuado de protagonista, pero en la pantalla había sido el mejor amigo de James Cagney, Mickey Rooney y Henry Fonda. Una vez hasta se había batido en duelo con Clark Gable por conseguir la mano de Olivia de Havilland (y había perdido). Cuando le ofrecieron trabajar para la NBC apenas salía en ninguna película; Buddy no sólo aceptó protagonizar la serie sino que consiguió convertirla en un éxito.

La idea era muy simple: Buddy Rickles (excepto por dos letras el personaje se llamaba igual que el actor, Buddy Riggles) era un hombre corriente que vivía en una zona residencial de California. Su mujer, Marjorie, era ama de casa, y ambos tenían tres hijos: Elaine, de diecisiete años, que para consternación de Buddy empezaba a interesarse por los chicos; Timmy, de quince, que siempre estaba intentando hacer campana, y Jack, de ocho, que confundía el sentido de las palabras de una forma muy graciosa. Cada semana un hijo se metía en un lío que en potencia podía conducirlo a la perdición, pero Buddy y Marjorie siempre se las arreglaban para solucionarlo todo y obligarlo a reconocer su error justo antes de la cena. No había nada revolucionario en el planteamiento, pero la gente pasaba un buen rato viendo la serie, lo que en gran medida se debía a sus guionistas.

Lee y Dorothy Jackson eran los creadores de
El show de Buddy Rickles
y llevaban casi una década escribiendo programas exitosos para la televisión. Formaban un matrimonio de cuarentones que gozaba de mucha celebridad y montaban fiestas extravagantes en su casa, para las que cualquiera que se creyera alguien intentaba conseguir una invitación. Dorothy era conocida por su lengua viperina y Lee por su afición a la bebida, pero aun así se los consideraba una de las parejas más felices del mundo del espectáculo.

—Estoy buscando un nuevo productor para
El show de Buddy Rickles
—me contó Rusty esa tarde en su despacho—. Ya tengo a dos, pero necesito un tercero. Cada uno tiene distintas responsabilidades y el último tipo no estaba a la altura de su trabajo. ¿Qué me dices?

—Debo confesarte algo —repuse con un suspiró—. Nunca he visto el programa.

—En el estudio guardamos todas las cintas. Cualquier tarde te las pasaremos en una sala de proyección y podrás ver del primer capítulo al último. Necesito una persona que se ocupe de la publicidad e informe a las agencias de noticias, alguien que genere publicidad para que la serie sea todavía más exitosa. Dentro de seis meses voy a lanzar un nuevo programa que se emitirá justo después, de modo que tiene que seguir en los primeros puestos.
El show de Buddy Rickles
debe ser el plan de los jueves para todo el mundo, ¿entiendes?

—Ya lo he pillado —respondí, contagiado de su entusiasmo—. Y sé lo que tengo que hacer.

—Bien, pero ¿puedes empezar… ayer?

Resultó un trabajo más difícil de lo que había imaginado. Aunque la serie era un éxito rotundo —merced a un guión ingenioso y divertido y unas actuaciones simples y atractivas para el público estadounidense—, el equipo que la producía jamás se dormía en los laureles. Rusty Wilson era un vicepresidente práctico y se reunía regularmente con los tres productores del
El show de Buddy Rickles
para deliberar sobre nuestros planes de futuro.

Al principio de la tercera temporada vivimos un momento de inquietud, pues la ABC empezó a emitir un nuevo programa concurso que ofrecía a la gente de la calle la oportunidad de ganar cincuenta mil dólares. Sin embargo, las cadenas estaban saturadas de concursos y no obtuvo el éxito esperado, de modo que enseguida recuperamos el favor de la audiencia de nuestra franja horaria.

Buddy Riggles era un tipo extraño. Aunque gozaba de una notable popularidad, evitaba en lo posible la publicidad, trataba de no entrar en la rueda de los coloquios televisivos y sólo concedía entrevistas a publicaciones serias. Cuando finalmente dábamos nuestra aprobación, siempre quería que yo me ocupara de pactar la entrevista, lo que no dejaba de sorprenderme, pues Buddy era un hombre muy capaz y necesitaba menos mi ayuda que yo un seguro de vida.

—No quiero que sepan demasiado de mi vida privada —me explicó un día—. Un hombre tiene derecho a preservar su intimidad, ¿no crees?

—Claro que sí. Pero ya sabes cómo son esas revistas. Si tienes algo que esconder, lo descubrirán y lo sacarán a la luz cuando menos te lo esperes.

—Por eso intento pasar inadvertido. Que vean la serie. Si les gusta, estupendo; les basta con eso. No tienen por qué saber más de mi vida, ¿no crees?

