—Dentro de un par de días. Quizá antes.
Puso los ojos como platos y miró horrorizado a la señora Amberton y a su marido. Le temblaba el labio inferior y se esforzaba por contener las lágrimas. Pareció que quería protestar otra vez, pero no encontró las palabras y permaneció callado.
—Todo irá bien, ya lo verás —lo consolé—. Confía en mí.
—¡No irá bien! —gritó sin poder reprimirse más y entregándose al llanto—. ¡No quiero ir!
Me levanté hecho una furia y recorrí la habitación con la mirada. Amberton estaba sentado junto al hogar, y por una vez se había olvidado de la botella de whisky, que se hallaba en la repisa de la chimenea, mientras su mujer y mi hermano se abrazaban y trataban de consolarse mutuamente. Me sentí el hombre más despiadado del mundo, cuando mi único propósito era mantener unida a mi familia. Era más de lo que podía soportar.
—Lo siento muchísimo —dije con enfado antes de salir de la habitación—, pero está decidido y no voy a cambiar de opinión. Tomas, vendrás conmigo tanto si quieres como si no.
Era una noche de luna llena, que de vez en cuando ocultaban unas nubes finas y tenues. Me interné en el bosque y esperé, oliendo el aroma de la vegetación que me rodeaba y temblando presa de los nervios. Al filo de la medianoche apareció Dominique procedente de la mansión y se detuvo en nuestro punto de encuentro habitual, junto a las cuadras. La observé por un instante. Había sido uno de los días más largos de mi vida y ahí estaba, arrastrándome sin ninguna necesidad hacia el siguiente mientras me disponía a robar a un amigo que se había sacrificado por mí. Contemplé a mi antigua amante e intenté imaginar la vida que compartiríamos en Londres cuando fuéramos ricos. A pesar de las expectativas que me había creado en torno a ese día, de pronto ya no le veía el sentido. El dinero me había cegado. Trescientas libras. Con esa suma podríamos establecernos cómodamente, pero era un precio demasiado alto por perder el honor.
—Ah, estás ahí —dijo Dominique, sonriendo con alivio cuando salí de mi escondite y fui caminando hacia ella—. Empezaba a pensar que no vendrías.
—Sabías que no te fallaría —repliqué.
Dominique alargó la mano y me frotó el brazo.
—Estás helado. Todo saldrá bien. He dejado mi equipaje ahí mismo. —Movió la cabeza en dirección a la cuadra y vi una pequeña maleta apoyada contra la pared—. Llevo muy pocas cosas. He pensado que una vez en Londres podremos comprar lo que necesitemos.
—Voy a buscar el dinero —murmuré. No estaba de humor para charlas, especialmente si estaban relacionadas con el gasto de una suma conseguida con malas artes. Eché a andar hacia la entrada de la mansión, y Dominique me siguió.
—Voy contigo.
—No hace falta. Puedo ir solo.
—Pero quiero ir —insistió, fingiendo jovialidad, como si estuviéramos embarcados en una gran aventura—. Así vigilaré que no venga nadie.
Me detuve y la miré. A la luz de la luna su tez blanca cobraba tonos azulados. Me sostuvo la mirada sin parpadear.
—¿O más bien quieres vigilarme? ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Huir solo con el dinero?
—¡Claro que no! —protestó. Apretó los labios mientras intentaba descifrar mi estado de ánimo. Tras una pausa, tiró de mi camisa y añadió—: Te acompaño.
Me encogí de hombros y seguí caminando. Al llegar a la puerta me detuve y, agarrándome a las verjas con pinchos que separaban el lavadero del sótano del nivel del suelo, miré hacia el tejado. Desde donde me encontraba no parecía muy alto, pero sabía por experiencia que desde arriba la impresión era mucho mayor. Debía de haber unos diez metros de altura, si bien creía poder salvarlos fácilmente escalando el muro, como un Romeo del siglo XVIII.
—Vamos allá —dije al tiempo que abría la puerta y me sumía en las sombras.
