Londres, 12 de agosto de 1999
Querido señor Zéla
:Desde el funeral de mi padre he deseado llamarlo en varias ocasiones para agradecerle las cariñosas palabras que le dedicó en la iglesia aquel triste día. Debo decirle que saber que nuestro padre era una persona tan querida y respetada en su trabajo ha supuesto para nosotros un gran consuelo.
Me encantó conversar con usted después de la ceremonia; fue una lástima que se marchase de forma tan repentina y no pudiéramos acabar nuestra charla. Quizá recuerde que hablamos sobre mi trabajo, el guión; usted pareció interesado. Mencionó que su sobrino Tommy probablemente conocería mejor los entresijos de la televisión que usted mismo.
Seguí su consejo y, al acabar el guión, lo mandé a la atención de su sobrino, en la BBC. Siento comunicarle que me lo devolvió sin siquiera haberlo leído, adjuntando una escueta nota. ¿Acaso se olvidó usted de avisarle de que iba a recibir un guión?
No he tenido oportunidad de hablar con él ni con usted sobre mi escrito, de modo que he decidido seguir la tradición de los buscavidas hollywoodienses y resumirlo en cuatro líneas. Ahí van
:Una noche, un par de amigos de mediana edad salen de copas; en el camino de regreso recogen a una menor prostituta y se la llevan a casa. Al llegar deciden montárselo con drogas, a las que no están acostumbrados, y uno de los dos hombres se pasa de la raya y muere. El amigo se derrumba y pide ayuda a otro cincuentón; éste no pierde la calma y llama a un joven que le debe unos cuantos favores. Juntos llevan a otro lugar el cadáver. Cuando lo encuentran a la mañana siguiente, todo el mundo piensa que ha sido un accidente y que cuando el tipo murió estaba solo. De ese modo nadie se ve salpicado por el escándalo. Lo que no saben es que durante la noche anterior el jaleo despertó al hijo del muerto, que dormía en la casa, y pudo oír sus planes y ver lo que hacían. Al principio se plantea acudir a la policía y denunciarlos, pero al final descarta esa idea, pues se le ocurre que esos dos tipos pueden echarle un cable en su carrera profesional. Que es lo que acaba ocurriendo, pues son los primeros interesados en que la vida discurra sin problemas. Y así echan tierra felizmente sobre el escabroso asunto.
¿Qué le parece, señor Zéla? ¿Le gusta? Como puede ver, le he mandado una copia del guión entero, y otra a su sobrino con una nota explicativa un poco más clara que la anterior. Estoy seguro de que me ayudarán a sacarlo adelante.
A la espera de sus noticias, aprovecho para saludarlo afectuosamente.
Lee Hocknell
Invité a Martin a tomar una copa en mi apartamento, pues me pareció que para comunicar malas noticias el escenario cálido y familiar de mi casa era mejor que la fría e impersonal atmósfera que se respiraba en las oficinas de la emisora. Tenía que informarle que su programa dejaría de emitirse, y, considerando su situación, no sabía cómo se lo tomaría. Al fin y al cabo, era un hombre acostumbrado a ser el centro de atención, a que la gente escuchara todas y cada una de sus palabras, por muy descabelladas que fuesen, que de pronto, a los sesenta y un años, se encontraría en el paro y abandonado a su suerte. Enloquecería. El dinero no representaba un problema; no le pagábamos mucho, pero vivía con holgura. En su carrera política había ganado lo suficiente para mantenerse el resto de su vida, y era propietario de una casa que había llenado de valiosos cuadros y obras de arte. Llevaba la clase de vida que le encantaba ridiculizar en los demás pero que él no habría abandonado por nada del mundo. Me habría gustado que se tomara bien la noticia, pero no me hacía demasiadas ilusiones.
No había contado con que su mujer lo acompañara; su presencia desbarató el breve discurso que me había preparado. Polly es la segunda esposa de Martin y llevan siete años casados. Huelga decir que es bastante más joven que él, pues sólo tiene treinta y cuatro años. Su primera mujer, Angela, a quien no llegué a conocer, vivió con él la mayor parte de su etapa como parlamentario, pero se separaron en cuanto Martin volvió a convertirse en un ciudadano de a pie. Cuando las presiones de la política cesaron y no hubo necesidad de fingir que el suyo era un matrimonio feliz, Martin se deshizo de su esposa y quedó con las manos libres para ir en pos de la siguiente generación. Enseguida tropezó con Polly, pues es sabido que la celebridad crea una aureola muy atractiva. Aunque apenas sé nada de ella, me he fijado en que posee buen ojo para las obras de arte (trabajaba en Florencia, en una galería cuya construcción ayudé a financiar en la década de 1870) y un oído para la música que no abunda en las damas de su generación. Se casó con Martin por dinero, por supuesto, pero él también ha salido ganando. Le encanta que lo vean en público como un galán entrado en años acompañado de una joven belleza, y, en el supuesto de que Polly le permita acercarse a ella, me atrevería a decir que todavía puede enseñarle algo.
