—Lo he visto esta noche —dijo la joven mientras volvía a sentarme; apoyé el codo en el brazo del sillón y descansé la mejilla en la mano—. Me ha seguido por la calle, me busca para matarme, señor Zéla. Matthieu, quiero decir. Me degollará para que no pueda contar a nadie mi versión de nuestra historia.
—Alexandra, no estarás imaginándotelo, ¿verdad?
Se echó a reír.
—Bueno, es cierto que las calles están oscuras, pero…
—No, no —sacudí la cabeza—, me refiero a toda la historia, a Arthur Dimmesdale. Ese nombre… ¿de qué me suena?
—¿Lo conoce? —inquirió abriendo los ojos como platos mientras se enderezaba en la silla—. ¿Es amigo suyo?
—Sé quién es. De hecho, he leído un libro sobre él. ¿No es un personaje de…?
—¿Qué ha sido eso? —dijo al oír un ruido procedente del pasillo, un crujido del suelo de madera provocado seguramente por el viento—. ¡Arthur está aquí! ¡Me ha seguido! ¡Debo marcharme! —Se levantó de un salto y se puso el abrigo a toda prisa antes de dirigirse hacia la puerta.
La seguí, sin saber qué hacer.
—Pero ¿adonde vas?
Alexandra me tocó el brazo en señal de gratitud.
—No te preocupes por mí. Iré a casa de mis padres. Con un poco de suerte todavía no sabrán nada de mi comportamiento. Dormiré ahí esta noche y mañana decidiré lo que voy a hacer. Gracias, Matthieu, me has sido de gran ayuda.
Me besó en la mejilla y se marchó. Así era Alexandra Jennings, la supuesta portadora de la letra escarlata, la única habitante de un mundo que se creaba para sí misma todos los días.
El primero de mayo llegó, y con él la inauguración de la Gran Exposición de los Trabajos de la Industria de Todas las Naciones. Fui al Palacio de Cristal a las cinco de la madrugada para supervisar los últimos preparativos y asegurarme de que todo el mundo esperaba en sus puestos el inicio de la ceremonia. Aunque hacía bastante calor, lloviznaba un poco, y confiaba en que despejase a media mañana, cuando la mayor parte de los carruajes estarían en camino. Se calculaba que medio millón de personas se darían cita ese día en Hyde Park para presenciar la llegada de los dignatarios extranjeros en compañía de la joven reina Victoria y su familia. Se habían dado los últimos toques al enorme edificio apenas unas horas antes. Hasta donde alcanzaba la vista el espacio estaba ocupado por filas de vitrinas con objetos de todo tipo, desde piezas de porcelana, máquinas de vapor y bombas hidráulicas hasta trajes nacionales, mariposas y mantequeras. Los colores y los ornamentos se extendían como un arcoíris bajo el cristal de las vitrinas y se oían constantes exclamaciones de admiración mientras los visitantes recorrían los pasillos, atónitos por el maravilloso espectáculo que se les ofrecía. La reina en persona llegó a la hora del almuerzo y declaró inaugurada oficialmente la Exposición. Después de que le fueran presentados los delegados extranjeros, sir Joseph Paxton la guió por la sección británica y más tarde ella elogió en su diario la habilidad demostrada en los preparativos.
Cuando regresé a casa era casi medianoche, pero me parecía que sólo había pasado una hora desde que la había abandonado por la mañana. Apenas recordaba haber vivido un día tan lleno de excitación y belleza como el que acababa de pasar. La Exposición fue un éxito. Al final la visitaron unos seis millones de personas, y valió la pena el arduo trabajo que supuso. Aunque yo era consciente de que mi papel en los preparativos había sido insignificante, me sentía satisfecho por mi trabajo y por haber participado en uno de los grandes acontecimientos de la época.
