En primer lugar, me gustaría saber qué estabas haciendo con Tommy. No sabía que os conocíais.
Bajó la mirada al suelo y suspiró. Por un instante me pareció un niño pequeño pillado en falta que intentase salir del apuro con una mentirijilla. Cuando volvió a mirarme a la cara, se mordió el labio inferior, visiblemente nervioso. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, estaba claro que la situación se les había ido de las manos.
—Lo llamé por teléfono para hablar del guión. Pensé que me entendería mejor con él que con usted. Dejé mi nombre en el estudio y me dijeron que me devolvería la llamada en cuanto pudiese. Y así fue.
—Claro, cómo no iba a llamarte —comenté con severidad—. Ambos habíamos recibido tus cartas y el guión.
—Sí —murmuró, rehuyendo mi mirada—. En cualquier caso, hablé con Tommy por teléfono y le dije que quería verlo. No las tenía todas consigo, y propuso que quedáramos con usted también. Enseguida le advertí que no estaba intentando hacerles chantaje ni obligarlos a nada. Sólo quería hablar con él, que me diera algún consejo. Como usted mismo me dijo, Tommy conoce el mundo televisivo a fondo, y pensé que podría ayudarme. —Suspiró y vaciló antes de continuar, como si deseara sinceramente que nada de todo aquello hubiera ocurrido—. Tommy accedió a encontrarse conmigo, de modo que quedamos ayer por la noche para tomar una copa, y de repente los acontecimientos se precipitaron. Aunque la verdad es que nos entendimos perfectamente —añadió mientras se le iluminaba la cara; de pronto el chantajista se había esfumado para dejar paso a un admirador incondicional de las estrellas de la tele—. Nos tronchamos de risa. Nos parecemos mucho, ¿sabe?
—Ah, ¿sí? —dije en tono de escepticismo.
—Sí, muchísimo. Para empezar, tenemos la misma edad. Y los dos somos… ejem… artistas. —Al ver que yo enarcaba una ceja y no decía nada, añadió—: Hablamos sobre mi guión, claro.
—¿Y qué te comentó?
—Me dijo que no era fácil encontrar financiación, aunque se ofreció a ponerme en contacto con un agente. Añadió que necesitaba trabajarlo más, pues tal como estaba ahora sería difícil venderlo.
—No se equivocaba.
—Prometió ayudarme —dijo en voz baja, y por un momento temí que rompiera a llorar.
Aquel chico habría dado cualquier cosa por convencerme de que mi sobrino, la estrella de televisión, era su mejor amigo. Pero yo sabía que en el mundo del glamour no había amigo que valiera. No nos engañemos, uno se pega a un famoso por una sola razón: ligar es mucho más fácil.
—Escucha, Lee —dije con voz pausada—. Aquella noche estabas ahí, ¿verdad?
—¿Dónde?
—En la casa de tu padre, la noche que murió. Tu guión trata de eso, ¿no?
Asintió y se sonrojó, lo que me pareció una reacción muy extraña.
—Estaba en el piso de arriba —respondió—. Oí lo que ocurrió. Sé que usted no tuvo nada que ver con su muerte, pero debería haber llamado a la policía, ¿no cree? Tendría que haber contado la verdad. Esa historia de que estaba en el despacho no era cierta.
—Aclárame una cosa —lo interrumpí, poco dispuesto a que me soltara un sermón cuando probablemente yo llevaba las de perder—: ¿de verdad esperas chantajearnos a Tommy y a mí con esa información?
No me miró, como si enfrentarse a mí cara a cara le costase más que por carta. Pensé que era un buen momento para mantener esa conversación, pues ninguno de los dos sabía en qué acabaría lo de Tommy y quizá existiera alguna posibilidad de que el mismo Lee saliese perjudicado.
—Sólo necesito un empujoncito —dijo, reacio a aceptar o negar que estuviera haciéndonos chantaje—. Nada más. Pensé que cualquiera de los dos podría echarme una mano para empezar. Además, tal vez le haya salvado la vida a su sobrino.