—¡Martin! —exclamé con jovialidad al abrir la puerta—. Polly —murmuré a continuación, y se me congeló la sonrisa—. Me alegra que hayáis venido los dos.
—También yo me alegro de verte —dijo él.
Al entrar recorrió rápidamente la estancia con la mirada por si había alguien más o descubría alguna nueva adquisición. Tiene la mala costumbre de fijarse en un objeto, cogerlo para echarle un vistazo rápido y a continuación informarme que él tiene uno igual pero mejor, o que podría haberme conseguido lo mismo por la mitad de precio. Es uno de sus rasgos de carácter menos atractivos.
Los conduje al salón y les ofrecí una copa. Martin quiso un whisky, pero Polly anunció que le gustaría tomarse un
mintjulep.
—¿Un qué? —pregunté boquiabierto. No estaba de humor para cócteles, y mucho menos para representar una escena de
El gran Gatsby.
—Un
mint julep
—insistió Polly—. Bourbon, menta fresca, azúcar glas…
—Ya sé lo que lleva, gracias —me apresuré a interrumpirla—. Pero me sorprende que me lo pidas. —De pronto caí en la cuenta de que no tomaba un
mint julep
desde los años veinte—. La verdad es que no tengo menta.
—¿Y bourbon?
—Eso sí.
—Pues sírveme uno. Solo.
De un cóctel a un simple whisky, qué raro. Fui a la cocina a preparar las bebidas. Al volver, Martin estaba de pie en un rincón; sostenía del revés un candelabro de hierro forjado y lo examinaba con sumo detenimiento; aguantaba las tres velas con cuidado de que no se soltaran mientras pequeñas virutas de cera endurecida caían blandamente sobre la moqueta. Dejé la bandeja sobre la mesa haciendo todo el ruido posible para que Martin devolviera a su sitio el candelabro.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó, dándole la vuelta a la vez que rascaba el hierro para ver si saltaba la pintura—. Tengo uno igual, pero cuando lo rascas se va el color.
—Pues entonces no lo rasques —repuse esbozando una leve sonrisa. Polly se volvió en su asiento para observar a su marido—. ¿Conoces ese chiste del hombre que va al médico y se queja de que cuando se pellizca el brazo le duele?
Por fin dejó el candelabro y se acercó a sentarse con nosotros. Había sido un regalo de boda de mi antigua suegra, Margerita Fleming, con cuya psicótica hija Evangeline había cometido la insensatez de casarme, a principios del siglo xix. Era uno de los pocos recuerdos que me quedaban de ese desdichado matrimonio en Suiza, que acabó con Evangeline arrojándose desde el tejado del sanatorio donde estaba encerrada. Fui yo mismo quien la ingresó, como es natural, después de que intentara matarme — ¡ay!, qué joven más insensata era—, convencida de que yo formaba parte, nada menos, de los conjurados partidarios de Napoleón, con quien nunca había tenido nada que ver. Después de su muerte, ansioso por olvidar a esa arpía amargada, me deshice de la mayor parte de nuestras pertenencias. Pero conservé el candelabro, porque se trataba de una pieza de museo que siempre despertaba la admiración de mis invitados.
—Fue un regalo de boda —respondí cuando volvió a preguntarme dónde lo había conseguido—. De mi antigua suegra, que en paz descanse.
Polly y Martin asintieron con expresión de pesar y bajaron la mirada por respeto a las dos difuntas; por supuesto, ignoraban que éstas habían muerto la friolera de doscientos años atrás. Probablemente creían que me refería a mi más reciente esposa. Fue como si guardáramos un minuto de silencio en memoria de ambas mujeres, de modo que me apresuré a romperlo, pues ninguna de las dos se merecía un homenaje.
—Hace un siglo que no cenamos juntos —dije en tono alegre, recordando nuestras antiguas veladas en su casa—. Por no hablar del tiempo que hacía que no veníais aquí.
—¿Aún sales con Tara Morrison? —preguntó Polly, inclinándose, y no sé por qué me fijé en sus manos, por si llevaba un dictáfono.
—¡Huy, no! —exclamé, y reí—. Hace mucho que lo dejamos. Me parece que no estábamos hechos el uno para el otro.
—¡Qué pena! —repuso.
Así que era una fan de la columna «Tara dice»… Imaginé que seguía a rajatabla y de forma obsesiva sus reglas para la vida. La última vez que cenamos los cuatro, Polly apenas le había quitado los ojos de encima y más tarde la arrinconó para pedirle consejo y acosarla a preguntas sobre las relaciones maritales, precisamente a Tara, una mujer que en su vida había tenido una relación sólida.
—Siempre me pareció que formabais una pareja perfecta —añadió.