La cocina estaba a oscuras, y me encaminé hacia la escalera que conducía a las dependencias del servicio. Con Dominique detrás, empecé a subir y alargué la mano para ayudarla. En el alféizar de la ventana del siguiente rellano había una vela encendida. Hice una pausa con la intención de cogerla, pero al final decidí que no valia la pena. La vela proyectaba un pasillo estrecho y ascendente de luz y a duras penas distinguía los escalones para apoyar los pies. Por desgracia, Dominique dio un traspié, y si no hubiera ido cogida de mi mano habría caído con gran estruendo.
—Lo siento —dijo, y se mordió el labio inferior.
La miré. El miedo me atenazaba el estómago; no por el riesgo que corríamos (en realidad, poco), sino por lo que estaba a punto de hacer. ¿Y por qué lo hacía? ¿Por Dominique? ¿Por nosotros?
—Ve con cuidado —susurré, y continué subiendo—. Despacio.
En la siguiente planta vi las puertas de varias habitaciones. Una de ellas era la de Mary-Ann y otra la de Dominique. En el recodo de la escalera, seis peldaños más arriba, había una puerta entreabierta. Vacilé y miré hacia atrás en señal de respeto. Era la habitación de Jack. No sé por qué, empujé la puerta, que se abrió de par en par emitiendo un crujido que podría haberse oído en toda Inglaterra. Contuve la respiración, esperando que dieran la voz de alarma, pero no ocurrió nada. Entré y eché un vistazo. Había un catre en un rincón, un armario cuya puerta colgaba del gozne inferior, una alfombrilla raída, un hogar lleno de ceniza, una estantería atestada de libros, una jofaina y un jarro. Por supuesto, nada era nuevo para mí, pero en ese momento me sentí como si hubiese visto un fantasma, sobre todo al pensar que el hombre que hasta hacía poco ocupaba ese cuarto estaba en una celda y seguramente pasaría mucho tiempo antes de que pudiera salir. Seguimos subiendo.
Un largo pasillo terminaba en una ventana que a su vez daba al tejado. Abrí una hoja suavemente y salí al exterior, donde el frío aire nocturno me estremeció. Me volví para ayudar a Dominique a cruzar la ventana; se le enganchó la falda con una esquirla de la madera pero conseguimos soltarla. Nos encontramos en una plataforma de unos cuatro metros por tres, y a nuestra derecha se extendía el ascendente tejado de pizarra. Me dirigí hacia el borde, ligeramente inclinado hacia delante, sin dejarde mirar abajo, a las verjas de pinchos. El vértigo me paralizó y sentí que perdía el equilibrio, hasta que Dominique me agarró del brazo y tiró de mí con fuerza. Caímos sobre el tejado y contra la pared, y nuestros labios quedaron a un palmo de distancia. Dominique me empujó al tiempo que me miraba como si me hubiera vuelto loco.
—Pero ¿qué haces? —rezongó—. ¿Acaso quieres romperte la crisma? Si te caes desde esta altura te matas.
—No iba a caerme —murmuré—. Sólo estaba mirando.
—Bueno, pues no vuelvas a mirar. Limítate a buscar el dinero y larguémonos de aquí cuanto antes.
Asentí y miré alrededor. Jack me había dicho que había un desagüe con una tapadera, dentro de la cual ocultaba el dinero. Aunque continuaba un poco desorientado, vi el desagüe que corría por el tejado y al seguirlo con la mirada divisé un panel cuadrado y negro a un lado.
—Allí —dije, señalándolo—. Allí está. —Me acerqué, me puse de rodillas e intenté abrir la tapadera haciendo palanca con un dedo, pero el agujero era demasiado pequeño.
—Ten, usa esto —dijo Dominique al tiempo que se quitaba una horquilla del pelo, que cayó sobre sus hombros.