—O quizá se la hayas quitado. Dime: ¿qué ocurrió exactamente? ¿Qué tomó?
Lee se mordió el labio inferior, pensativo.
—Bebimos bastante. Me sentía raro, pues todo el mundo nos miraba. Supongo que reconocían a Tommy, pero por muy extraño que parezca me pareció que también me miraban a mí.
—Bueno, es posible —admití—. La gente siempre se fija en la persona que acompaña al famoso. Quieren saber quién es. Suponen que se trata de alguien muy importante, pues de lo contrario no estarían juntos. Y en la mayoría de las ocasiones no se equivocan.
—En fin, que no paraba de acercarse gente para pedir autógrafos a Tommy. Algunos hasta me lo pidieron a mí, así que firmé unos cuantos. Fingimos que acababa de incorporarme a la serie y Tommy les dijo que al cabo de un mes todos sabrían quién era yo.
—Oh, por el amor de Dios.
—Era una broma, no hacíamos daño a nadie. Decidimos marcharnos y me preguntó dónde podíamos seguir la juerga. Mencioné una discoteca donde me habían impedido entrar. Soltó una carcajada y me llevó directamente allí en taxi. Debía de haber una cola de cien personas esperando para entrar, pero Tommy y yo nos dirigimos a la puerta y los gorilas lo saludaron todo sonrisas y nos dejaron pasar sin siquiera pagar la entrada. ¡Fue alucinante! Éramos el centro de atención. Nos sirvieron copas gratis, nos dieron una mesa y cuando salimos a la pista de baile las mujeres se nos echaban encima. ¡Una pasada! La mejor noche de mi vida.
Hablaba mirando fijamente al suelo, con la expresión de un niño en una tienda de juguetes. Gracias a Tommy había vislumbrado cómo vivían los famosos, y había quedado maravillado. Estaba enganchado. «Nunca nos libraremos de él», pensé.
—¿Y qué ocurrió después? ¿En qué momento aparecieron las drogas?
—Tommy se encontró con un tipo al que conocía y fueron al lavabo para chutarse. Al volver estaba bien. Ligamos con un par de tías, bebimos un montón y al final decidimos ir a mi casa para seguir la juerga.
—Vaya por Dios, ¡así fue como murió tu padre! ¿Es que no aprendéis nada los jóvenes?
—No estaba pensando en eso —replicó con enfado—. Estaba… Sólo quería…
—Querías tirarte a alguien. No hace falta que me expliques nada, puedo imaginarlo. Querías tirarte a alguna de esas chicas, con Tommy, con quien fuera y como fuera. Sólo querías…
—Eh, no se pase…
—No te pases tú —mascullé, agarrándolo por el cuello de la camisa—. Eres un imbécil, ¿sabes? ¿Qué te metiste?
—No me metí nada, ¡lo juro! Tommy sí, con ese tío. Al salir de la discoteca, el aire frío me golpeó en la cara, y acto seguido Tommy se había desplomado y sufría convulsiones. No tenía muy mal aspecto, pero de pronto abrió los ojos como platos y dejó de moverse, de manera que decidimos llamar a una ambulancia. Eso es todo lo que ocurrió.
—Vale, vale. No hace falta que me expliques más.
Lee empezaba a darme pena. Sólo quería llegar a ser alguien. Había visto una oportunidad y se había lanzado de cabeza. No había empleado tácticas muy afortunadas, ciertamente, pero, más que un perverso chantajista dispuesto a exprimirnos, me pareció un niño que sólo deseaba aprobación y amigos. Me recliné en el asiento y suspiré.
—Me voy a casa —dije, y le entregué una pequeña libreta y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo del abrigo—. Escribe tu número de teléfono; me pondré en contacto contigo. No te prometo nada, ¿vale? Tommy no exageraba: ese guión requiere muchas horas de trabajo.
Al verlo anotar su número sin poder disimular su ansiedad, me entraron ganas de reír por lo absurdo de la situación. «Este chico sólo me traerá problemas», pensé. La muerte de su padre parecía importarle un bledo; había ocultado la verdad a la policía, había intentado chantajearme y, aún peor, era un pésimo escritor. Entonces, ¿cómo podía ocurrírseme siquiera echarle una mano?