A esas alturas ya no sabía lo que creía o dejaba de creer, pero en cualquier caso me parecía que Buddy no tenía nada que ocultar. Estaba felizmente casado con una mujer de treinta y cinco años llamada Kate y ambos tenían dos hijos pequeños que visitaban el plato con frecuencia. Como llevaba en el mundo del espectáculo mucho tiempo no parecía que quedase nada de sus últimos veinte años que no fuera del dominio público. Supuse que tenía un carácter reservado y decidí respetar su intimidad. Y a fin de parar los pies a los fanzines, que exigían un mayor acceso a la vida de Buddy, concedía más entrevistas con las otras estrellas del programa.

Tras unos meses de duelo por la muerte de sus hermanos, el ánimo de Stina mejoró. Empezó a mostrar interés por mi trabajo e incluso se propuso ver algún capítulo de la serie, pero nunca consiguió llegar al final, pues le parecía una solemne tontería. En Hawai la televisión no era un medio muy popular. Con el tiempo volvió a interesarse por la política, como unos años antes, cuando nos habíamos conocido en aquel mitin antibelicista.

—He encontrado un trabajo —me anunció una noche mientras cenábamos.

Sorprendido, dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. Ignoraba que estuviera buscando uno.

—Ah, ¿sí? ¿Y en qué consiste?

Se echó a reír.

—No es nada del otro mundo. Un empleo de secretaria en
Los Angeles Times
. Esta mañana he ido a la entrevista y me han aceptado.

—¡Qué bien! —exclamé, feliz al ver que se interesaba por algo y empezaba a superar la muerte de sus hermanos—. ¿Cuándo empiezas?

—Mañana. No te importa, ¿verdad?

—¿Por qué iba a importarme? Una vez ahí te saldrán otras cosas, ya verás. Siempre te ha interesado la política; podrías estudiar periodismo. Seguro que en ese lugar abundan las oportunidades para jóvenes como tú.

Se encogió de hombros y no dijo nada al respecto, pero sospeché que ya había pensado en esa posibilidad. Stina no era la clase de mujer que se contentaba con trabajar frente a una mesa, sino que prefería la acción. Tenía una mente ágil e inquieta y estaba seguro de que el ajetreo de
Los Angeles Times
le resultaría estimulante.

—Conozco a algunas personas del periódico —dije, recordando a varios periodistas del mundo del espectáculo con quienes trataba habitualmente—. Estoy seguro de que es un buen sitio para trabajar. Podría llamarlos y decir quién eres; para que se fijen en ti.

—No, Matthieu —dijo, colocando su mano sobre la mía—. Deja que me las arregle sola. Me irá bien.

—Pero podrían presentarte a gente —protesté—. Así conocerías a otras personas y harías amigos…

—…que pensarían que, por el hecho de tratar con la mujer del productor de
El show de Buddy Rickles
, podrían acceder al programa y a toda la NBC más fácilmente. No, será mejor que lo haga a mi manera. Además, por ahora sólo soy secretaria. Ya veremos qué pasa dentro de un tiempo.

Asistimos a una fiesta en casa de Lee y Dorothy Jackson que estaba hasta los topes de gente importante de la televisión. RobertKeldorf, que fue acompañado por su nueva mujer, Bobbi («con i latina», como recordaba ella cuando alguien mencionaba su nombre), se jactó ante todo el mundo de haber conseguido arrebatar a Eye al presentador Damon Bradley para Alphabet. Lorelei Andrews se pasó la mayor parte de la fiesta apoyada en la barra, con un cigarrillo colgando de los labios y quejándose a cualquiera que la escuchase de lo mal que la trataba Rusty Wilson. Como se comprenderá, hice todo lo posible por eludirla.

Stina estaba deslumbrante; lucía un vestido azul pálido sin tirantes que recordaba el que Edith Head había diseñado para Anne Baxter en
Eva al desnudo
. Era la primera vez que se encontraba con muchas de las personas que yo trataba a diario y estaba entusiasmada ante tanto glamour: cada vez que pasaba un vestido despampanante abría los ojos como platos. Por desgracia, la gente no la impresionaba de la misma forma, ya que veía tan poca televisión que, si le hubiera presentado al mismísimo Stan Perry, seguramente se habría limitado a sonreírle y pedirle otro cóctel.

—¡Matthieu! —me saludó Dorothy mientras se acercaba con paso majestuoso desde el extremo opuesto de la sala. Me abrazó con afectación y exclamó—: ¡Me alegro mucho de verte! Y de comprobar que sigues tan guapo como siempre.

