Nat se desplomó, ensangrentado e inconsciente, y los tres nos quedamos de pie, anticipando con creciente pavor las consecuencias de aquel desaguisado. Todo el incidente no había durado más de un minuto.
Jack se evaporó antes de que Nat recobrara la conciencia. Yacía a nuestros pies, hecho un guiñapo, la nariz y la boca sangrantes. Poco después, los invitados se acercaron. Una mujer gritó y otra se desmayó; los hombres parecían indignados. Al final de la multitud apareció un médico, que se inclinó para examinar al herido.
—Llevémoslo dentro —dijo, y algunos hombres jóvenes cargaron a Nat y lo trasladaron a la casa.
Al cabo de unos minutos sólo quedábamos Mary-Ann, Dominique y yo.
—¿Dónde está Jack? —pregunté aturdido, incapaz de asimilar el cúmulo de acontecimientos que nos habían metido en semejante lío. Busqué a mi amigo con la mirada.
—Ha cogido un caballo y se ha marchado —dijo Mary-Ann—. ¿No lo has visto?
—No.
—Se ha escabullido hace unos instantes, mientras todo el mundo estaba pendiente de Nat.
Me aparté el pelo de la cara con rabia. Esperaba que Nat se recuperara; todo era por mi culpa. Me volví y dirigí una mirada furibunda a Dominique.
—¿Qué ha ocurrido? —vociferé—. ¿Puedes explicarme qué ha pasado aquí?
—¿Y a mí que me dices? —gritó a su vez. Estaba muy pálida—. Has sido tú quien se ha abalanzado sobre nosotros. Pensé que ibas a matarlo.
—Se estaba propasando —refunfuñé—. ¿No entiendes que…?
—No tienes por qué protegerme, ¡no te pertenezco! —gritó, y a continuación salió corriendo hacia la cocina.
Me sentía impotente. Miré el suelo; a mis pies se había formado un charco de agua y sangre.
Al anochecer, la historia se había extendido por todo el pueblo. Jack había atacado a Nat Pepys, le había roto la mandíbula, dos costillas y varios dientes, y después había escapado en un caballo del patrón. La policía local ya estaba investigando el caso. Tendido en mi cama en el hogar de los Amberton, me sentía tan angustiado por la suerte de mi amigo que no lograba conciliar el sueño. Por mi culpa todos sus proyectos, todo lo que había planeado para los próximos meses, se había ido al garete. Por culpa de mis celos. Menos mal que Nat no había muerto. Lo único que me consolaba era que había pasado lo que tenía que pasar y que, gracias a la intervención de Jack, la cosa no había ido a mayores.
Desperté antes de las cinco de la mañana y me dirigí a Cageley House. Sospechaba que había perdido mi empleo en las cuadras, aunque la preocupación por el nuevo rumbo de los acontecimientos no me cegaba hasta el punto de olvidar que mis días en Cageley estaban contados. Ahora sólo quería ver a Dominique, que me contara cómo se sentía después de lo ocurrido. La divisé caminando por los campos mientras despuntaba el alba. Tenía la cara muy pálida y los ojos enrojecidos, y supuse que también ella había pasado la noche en vela.
—Todavía no se sabe nada. —Mis palabras sonaron más como una pregunta que como una afirmación.
Dominique asintió con la cabeza y repuso:
—Hace muchas horas que partió. En estos momentos debe de estar a medio camino de Londres. Jack no es estúpido.
—¿De verdad lo crees?
Me miró de hito en hito.
—¿Qué quieres decir?
—Jack pensaba marcharse pronto. Había ahorrado bastante dinero y se había comprado un traje. Quería trabajar en alguna oficina como pasante. Su intención era despedirse la semana que viene.
Dominique resopló, apesadumbrada.
—Todo es por mi culpa —se lamentó. Al sentirse más lejos mentalmente de Cageley volvía a hablar con acento francés—. Jamás deberíamos haber venido aquí. Teníamos otros planes. Deberíamos haberlos cumplido.