Me arrellané en un sillón con una copa de vino y un libro; estaba agotado, pero decidí relajarme un poco antes de meterme en la cama. A la mañana siguiente tenía que volver al Palacio de Cristal, de modo que debía descansar un poco. De pronto se oyó un alboroto procedente de la planta baja, donde vivían los Jennings, pero no le presté atención hasta que oí unos pasos subir presurosos por la escalera y luego que forcejeaban con la puerta, que había cerrado con llave al entrar en casa.
Me acerqué y, cuando iba a preguntar quién era, Richard me llamó a gritos desde el otro lado (reconocí su voz a pesar de la furia que la dominaba) y empezó a aporrear la puerta.
—¡Richard! —exclamé abriendo al instante, temiendo que estuvieran atacándolo, y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me empujó hacia la pared y me cogió por el cuello.
En mi aturdimiento la habitación empezó a dar vueltas y tardé unos segundos en percatarme de lo que ocurría. Me revolví, pero Richard estaba tan rabioso que me apretó con más fuerza, y fue sólo gracias a la sensata intervención de su mujer que al fin logré quitármelo de encima. Me desplomé, tosiendo, escupiendo y palpándome el cuello magullado.
—¿Qué diablos pasa? —balbucí, postrado en el suelo, antes de que me propinara una patada y me maldijese llamándome perro y traidor.
—¡Richard, déjalo en paz! —gritó Betty, y lo empujó hasta hacerlo caer en el sofá.
Aproveché ese momento para levantarme.
—¡Pagarás por esto, Zéla! —rugió.
Lo miré boquiabierto. ¿Qué crimen había cometido para merecerme semejante castigo de manos de quien hasta ese momento había considerado mi amigo?
—No entiendo nada —farfullé, dirigiéndome a Betty para que me diera alguna explicación, esperando que estuviese más abierta a razones que su marido—. Pero ¿qué ocurre? ¿Qué he hecho mal?
—Es sólo una niña, señor Zéla —dijo Betty, rompiendo a llorar, y por un instante pensé que me pegaría una bofetada—. ¿Era mucho pedir que la dejase en paz? ¡Es una niña!
—¿De quién habla? —pregunté, y observé que Richard, aunque me miraba con rabia, parecía más calmado y no daba señales de que fuera a atacarme otra vez.
—Te casarás con ella —dijo antes de mirar a su esposa y añadir, como si yo no estuviera en la habitación—: ¿Me escuchas, mujer? Se casará con ella. No hay otra solución.
—¿Casarme con quién? —pregunté, seguro de no haber causado ofensa alguna a nadie que mereciera un castigo semejante—. ¿Con quién demonios he de casarme?
—¡Con Alexandra! ¿Con quién si no? —exclamó Betty lanzándome una mirada de irritación que decía: deje de negar los hechos y vayamos al grano—. ¿De quién cree que estamos hablando?
—¿Alexandra? ¿Por qué habría de casarme con Alexandra?
—¡Porque has mancillado su reputación! —vociferó Richard—. Pero ¡qué cara tiene! Y encima lo niega. ¡Sinvergüenza!
—¡Pues claro que lo niego! Ni siquiera la he tocado.
—Embustero… —Richard se levantó de un brinco, pero en esa ocasión yo estaba alerta y lo repelí propinándole un puñetazo en la nariz.
Aunque no era mi intención darle muy fuerte (sólo esperaba frenar el ataque), oí el espeluznante crujido del hueso al romperse y el grito que soltó mientras se desplomaba con la cara ensangrentada.
—¿Qué ha hecho? —balbució Betty entre sollozos mientras se agachaba a toda prisa junto a su marido y le apartaba las manos del rostro para ver el río de sangre que brotaba de su nariz rota—. ¡Oh, llamen a la policía! —gritó a nadie en particular—. ¡La policía! ¡Que venga la policía! ¡Asesino! ¡Asesino!
Hasta las tres de la mañana no conseguimos aclarar la historia. Richard Jennings nos convocó a Alexandra y a mí a su cocina, donde permanecimos de pie frente a frente mirándonos con hosquedad. Previamente había mantenido una conversación aparte con Betty durante la cual le referí mis charlas anteriores con su hija, y no se mostró sorprendida. Había acudido un médico para curar la nariz de su marido, que se quedó ahí enfurruñado, con la cara púrpura y cubierta de moratones y los ojos tumefactos e inyectados en sangre.