La inquietud que me provocaba Nat Pepys fue desvaneciéndose con el tiempo, pues cada vez venía menos por Cageley House y cuando lo hacía no mostraba el interés por Dominique que yo había imaginado. Seguí trabajando en las cuadras, pero empecé a considerar más seriamente la posibilidad de marcharme. Sin embargo, temía dos cosas: en primer lugar, me asustaba la reacción de Tomas, pues de los tres era el que mejor se había adaptado a la vida en Cageley, y no se me pasaba por la cabeza irme sin él. En segundo lugar, no estaba seguro de que Dominique me acompañase. No era ninguna niña y a diferencia de mi hermano podía tomar sus propias decisiones.
Era verano y en Cageley House se celebraba el cumpleaños del segundo hijo y tocayo de sir Alfred Pepys. Los festejos tenían lugar al aire libre y habían congregado a una cincuentena de personas. El sol producía destellos en las gotas del rocío de la mañana. Los arriates estaban repletos de flores y la naturaleza rebosaba belleza y vitalidad como de costumbre.
Jack y yo nos encontrábamos a cargo de los carruajes y caballos alineados en el camino que iba desde la entrada de Cageley House hasta las cuadras. Nos ocupábamos de llevar cubos de agua a los caballos para evitar que se deshidrataran por el fuerte calor estival, cuando en realidad éramos nosotros quienes sufríamos más los efectos de las altas temperaturas mientras íbamos de un lado a otro cargados como muías. Teníamos prohibído quitarnos la camisa delante de los invitados, de modo que el sudor nos pegaba la tela a la espalda. Mientras trajinaba empecé a perder la noción del tiempo. Todo en torno a mí se volvió blanco, apenas veía ni oía nada, hasta que por fin, mientras llenaba un cubo, noté que Jack me sacudía el hombro.
—Basta —dijo, dejándose caer en la hierba, a mis pies—. Por el momento ya está bien. Todos los caballos tienen agua. Descansemos un poco.
—¿Estás seguro? ¿Podemos descansar?
Asintió con la cabeza. A lo lejos divisamos a los invitados, que conversaban y bebían limonada helada. Oí pasos a mi espalda, y sonreí al observar que Dominique se acercaba con una bandeja.
—¿Queréis comer algo? —preguntó con una sonrisa.
No creo que ninguno de los dos hubiera estado más contento de ver a un ser viviente en toda su vida. Había preparado sándwiches de rosbif, además de una jarra de limonada y dos cervezas. Comimos y bebimos, agradecidos y en silencio, recuperando fuerzas. Sentí la limonada descender por mi garganta, enfriarme el estómago y restituir mis niveles de azúcar en sangre. Todavía estaba agotado, pero menos débil.
—Esto no es vida —murmuré finalmente mientras me masajeaba los brazos, admirado de lo mucho que se habían fortalecido en los últimos meses. Estaba más fuerte que nunca, pero a diferencia de Jack, de complexión naturalmente atlética, seguía siendo enjuto y los músculos no encajaban bien en mi cuerpo de adolescente—. Necesito encontrar otro trabajo.
—Los dos lo necesitamos —repuso Jack, aunque él estaba más cerca de conseguirlo que yo.
Había decidido irse después del verano y, según me había dicho, planeaba anunciar su marcha una semana después. Había ahorrado lo suficiente para viajar a Londres y sobrevivir unos meses sin trabajar, aunque estaba seguro de que enseguida se colocaría en una oficina. A mí tampoco me cabía ninguna duda al respecto; se había comprado un traje nuevo y, cuando una noche se lo puso para enseñármelo, me quedé atónito por la transformación. El mozo de cuadra parecía mucho más hombre que cualquiera de los hijos del sir Alfred, que estaban donde estaban sencillamente por haber cumplido años y gracias al dinero de su padre. Jack era alto y apuesto y lucía el traje con el porte de quien ha nacido para llevarlo. Como también era inteligente y avispado, yo estaba seguro de que encontraría trabajo muy pronto.
