Miguel sufre un accidente de tráfico, provocado por un conductor suicida, en el que muere su yerno. Desde entonces vive con su hija Lucía y su nieta Rebeca, quienes, un verano, le ofrecen irse con elles de vacaciones a su pueblo, Algar, en la ruta de los pueblos blancos de Cádiz.
Miguel le cuenta a su nieta, a lo largo de diversos capítulos, la historia que le impide acompañarlas: La aventura de los maquis huidos a las montañas y perseguidos por la Guardia Civil, los atracos, secuestros, contrabando, asesinatos y el hambre que siguió a esos hechos obligaron a su familia y a otras muchas a abandonar el pueblo y emigrar hacia el Norte. Una historia dura de la época negra de España narrada con el ritmo de lo confidencial que llega directamente a la sensibilidad del lector y le hace reflexionar sobre los hechos acontecidos sin buscar culpables.
Esta novela, aunque basada en hechos históricos, no debe tomarse como una copia de la realidad y nadie debe sentirse aludido ya que es fruto de la imaginación del autor que ha jugado con hechos y situaciones, personas y localizaciones según lo requería la trama.
Juan Pan García
La pista del Lobo
ePUB v1.3
Werth04.06.12
Título original:
La pista del lobo
Juan Pan García, 2007
Diseño/retoque portada: Juan Pan García, Orkelyon, Werth
Editor original: Werth (v1.0)
ePub base v2.0
Esta obra ha sido publicada en ePubGratis a petición del autor, y con su supervisión.
Dedicado a mis padres, con mucho cariño
A
manecía despejado en Madrid, el cielo aparecía con un color anaranjado hacia el Este y ninguna nube ocupaba el espacio que se divisaba desde el balcón de un apartamento situado en la cuarta planta de un edificio de la calle Delicias.
Después de cuatro días de lluvias, la atmósfera de la urbe era clara y transparente. Nada quedaba aquella mañana del casco oscuro de contaminación atmosférica que cubría la ciudad antes de las lluvias.
Eran las cinco de la mañana del día 15 de junio de 2005 y Miguel ya se había levantado de la cama como era su costumbre desde aquel terrible accidente en la autovía en que un loco suicida, circulando en dirección contraria, provocó un choque múltiple, causando varios muertos y heridos. Habían pasado tres años desde que lo sacaron del coche los bomberos. Allí perdió sus piernas, su alegría y su futuro: sólo le faltaban dos para jubilarse y siempre había esperado ese momento para comprarse una casa en el campo y vivir lo que le restaba de vida en paz en medio de la naturaleza.
Ahora se hallaba inválido en una silla de ruedas, dependiendo de la ayuda de Lucía, su hija, para hacer todas sus necesidades. La única alegría que le quedaba era ver cómo crecía Rebeca, su nieta desde hacía once años. Dentro de tres horas, la niña se levantaría, tomaría el desayuno y se despediría de él con un par de besos antes de salir de casa y perderse en el ascensor para bajar a la calle, donde sería recogida por el autobús escolar que la llevaría hasta su colegio, sito en la calle Claudio Coello. Aquél sería su último día de curso. Lucía la acompañaría y se quedaría para recoger las notas. Luego, la chiquilla tendría tres meses de vacaciones, que si no fuese por culpa de él, pasarían en un lugar de la costa, como antes de… ¡No quería ni recordarlo!
Miguel giró bruscamente la silla, empujando una sola rueda con su mano derecha y frenando la otra con la izquierda; se apartó de la ventana y se dirigió al comedor. Al pasar junto a una mesa cogió el mando a distancia y encendió el televisor para ver las noticias. Desde que sufrió el accidente no podía dormir: tenía frecuentes pesadillas, cuando no eran los dolores, y permanecía despierto durante horas sin hacer ruido para no despertar a la familia; pero cuando la luz del amanecer se filtraba por la ventana de su habitación se levantaba y se quedaba mirando la salida del sol desde el balcón, hundido en sus nostálgicos pensamientos. No podía olvidar aquel coche que a las 7:39 de la tarde venía de frente por el mismo carril que él llevaba en dirección a Madrid, en la A-6, cerca de Moncloa.