La contemplé unos instantes antes de intentarlo de nuevo y al final levanté la tapa sin esfuerzo. Metí la mano y saqué una caja. Nos sentamos junto a la pared y nos quedamos mirándola maravillados. En ese momento supe que sería capaz de robar aquel dinero. Nunca lo había visto, y mucho menos había tenido la oportunidad de contarlo, todo lo que sabía era que estaba escondido en una caja que podía llevarme.
—Ábrela —murmuró Dominique con voz grave.
Era una caja de puros que Jack debía de haber comprado en el pueblo o, más probablemente, robado en un cuarto de huéspedes en la época en que había empezado a ahorrar. El olor a humedad del dinero invadió mis fosas nasales y me eché a reír, anonadado de tener semejante suma ante mis ojos. Saqué los enormes billetes y me asombré de su tamaño y grosor. Rara vez había tenido un billete en las manos; mis magros ahorros consistían en una bolsa de monedas que solía contar con enorme placer en mi habitación en casa de los Amberton. Calculé que la caja debía de contener la suma que Jack me había dicho, si no más.
—Mira, Dominique. Es impresionante.
—Nuestro futuro depende de esto —afirmó ella mientras se levantaba y luego me ayudaba a ponerme en pie.
Metí los billetes en la caja, la cerré y eché el pestillo, no fuera a arrancármela de las manos la brisa de un Dios proveedor y se la llevara volando por encima de los árboles de Cageley antes de desparramar su contenido sobre las casas. Estaba listo para cruzar la ventana de nuevo y largarme de Cageley para siempre y ya veía la buena vida que me esperaba: ropa cara, buena comida, una casa decente, un trabajo, dinero. Y amor, sobre todo amor.
Al volverme hacia la ventana no pude evitar echar un vistazo por encima del hombro. Hay momentos, simples escenas que se te quedan grabadas para toda la vida. Después de doscientos cincuenta y seis años en este mundo, siempre que pienso en mi niñez y adolescencia, la imagen de esos primeros tiempos irreflexivos termina junto a esa ventana de Cageley House en el momento de volver la vista atrás antes de marcharme definitivamente. Siento que me remuerde la conciencia y se me encoge el corazón ante lo que me dispongo a hacer, y al mismo tiempo sé que ese desconsuelo me perseguirá todos los días de mi existencia. Y es en ese instante cuando, en un abrir y cerrar de ojos, diviso los establos más allá del patio. Aunque la luna no los ilumina y permanecen en sombras, los distingo perfectamente. Los conozco tan bien como la palma de mi mano, y también a los caballos. Los oigo relinchar; un par de yeguas gimen en sueños. Veo el muro exterior y la esquina donde está la bomba de agua junto a la que solía sentarme con Jack a beber una cerveza al finalizar la jornada de trabajo, el punto desde el que se contemplaba mejor la puesta de sol. Recuerdo el sentimiento de placer que me invadía al tumbarme allí después de nueve o diez horas de trabajo, con toda una noche llena de promesas por delante. Recuerdo las horas que pasamos .illí sentados, hablando tranquilamente, aunque llevábamos todo el día deseando estar en otra parte, cuanto más lejos mejor. Rememoro las bromas, las risas, los insultos, las burlas cordiales.
Tomó conciencia de que aunque viviera cien años jamás me perdonaría el crimen que estaba a punto de cometer.
Nunca íbamos a ningún otro sitio ni hablábamos con nadie más. Éramos amigos. Cerré los ojos para pensar. En ese momento no sabía lo que es estar dolido con aquellos que uno ha considerado amigos, si bien desde entonces lo he sufrido repetidas veces en carne propia, y allí estaba yo, disponiéndome a cometer un acto horrendo. Todo ese dinero… Jack lo había ganado con el sudor de su frente. Había pasado por incontables sufrimientos y maltratos, había paleado mierda y almohazado caballos muchas más veces de las que podía recordar. Se lo había ganado a pulso.
ahora yo lo robaba. No podía soportarlo.
—Lo siento mucho —dije mirando a Dominique a los ojos y moviendo la cabeza con pesar—. No puedo hacerlo.
—¿Qué no puedes hacer?