Solté una carcajada. A Dorothy le encantaba representar el papel de mujer extravagante; empalagaba a aquellos que le caían bien con adulaciones excesivas, pero cuando aborrecía a alguien le lanzaba dardos envenenados.

—Y tú debes de ser Stina —añadió con aire juguetón, observando de arriba abajo a mi esbelta mujer, admirando sus formas suaves, la piel cobriza y los enormes ojos pardos. Aguanté la respiración, rogando que no dijese nada desagradable, pues le tenía simpatía y no quería indisponerme con ella—. Llevas el vestido más espectacular de la fiesta —dijo con una sonrisa; suspiré aliviado—. De verdad, me han entrado ganas de andar desnuda un rato por la sala para volver a recuperar un poco de la atención que me has robado, golfa despiadada.

Stina se echó a reír divertida, pues Dorothy había empleado un tono cariñoso y le frotaba el brazo amistosamente.

—Espero que no te moleste que adule a tu marido —prosiguió—. Pero soy la guionista y sin mi no habría programa.

—Bueno, Lee también es guionista —apunté para chincharla un poco—. ¿Y quién podría imaginarse
El show de Buddy Rickles
sin el mismo Buddy Rickles, eh?

—Ven conmigo, Stina; ¿te llamas así de verdad? —dijo Dorothy al tiempo que me guiñaba un ojo y cogía del brazo a mi mujer—. Quiero presentarte a un joven apuesto del que estoy segura que te enamorarás perdidamente. Piensa en la pensión alimentaria que podrás sacarle a tu marido cuando logres quitártelo de encima. ¡Menudo vejestorio! Míralo, debe de estar a punto de jubilarse.

¡Si supiera cuánta razón tenía! Las miré alejarse con una sonrisa de complacencia, pues era absurdo que un marido presentara a su esposa a los presentes en la sala; era mejor que lo hiciera la anfitriona a su modo histriónico y excéntrico. Stina se divertiría, conocería a gente, y Dorothy se sentiría satisfecha de cumplir con uno de sus deberes oficiales.

Me acerqué a las puertaventanas y miré hacia fuera. Rusty y Buddy —¡qué nombres tan americanos!, pensé— estaban conversando con una pareja mayor. Decidí ir a hablar con ellos y salí al jardín. El césped de la casa de los Jackson se extendía magnífico ante mí. Unos focos laterales iluminaban la imponente fuente central. Oí el agua correr, uno de mis sonidos favoritos, y pensé que armonizaba con el frío aire de la noche. Cuando me acerqué me alivió comprobar que Rusty, en lugar de sentirse irritado por mi intromisión, pareció contento de verme.

—Me alegro de verte, Matthieu —dijo, y me estrechó la mano.

—Hola, Rusty, Buddy —saludé con un leve movimiento de la cabeza. Esperé a que me presentaran a la pareja; ambos parecían muy nerviosos.

—Estábamos hablando de política —dijo Rusty—. Es un tema que te interesa, ¿no?

—Bueno, la verdad es que no mucho. No estoy muy al corriente de lo que ocurre, pues siempre que me involucro en temas de actualidad me veo arrastrado a un torbellino del que nopuedo escapar. —Al ver que nadie replicaba pensé que sería mejor dejar la retórica para Dorothy—. De modo que procuro mantenerme al margen —añadí en voz baja.

—Estábamos hablando de McCarthy —dijo Rusty.

Solté un gemido.

—¿Realmente hace falta? Ahora no estamos trabajando.

—Hace falta, sí, pues es importante —replicó Buddy, sorprendiéndome, pues hasta entonces siempre había pensado que carecía de opiniones políticas. Incluso me habría sorprendido que supiera el nombre del inquilino de la Casa Blanca de entonces, por no hablar de los senadores del estado o los congresistas—. Si no hacemos nada, será demasiado tarde.

Me encogí de hombros y miré al hombre y la mujer que tenía a mi izquierda, quienes acto seguido hicieron una idéntica y breve reverencia, como si fueran japoneses o yo fuera un rey.

—Julius Rosenberg —dijo el hombre tendiéndome la mano, que estreché con firmeza—. Ésta es mi esposa, Ethel.

La mujer se inclinó e, inesperadamente, me dio un beso en la mejilla. Me gustó desde el primer momento, sobre todo porque al besarme se había sonrojado un poco.

—Hola. Soy Matthieu Zéla, uno de los productores de
El show…

—Sabemos quién es —me interrumpió Rosenberg en voz baja.

Su respuesta me desconcertó un poco, y miré a Rusty, que retomó la palabra.

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