—Alexandra —murmuré mirándola a la cara—, debes decirles la verdad. Por nuestro propio bien, haz el favor.
—La verdad es que él me prometió que se casaría conmigo. Dijo que si yo… si le permitía hacer conmigo lo quisiera me llevaría lejos de aquí. Me juró que tenía todo el dinero del mundo.
—¡Hace un par de meses estaba prometida al príncipe de Gales! —exclamé, perdiendo la paciencia—. ¡Y después tuvo un lío con un personaje salido directamente de la
Letra escarlatal
Está loca, Betty, loca de atar.
—¡Me lo prometió!
—No te prometí nada.
—¡Y ahora debe casarse conmigo!
—¡Cállate, niña! —vociferó la señora Jennings, sin duda harta de aquel embrollo—. ¡Se acabó! Alexandra, quiero que me cuentes la verdad; no saldremos de aquí hasta que me hayas explicado lo que ocurrió. Señor Zéla, vuelva a su apartamento, que yo iré a hablar con usted dentro de un rato. —Al ver que yo abría la boca para decir algo, no me lo permitió—: Le he dicho dentro de un rato, señor Zéla.
La tarde siguiente encontré a Richard mientras supervisaba una zona ocupada por la Asociación de Fabricantes de Edredones de Cornualles. Seguía igual que la noche anterior, si no peor, pero me saludó avergonzado y se disculpó por su comportamiento.
—Alexandra ha sido igual desde que era niña, ¿sabes? No sé por qué siempre me lo creo. Pero cuando un hombre cree que han abusado de su hija, entonces…
—No te preocupes, lo entiendo. Sin embargo… te das cuenta de que tu hija no está bien, ¿verdad? Los últimos meses me ha contado historias a cual más disparatada. Al principio también la creía. Si sigue así acabará metiéndose en un buen lío.
—Lo sé, lo sé —repuso con abatimiento—, pero no es tan sencillo. Dios la ha dotado de una imaginación desbordante.
—Hay que distinguir entre una imaginación desbordante y Lina mentira peligrosa —señalé—. Sobre todo cuando la persona que la presenta como verdad empieza a creerse lo que dice. —Tienes razón —admitió.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —pregunté tras un silencio incomprensible e irritante—. ¿Eres consciente de que debido a las circunstancias tendré que mudarme? Alexandra necesita ayuda, Richard. Ayuda de un especialista.
—Bueno, si quieres que te sea sincero —respondió Richard, apretándome el brazo como si aún entonces, y a pesar de las disculpas, le hubiera encantado tumbarme de un puñetazo—, te diré que es mejor ser la niña inofensiva que cuenta historias que el idiota crédulo que se las cree.
Solté un gemido ahogado de asombro: ¡estaba excusando el comportamiento de Alexandra!
—Esa hija tuya debería dedicarse a escribir novelas —le espeté, y me zafé de su mano—. Es probable que encontrara un modo de inventarse una nueva historia en cada página. Se encogió de hombros y no dijo nada.
Unos años después, mientras pasaba las vacaciones estivales en Cornualles, volví a saber de Alexandra Jennings. Su nombre se mencionaba en una breve noticia aparecida en
The Times
, el 30 de abril de 1857:
Una familia londinense falleció trágicamente al quemarse su casa durante la noche. El señor Richard Jennings, la señora Betty Jennings y cuatro de sus hijos, Alfred, George, Victoria y Elizabeth, murieron después de que un trozo de carbón ardiendo cayera sobre una alfombra provocando que toda la vivienda fuera pasto de las llamas. La única superviviente fue otra hija, Alexandra, de veintitrés años, que relató a nuestro cronista que en el momento del incendio no se encontraba en el lugar de los hechos sino en compañía de unos amigos. «Me siento la chica más afortunada del mundo —se dice que afirmó al enterarse de la noticia—, aunque, claro, he perdido a mi familia.»