Deberíamos, teníamos… ¿Cuánto tiempo hacía que no oía a Dominique usar la primera persona del plural? «No hay mal que por bien no venga», me dije, aunque me desprecié por pensar así. Tal vez todo volviera a ser como cuando vivíamos en Dover dos años atrás. Dejaríamos Cageley juntos, pensé ilusionado, viviríamos juntos, nos quedaríamos juntos toda la vida, envejeceríamos juntos. De pronto me encontré apartando el recuerdo de Jack a un rincón de la mente, como si supusiera una traba para mis proyectos. Me odié por ello, pero no podía evitar sentirlo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó, y me cogió la mano.
Sentí que las lágrimas asomaban a mis ojos y me mordí el labio inferior.
—Es que él… —balbucí, y me enjugué las lágrimas— es mi amigo —concluí con voz entrecortada—. Jack… es… mi mejor amigo. Piensa lo que ha hecho por mí, y en cambio yo… Por mi culpa, él… —Rompí a llorar y me dejé caer al suelo, ocultando la cara entre las manos para que Dominique no me viera en semejante estado.
Cuanto más me esforzaba por serenarme, mayores eran los espasmos. Durante un rato farfullé una sarta de palabras inconexas, hasta que enmudecí por la pena.
—Matthieu, Matthieu —susurró Dominique estrechándome entre sus brazos; mis lágrimas cayeron sobre su hombro—. Calla, calla —añadió mientras me mecía como si fuera un niño pequeño.
—¡Basta! —conseguí exclamar al fin, y me aparté secándome las lágrimas con la camisa.
—No es culpa tuya —dijo ella, aunque no parecía muy convencida, de modo que no me hizo falta contradecirla con un: «¡Claro que lo es!»Por mi culpa Jack estaba acabado, mientras que él, mí verdadero amigo, me había salvado. Y a mí, en cambio, lo único que se me ocurría era marcharme con Dominique y dejarlo abandonado a su suerte.
—¿Qué clase de hombre soy? —gemí.
Caminamos lentamente hacia la casa, pues ignorábamos el recibimiento que nos darían. Era muy posible que Dominique conservara el empleo, pero, en cuanto a mí, me temía lo peor. Al acercarnos vi a sir Alfred hablando con un policía delante de la puerta principal. Mientras salvábamos la distancia que nos separaba de la casa, no me quitaron el ojo de encima. Al llegar a la altura de las cuadras y la cocina, oí que me llamaban. Suspiré y tomé a Dominique de las manos.
—Si logro salir de ésta, ¿vendrás conmigo?
Me miró con cara de exasperación y a continuación elevó la vista al cielo.
—¿Adónde?
—A Londres, como habíamos planeado en un principio. Thomas, tú y yo. He ahorrado un poco. ¿Y tú?
—También. Pero no mucho.
—Nos irá bien, ya lo verás —afirmé sin mucha convicción.
Sir Alfred me llamó otra vez y al volverme vi que parecía más inquieto que antes.
—No sé…
El patrón gritó una vez más.
La solté y avivé el paso hacia sir Alfred y el policía.
—Volveré esta noche. Hablaremos entonces. ¿Te parece bien después de las doce?
Asintió levemente y se alejó, con la cabeza gacha.
Sir Alfred Pepys era un hombre fornido y tenía el corpachón coronado por lo que semejaba una calabaza madura. Sufría de artritis y, como cada vez le costaba más andar, era raro el día que lo veíamos pasear al aire libre, pues prefería quedarse en casa leyendo un libro, bebiendo una copa de vino o zampándose un buen filete.
—Ven aquí, Matthieu —me dijo cuando estuve a unos pasos de él. Me agarró con brusquedad por el brazo y me empujó hacia el policía, que me miró de arriba abajo con cara de pocos amigos—. A ver, joven —prosiguió dirigiéndose al agente—, ¿qué preguntas tenía que hacerle?
—¿Cómo se llama usted? —inquirió el policía, un hombre de mediana edad con una barba espesa y pelirroja y unas impresionantes cejas del mismo color.