—Esto, lo que estamos haciendo: robar. Soy incapaz, en serio.
—Matthieu —dijo con voz serena, acercándose a mí despacio, como si se las viera con un niño travieso al que tuviera que prevenir de algún peligro—. Lo que pasa es que estás nervioso. También yo lo estoy. Ese dinero nos hace falta. Si vamos a…
—No, el que necesita el dinero es Jack. Es su dinero y lo necesita para salir de la cárcel. Así podrá irse a…
—¿Y nosotros qué? —gritó, lanzando una mirada encendida a la caja de puros, lo que hizo que yo la aferrase con mayor fuerza aún—. ¿Qué pasará con los planes que teníamos?
—¿Acaso no te das cuenta? Esto no cambia nada. No tenemos más que ponernos en camino de nuevo y…
—Escucha, Matthieu —me interrumpió con voz enérgica, y di un paso atrás temiendo que se abalanzara sobre la caja—. No pienso ponerme en camino, ni lo sueñes. Cogeré el dinero y…
—¡No! —grité—. ¡No lo cogerás! ¡No lo robaremos! Se lo llevaré a Jack. ¡Y lo sacaré de la cárcel!
Suspiró y se llevó una mano a la frente antes de cerrar los ojos y sumirse, al parecer, en profundos pensamientos. Tragué saliva y parpadeé hecho un manojo de nervios, expectante. Aguardé a que dijera algo. Cuando apartó la mano, en lugar de la mirada airada que había previsto, Dominique sonreía. Se acercó un poco más; le temblaban los labios ligeramente y no apartaba la mirada de mí.
—Matthieu —dijo con calma—, debes considerar lo mejor para nosotros, para ti y para mí, para que podamos estar juntos.
Ladeé la cabeza ligeramente mientras calibraba el alcance de sus palabras. Arrimó su rostro al mío y, al rozarme los labios con los suyos, cerró los ojos y presionó suavemente con la lengua mis labios apretados, que se abrieron un poco por instinto. Apoyó una mano en mi espalda y fue descendiendo hasta la cintura, y más abajo, justo donde sabía que yo era más vulnerable. Solté un gemido y me puse a temblar, excitado por lo que pensaba que iba a ocurrir. La tomé de la nuca para besarla con pasión, pero de pronto apartó sus labios de los míos y empezó a besarme el cuello.
—Podemos hacerlo —susurró—. Podemos estar juntos.
Yo continuaba debatiéndome. La quería. Pero al final me negué.
—Tenemos que salvar a Jack —murmuré, y Dominique se apartó con expresión de furia.
Desvié los ojos para no ver la codicia reflejada en su semblante y cogí aquella caja llena de dinero que la obsesionaba.
De pronto se arrojó sobre ella.
Instintivamente, di un salto a un lado.
Y un segundo después, Dominique ya no estaba allí.
Parpadeé aturdido. Había ido acostumbrándome a la oscuridad y veía claramente que había desaparecido, y aun así no me moví, agarrando la caja de puros como si me fuera la vida en ello, sin saber qué debía hacer a continuación. Sentí náuseas y se me doblaron las rodillas. Me dejé caer sobre el tejado y vomité. Cuando hube vaciado el estómago, volví la cabeza para observar el resultado de mi reacción de hacía unos instantes: allá abajo, a diez metros de distancia, en la noche oscura y fría, estaba Dominique empalada en la verja como una muñeca de trapo.
Antes de echar a caminar hacia la prisión, liberé el cadáver y lo deposité con cuidado sobre la hierba. Tenía los ojos abiertos y de su boca manaba un hilo de sangre que le manchaba la barbilla. La limpié con la mano y le retiré el cabello de la cara. No lloré; por curioso que parezca, todo cuanto quería era huir de allí. Las recriminaciones y las noches de insomnio en que reviviría la escena una y otra vez vendrían después. De hecho, tenía por delante dos siglos y medio para recordar. En ese momento estaba demasiado aturdido y lo único que me interesaba era marcharme de esa casa lo más rápido posible.