—¿No tenéis nada que hacer o qué? —dijo Nat Pepys, detrás de nosotros.
Nos incorporamos y alzamos la mirada hacia él, con los ojos entornados y haciendo visera con la mano.
—Estamos comiendo, Nat —le espetó Jack.
—Me parece que ya habéis acabado, Jack. Y para ti soy el señor Pepys.
Jack soltó un bufido de desdén y se tendió de nuevo sobre la hierba. No supe qué hacer. Era evidente que Nat tenía miedo de Jack, y no me parecía probable que llegaran a las manos. Como si necesitase reafirmar su autoridad, Nat me clavó la punta de la bota en las costillas.
—Venga, Matthieu —dijo, empleando mi nombre de pila por primera vez—. Levántate y llévate eso. —Señaló la bandeja con los platos y los vasos vacíos—. ¡Qué asco! Sois un par de cerdos.
Me levanté de un salto, enfurecido, y no supe qué hacer, hasta que por fin cogí la bandeja y la llevé a la cocina, donde la dejé caer con brusquedad en el fregadero. Al oír el estrépito, Dominique y Mary-Ann se sobresaltaron.
—¿Y a ti qué te pasa? —inquirió Mary-Ann.
—Lava esto —mascullé—. Es tu trabajo, no el mío.
Maldiciendo en voz alta, salí de la cocina hecho un basilisco y me dirigí a buen paso hacia mi amigo, que seguía tendido en la hierba y, apoyado en los codos, me miraba. Nat ya no estaba con él. Cuando volví la mirada hacia la cocina, lo vi en el umbral junto a Dominique, que se reía de algo que él le estaba contando. Respiré hondo y apreté los puños. Una mosca revoloteó ante mis ojos y la espanté de un manotazo. El sol me cegó por un instante. Cuando dirigí de nuevo la vista hacia ellos observé que se acercaban el uno al otro. Nat tenía la mano en la espalda de Dominique y la estaba bajando; una sonrisa horrible se dibujaba en su rostro mientras ella lo miraba en actitud coqueta. Sentí que me ponía en tensión; en aquel momento hubiera sido capaz de cometer cualquier locura.
—¿Qué te pasa, Mattie? —Jack me agarró del brazo mientras me dirigía resueltamente hacia Nat y Dominique—. Mattie, para, no vale la pena —añadió, pero apenas lo oía; estaba tan obnubilado que en ese momento hasta podría haberme desahogado con el inocente Jack.
Nat se volvió hacia mí. Por la cara que puso supe que presentía que se avecinaban problemas, que se daba cuenta de que yo había perdido la razón y que la posición, el trabajo, el dinero y la servidumbre habían dejado de contar. Retrocedió un paso, pero me planté ante él, lo agarré del cuello y lo arrastré unos metros. Acto seguido cayó al suelo con torpeza.
—Levántate —ordené con una voz grave que jamás me había oído—. Vamos, muévete.
Se levantó retrocediendo. Me abalancé sobre él otra vez, pero Dominique y Jack me sujetaron por los brazos. Nat aprovechó mi indefensión para recuperar el equilibrio y darme un puñetazo en plena cara. Aunque no fue especialmente violento, me dejó aturdido unos instantes. Caí hacia atrás, pero enseguida saqué fuerzas de flaqueza para arremeter contra él, decidido a matarlo si era necesario. Avancé parpadeando, con el puño derecho levantado. Jack gritó que me detuviera, consciente de la suerte que me esperaba si dejaba a un Pepys sin sentido, y Dominique se interpuso en mi camino. Así pues, fue mi amigo quien asestó el golpe definitivo. Al parecer lo dominaba la misma rabia que a mí, y temiendo que un ser despreciable como Nat echara a perder mi vida, decidió tomar cartas en el asunto, y con un tortazo en la mejilla izquierda, un puñetazo en el estómago y un gancho de derecha en pleno rostro lo dejó fuera de combate.