Su yerno José, que venía junto a él conduciendo, vio venir el coche suicida e intentó esquivarlo, pero tropezó con otro que circulaba en paralelo por el lado derecho y los tres se convirtieron en un amasijo de hierros. Los dos eran trabajadores autónomos; hacían ese trayecto cada día desde hacía dos meses, al salir de su trabajo en Los Ángeles de San Rafael.
José tuvo mejor suerte, no se quedó inútil para toda la vida: murió en el instante, sin enterarse. Los peor parados fueron él, su hija y su nieta, quienes debían vivir para siempre con esa carga, con esos recuerdos, con esos sufrimientos… Ya nada sería lo mismo para ellos. Su nieta apenas salía de casa, pasaba las horas estudiando o mirando el ordenador y la televisión. De vez en cuando venía, le abrazaba y le daba varios besos; luego le hacía preguntas sobre sus deberes o le rogaba que le contase cuentos o historias. Decía que no quería recordar nada sobre aquel fatídico día; aunque, a veces, el abuelo la sorprendía llorando en su habitación con un retrato de su padre en las manos. La noche anterior, su madre le había dicho que si sacaba buenas notas le iba a dar una sorpresa, y la niña tardó en dormirse, pensando en qué sería lo que ocultaba su madre.
Miguel escuchó un ruido en el dormitorio de su nieta y vio que se encendió la luz. Aún faltaban dos horas para que sonase el despertador y el abuelo se preguntaba qué le sucedía a la niña cuando de pronto la vio aparecer restregándose los ojos, descalza y en camisón.
–Buenos días, abuelo –dijo la chiquilla acercándose y dándole un beso.
–Hola, hija, ¿no puedes dormir?
–Abuelo, ¿tú sabes qué es lo que me va a regalar mamá?
El abuelo sonrió y abrazó a su nieta. ¡La pobre había estado toda la noche pensando en las notas y en el regalo prometido!
–Pues no, no sé nada. Pero ya falta poco, no te preocupes que todo llega. Anda, túmbate ahí en el sofá y mira la televisión conmigo; es muy temprano.
Así lo hizo la niña y al poco tiempo Miguel vio que su nieta se había dormido de nuevo. Él bajó el volumen del televisor y esperó, como siempre, a que sonara la alarma del despertador en el dormitorio de Lucía. ¡Quién le iba a decir que acabaría sus días postrado en una silla de ruedas!
Miguel era natural de Algar, uno de esos llamados «pueblos blancos» de la Sierra de Cádiz.
Un precioso pueblecito, de unos dos mil habitantes. Sus casas son blancas, encaladas cada año. Está construido a horcajadas sobre un monte, en cuya cima se encuentran los edificios principales, los más antiguos: la Iglesia, el Ayuntamiento, la cárcel, la plaza de abastos, el cine y el palacio de su fundador, don Domingo López de Carvajal.
Don Domingo era un gallego residente en El Puerto de Santa María, y un rico comerciante que tenía negocios en México, con las minas de oro, y que por tal motivo viajaba constantemente al otro lado del Atlántico. En uno de esos viajes le sorprendió un fuerte temporal en medio del océano que amenazó con hundir el barco. Las grandes olas golpeaban el casco, pasaban de un lado a otro de la cubierta, y amenazaban con tragarse la débil goleta, que con las velas destrozadas y rotos los amarres que sujetaban la carga se balanceaba con fuerza, sin rumbo, hacia lo desconocido.
Don Domingo, aterrorizado, se arrodilló delante de la imagen de la Virgen de Guadalupe, que transportaba desde aquel país, y le hizo la siguiente promesa: «Si me salvas de este naufragio, te construiré una iglesia en el sitio más agreste y seco de la provincia de Cádiz, donde tengo mi residencia. Compraré las tierras del alrededor y las repartiré entre los pobres».