Sacó un lápiz y una libreta y chupó la punta del primero antes de disponerse a escribir mis respuestas.
—Matthieu Zéla —respondí, y le deletreé mi nombre.
Me miró como si estuviera a punto de escupirme a la cara y me preguntó qué trabajo hacía en Cageley House.
—Mozo de cuadra.
—O sea, que trabajas con ese Jack Holby, ¿no?
Asentí en silencio.
—¿Qué clase de hombre es?
—De los mejores —contesté, enderezándome, como si la sola mención del nombre de Jack mereciera una señal de respeto por mi parte—. Un buen amigo, un trabajador incansable, un compañero tranquilo y ambicioso.
—Conque tranquilo, ¿eh? —intervino sir Alfred—. No lo era tanto cuando le rompió la mandíbula y las costillas a mi hijo.
—Nat lo provocó —dije, y por un instante crei que sir Alfred me golpearía, antes de que el policía atinara a interponerse entre los dos.
Luego me preguntaron mi versión de los hechos y mentí, como es natural, alegando que el primero en asestar un puñetazo había sido Nat y que Jack había actuado en defensa propia.
—Tenía que saber que si se enfrentaba a Jack llevaba las de perder —razoné—. Debería habérselo pensado dos veces.
El policía asintió con la cabeza y esperé a que sir Alfred me despidiese de mala manera, pero no lo hizo. Para mi asombro, me preguntó si me creía capaz de arreglármelas solo con los caballos por el momento, y añadió que me pagaría un poco más. Me encogí de hombros y acepté.
—A la larga tendré que buscar a otro mozo, claro —agregó mientras se rascaba la barba, pensativo—. Para reemplazar a Holby, quiero decir. No creo que volvamos a verlo por aquí.
Aunque no albergaba esperanzas de lo contrario, al oír esas palabras se me cayó el alma a los pies. Con la idea de prestarle alguna ayuda, por mínima y tardía que fuera, dije:
—Es verdad, nunca volveremos a verlo. En estos momentos debe de estar camino de Escocia.
—¿Escocia? —El policía soltó una carcajada—. ¿Qué se le ha perdido por allí?
—No tengo ni idea. Pero imagino que querrá irse muy lejos de aquí para empezar una nueva vida. Nunca lo pescarán. —Al ver que se miraban e intercambiaban una sonrisa, pregunté—: ¿Qué ha ocurrido?
—Tu amigo Jack no está viajando a Escocia ni a ningún otro lado —dijo el policía, acercándose a mí; le apestaba el aliento—. Lo arrestamos anoche. Ahora está en la cárcel del pueblo, acusado de causar graves lesiones corporales a Nat Pepys. Ten por seguro que pasará unos cuantos años a la sombra.
Como habíamos convenido, Dominique y yo nos encontramos a medianoche en los campos de Cageley House.
—Todo el mundo habla de Jack —comentó—. Dice sir Alfred que como mínimo lo condenarán a cinco años de cárcel por lo que hizo.
—¿Cinco años? No puede ser.
—Nat tardará seis meses en recuperar el habla, y no podrán ponerle una dentadura nueva hasta que se le cure la mandíbula. Los médicos temen que mientras tanto se le hunda el maxilar inferior.
Sentí náuseas. Ni siquiera Nat Pepys se merecía un castigo tan horrible. Todos habíamos salido malparados: Jack estaba preso, Nat maltrecho y, en cuanto a mí, había perdido a mi amigo. Me maldije una y otra vez, sin atreverme a imaginar lo que Jack estaría rumiando en su celda sobre mí.
—¿Has pensado en lo que te dije? —le pregunté finalmente—. ¿Nos vamos de aquí o no?
—Sí. Me marcharé contigo. Pero ¿qué le pasará a Jack? No podemos abandonarlo así, ¿no crees?
—Ya se me ocurrirá algo.
—¿Y qué pasará con Tomas?
—¿A qué te refieres?
—¿Lo llevaremos con nosotros?
La miré estupefacto.
—Pues claro. No pensarás que voy a dejarlo aquí, ¿verdad?