—No sé… —Me encogí de hombros, y para mi sorpresa descubrí que el recuerdo de Tara despertaba en mí un sentimiento cercano al arrepentimiento. De pronto caí en la cuenta de lo mucho que pensaba en ella a lo largo del día, de las incontables ocasiones en que me había alegrado la vida y de las no pocas veces que me la había amargado, y de lo que habría dado por que volviera a la emisora. Sentí un escalofrío—. Los dos llevamos una vida muy ajetreada, sobre todo ella. Tiene tantas obligaciones que atender que apenas encontraba tiempo para estar conmigo. Escribir su columna le ocupa muchas horas; no debe de ser fácil. Además, no hay que olvidarse de la diferencia de edad…
—¡Qué tontería! —exclamó Polly. De pronto, al mirar a la inarmónica pareja sentada ante mí, advertí que había metido la pata hasta el fondo—. ¡Qué tendrá que ver la edad! Tampoco eres mucho mayor que Tara, que como mínimo rondará los treinta y cinco. No creo que vivieras la guerra.
Abrí la boca pensando una respuesta.
—Nací en el cuarenta y tres —repuse con precisa sinceridad.
—O sea, que tienes cincuenta y seis, ¿no?
—Exacto, cincuenta y seis —confirmó Martin, como si fuese una calculadora humana.
—Bien —continuó Polly, dispuesta a insistir en su argumento—, ¿Ves como no hay tanta diferencia de edad?
Me encogí de hombros y decidí cambiar de tema, pues advertí que a Martin lo incomodaba especialmente. En una ocasión me había confesado que, desde los diecinueve, cada vez que cumplía años se sumía en la depresión. Aborrece los aniversarios; a sus sesenta y un años, cuando recuerda la época de diez, veinte y treinta años atrás y se da cuenta de lo joven que era, nunca piensa que todo es relativo. Debería plantearse lo que significa estar impaciente por llegar a los cuatrocientos años. Entonces sí se sentiría viejo.
Quizá una de las cosas relacionadas con el tema de la edad que más atormentaban a Martin era la posibilidad de que Polly le fuese infiel. Hacía unos meses, una noche en que salimos a beber unas copas, me confió que temía que su mujer tuviese un lío con uno de los recaderos de su programa de televisión. El chico en cuestión, a quien abordé unas semanas después, no tendría más de diecinueve años. Era alto y guapo, arrogante y engreído, y al parecer había embelesado a todos los que trabajaban con él. Marlin pretendía que despidiera a Daniel, tal era su nombre, y como me negué, nuestra amistad se resintió por un tiempo. No me veía con fuerzas para echarlo, pues trabajaba bien —en opinión de su supervisor lo hacía todo perfecto—, y además las acusaciones de Martin en aquel momento parecían absolutamente infundadas. Más tarde alguien me refirió que lo de Polly y Daniel no había sido más que un «incidente», pero decidí no chivarme a Martin, quien entonces sólo quería echar tierra sobre el asunto. En cualquier caso, lo que lo sacaba de quicio era la juventud en sí misma.
—Quería hablarte de tu programa —dije cuando hubimos agotado la conversación sobre Tara—. ¿Cómo lo ves? ¿Te parece que este formato tiene continuidad? —Me quedé asombrado por mis propias palabras, pues me había preparado una introducción mucho más acertada, en la cual parecía insinuar que su programa tenía futuro.
—Ya era hora de que habláramos —dijo Martin, siempre dispuesto a comentar sus proyectos—. No sé qué pensarás tú, Matthieu, pero creo que tal como está ahora este programa ya no da más de sí. Debo ser sincero contigo.
—¿Hablas en serio? —pregunté boquiabierto.
—Totalmente. Hace tiempo que deseo hablar contigo de este tema. Polly y yo llevamos discutiéndolo desde hace bastante, y hemos llegado a una conclusión que no está mal, y da un paso adelante. Espero que te guste —añadió con la actitud de quien no duda ni por un instante del acierto de su idea.
«Ha pensado en retirarse —pensé con alborozo—. Ahora me dirá que se retira.»—Debemos trasladarnos a la hora de máxima audiencia —anunció entonces, y sonrió mientras extendía los brazos y mostraba las palmas como si de repente viera su nombre en letras de neón—. Y alargar una hora el programa. Con un debate de invitados diferentes todas las semanas y público en el estudio. —Se inclinó como si se dispusiera a colocar la guinda sobre el pastel—. Podría desplazarme de un lado a otro con un micro —añadió exultante—. Piénsalo, será un éxito.
—Muy bien. Es una idea, desde luego.
—Matthieu —intervino Polly con voz meliflua; no sé por qué me pareció que si accedía a poner en práctica esa idea absurda, ella estaría dispuesta a ocupar el cargo de productora. Puedo percibir que alguien se ofrece para un puesto, por muy encubiertamente que lo haga, en cuanto lo veo—. Hoy por hoy el formato que tenemos está obsoleto… Es más que evidente.
—Es verdad. Tienes razón.
—Pero aún tenemos mucho que ofrecer —prosiguió Polly—. Todavía contamos con audiencia. Sólo hace falta que nos modernicemos. Los políticos que invitamos están cada vez más alejados del poder, y en cuanto al liberal escandalizado… bueno, quiero decir, ¿viste al que sacamos la semana pasada?