Tal vez estuviera convirtiéndome en un viejo cínico, pero me pareció que la coartada de Alexandra era muy poco convincente. Aunque no recordaba que fuese violenta, no pude dejar de imaginar las historias que habría fabulado en los últimos tiempos y qué cuentos se inventaría después de ese desastre. Continué leyendo, pero el texto se ceñía a los detalles de la investigación, hasta el último párrafo, que rezaba lo siguiente:
La ex señorita Jennings, viuda y maestra de una escuela local, se ha comprometido a reconstruir la casa donde nació. «Todos mis recuerdos de infancia están ahí enterrados. Por no mencionar el hecho de que fue allí donde mi difunto marido Matthieu y yo fuimos felices durante nuestro breve matrimonio.» Por desgracia, el marido de Alexandra murió de tuberculosis seis meses después de la boda. No dejó descendencia.
Quizá fuera una cuentista, quizá una rematada embustera, pero consiguió algo que ni Dios ni hombre alguno había conseguido ciento catorce años antes ni ciento veinte años después: matarme.
El 12 de octubre a las cuatro de la mañana cogí un taxi para dirigirme al hospital donde habían ingresado a mi sobrino Tommy, que estaba en coma como resultado de una sobredosis. Un amigo anónimo lo había dejado allí a medianoche y una hora más tarde, después de encontrar el número de teléfono en la cartera de mi sobrino, el hospital había avisado a Andrea, su novia embarazada. Acto seguido ésta me llamó, y yo no pude quitarme de la cabeza la sensación de
déjà-vu
, pues unos meses atrás una llamada similar a altas horas de la noche me había anunciado la muerte de James Hocknell.
Entré en el hospital cansado y soñoliento. Tras preguntar el número de habitación de Tommy me enviaron a cuidados intensivos, en la planta superior. Lo encontré conectado a un monitor cardíaco con un gota a gota insertado en un brazo salpicado de pinchazos; mantenían en constante observación el ritmo de su corazón y la presión sanguínea. Se lo veía muy tranquilo, incluso feliz, pero le costaba respirar, pues su pecho subía y bajaba de forma convulsiva. Ahí tendido era la imagen clásica del paciente de las series televisivas de médicos. Aunque de algún modo sabía que aquello era inevitable, me deprimí.
Mientras me dirigía hacia allí había observado a un pequeño grupo de enfermeras excitadas frente al panel de cristal de su habitación, mientras comentaban cuánto lamentaría «Tina» la noticia de la muerte de «Sam».
—Quizá vuelva con Carl —comentó una—. Estaban hechos el uno para el otro.
—Nunca la perdonará, y menos después de lo que ella le hizo a su hermano.
—¡Ni pensarlo! —exclamó una tercera, y al ver que me acercaba por el pasillo se escabulleron.
Suspiré. Ése era el camino que había escogido mi desdichado sobrino y ésa la existencia a que estaba condenado.
Llegados a este punto, hagamos un breve recuento de los DuMarqué, un linaje desafortunado donde los haya. Todos sus miembros han vivido poco, debido a su propia necedad o bien a causa de las tribulaciones de la época. Mi hermanastro Tomas tuvo un hijo, Tom, que murió durante la Revolución francesa; al hijo de éste, Tommy, le pegaron un tiro en una partida de cartas por hacer trampas; su desdichado hijo, Thomas, falleció en Roma cuando un marido celoso intentó atravesarme con su espada y él se puso en medio; a su hijo, Tom, se lo llevó la malaria en Tailandia; el hijo de éste, Thom, murió en la guerra de los Bóers; su hijo, Tom, fue arrollado por un coche que se había salido de la carretera en Hollywood Hills; su hijo, Thomas, falleció al término de la Segunda Guerra Mundial; al hijo de éste, Tomas, lo asesinaron en un ajuste de cuentas; su hijo, Tommy, es un actor de telenovelas y está en coma por culpa de una sobredosis.