—¿Y por qué no? ¿Has hablado con él? ¿Le has preguntado qué quiere hacer?
Negué con la cabeza.
—Bueno, quizá deberías consultárselo. Parece muy feliz aquí. Va a la escuela, los Amberton lo tratan como si fuera su propio hijo, y de todos modos nuestra vida en Londres ya será bastante complicada para tener que preocuparnos de…
—¡No puedo dejarlo aquí! —grité. La sola idea me espantaba—. Soy responsable de él.
—Es verdad —repuso no muy convencida.
—Soy su única familia y me necesita. No puedo abandonarlo.
—¿Aunque viva en el mejor sitio que podría imaginar? Recapacita, Matthieu. ¿Adonde vamos a ir?
—Pues a Londres. Esta vez llegaremos.
—Muy bien, pero Londres no es barato. Tenemos algo ahorrado, es verdad, pero ¿cuánto nos durará? ¿Y si no encontramos trabajo? ¿Y si acabamos en la misma situación de Dover? ¿Es eso lo que quieres? ¿Que Tomas se pase el día vagabundeando por las calles y metiéndose en un lío tras otro?
Reflexioné. Dominique tenía razón, no me cabía ninguna duda, pero la idea seguía sin gustarme.
—No lo sé —dije por fin—. No puedo imaginarme la vida en Londres sin Tomas. Siempre ha estado conmigo. Ya te lo he dicho, soy su única familia.
—¿No querrás decir más bien que Tomas es la única familia que tienes? —musitó.
«También te tengo a ti», pensé, mirándola en la penumbra.
—Hablaré con él en cuanto pueda —prometí—. Entonces haremos planes. Mañana aún tengo que hacer una cosa.
Dominique me dirigió una mirada burlona y me encogí de hombros.
—Quiero ir a la cárcel a ver a Jack —añadí—. Debo encontrar una manera de ayudarlo, o en caso contrario no me iré. No puedo marcharme sabiendo que he destrozado los próximos cinco años de su vida.
Dominique suspiró y negó con la cabeza.
—A veces me preocupas —dijo tras una larga pausa—. Eres incapaz de ver la solución a nuestros problemas aunque la tengas delante de las narices, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Todos esos planes de los que hablamos: marcharnos de Cageley, instalarnos en Londres, volver a empezar, tú y yo, y Tomas. La solución está aquí mismo, pero te niegas a abrir los ojos y verla.
La observé detenidamente, esperando que pronunciara las palabras mágicas, sin saber a qué se refería, aunque en el fondo lo sospechaba.
—Jack —dijo al final, pasándome la yema de un dedo por el cuello hasta llegar al primer botón de la camisa. El roce de su mano en mi fría piel hizo que mirase hacia abajo, sorprendido por su gesto; hacía mucho tiempo que nadie me tocaba, por no hablar de la propia Dominique—. Jack estaba a punto de marcharse, ¿verdad?
—Sí —respondí con un nudo en la garganta.
Se acercó más y me susurró al oído:
—¿Y de qué se supone que iba a vivir?
No respondí, y al final retiró la mano y dio un paso atrás. Permanecí quieto, como clavado al suelo, incapaz de mover un músculo hasta que ella se marchó. Mientras desaparecía en las sombras de la noche sus últimas palabras resonaron en mis oídos y no pude escapar a su seducción.
«Cinco años es mucho tiempo», había dicho.
Mi primera incursión en el mundo de la televisión no fue en la década de los noventa, cuando inauguré la emisora vía satélite, sino a finales de los años cuarenta. Por entonces vivía en Hollywood, cerca de la casa en que a principios de siglo había conocido a Constance. Tras la crisis de 1929 me había trasladado a Hawái, donde llevé una vida descansada hasta después de la guerra, cuando empecé a hartarme de tanta tranquilidad y a sentir que necesitaba un desafío. De manera que junto con mi joven esposa Stina, a la que había conocido en las islas, regresé a California y alquilé una hermosa casa de una planta orientada al sur, cerca de las colinas.