Don Domingo se salvó aquel día y cumplió su promesa: en el año 1757 le compró la Dehesa de Algar al Ayuntamiento de Jerez. Luego se deslindaron las fincas y se repartieron entre las noventa familias más pobres de los pueblos de la Sierra de Cádiz. También les construyó las viviendas y le dio a cada una de las familias una yunta de bueyes, arado y otros aperos de labranza para que pudiesen cultivar las tierras. Por este gesto tan generoso recibió de manos del Rey el título de Marqués de la Atalaya Bermeja y Vizconde de Carrión.
Algunos descendientes de aquellos colonos –los más pobres de la zona– eran, en los años cuarenta, los amos del pueblo, los ricos explotadores de los jornaleros que vivían en Algar, descendientes, a su vez, de aquellos otros jornaleros que los colonos tuvieron que contratar para poder sacar adelante unas tierras que les había llovido del cielo.
Con el paso de los años habían crecido las desigualdades sociales: los ricos eran cada vez más ricos; los pobres cada vez más pobres. Por las noches, los jornaleros que no tenían trabajo se reunían en la plaza, delante del cine, y esperaban a que acudiesen los mayorales de las haciendas con las listas de los nombres que los amos habían decidido contratar para el día siguiente. Si algún jornalero protestaba o reclamaba algo al señorito de turno, éste lo comentaba con sus socios en el casino y, desde ese momento, ninguno lo contrataba. El pobre hombre tenía que irse del pueblo si no quería morir de hambre.
En la entrada del pueblo existe una explanada, donde se inicia la carretera que va a Arcos y Jerez. En ella está la estación del autobús de Los Amarillos, que cubre la línea de Jerez-Algar; junto a ella se encuentra la plaza de toros, y un poco más lejos, a la salida del pueblo, el cuartel de la Guardia Civil. La calle Real se inicia en esta explanada y atraviesa toda la villa de norte a sur. Al final de la calle sale una carretera que lleva hasta el río Majaceite, que atraviesa con un puente y conecta con la carretera que une Jerez con Cortes de la Frontera.
A las ocho en punto sonó el despertador y la casa cobró vida. Lucía se levantó y se fue directa a la cocina a preparar la cafetera y unas tostadas; luego fue al cuarto de baño a arreglarse. Al pasar por la puerta que comunicaba con el salón dijo:
–Buenos días, papá. Rebeca, levántate que ya es la hora. Hoy no podemos llegar tarde.
Poco más tarde, después de desayunar los tres juntos, Lucía se despedía de su padre, diciendo:
–Hoy vendremos antes. Cuídate y no le abras la puerta a nadie. Bueno, hasta luego.
–¡Hasta luego, abuelo! –gritó la niña desde la puerta.
Miguel se quedó solo viendo la televisión. Las horas se le hacían interminables. Aparte de las Noticias, nada le interesaba de aquellos programas basura que llenaban los espacios televisivos. Pasaba las horas de la mañana moviendo la silla desde el salón al balcón y viceversa, para ver pasar la vida por la calle y luego reflejada en la pantalla del televisor. A su regreso, Lucía le traería el periódico, y la lectura lo mantendría ocupado durante el resto del día. Así un día y otro…
A
las doce, casi coincidiendo con la señal horaria del reloj de pared del salón, escuchó el sonido de la llave en la cerradura de la puerta y Rebeca entró corriendo a abrazar a Miguel. Muy contenta le dijo:
–¡Abuelo, he sacado un ocho!
–Enhorabuena, hija –contestó Miguel–. ¿Y qué sorpresa te ha dado mamá?
–¡Mamá nos va a llevar de vacaciones a tu pueblo!
La noticia le sorprendió, no se lo esperaba. Se quedó serio, contrariado. Al cabo de unos segundos, que se hicieron interminables para su nieta, dijo: