El ladrón de tiempo (25 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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En Londres vivía en una casa demasiado grande para mí solo, de manera que hacía unos meses había dejado que mi sobrino se trasladara a vivir conmigo. Tom era mi primer sobrino verdadero, el hijo de mi medio hermano, con quien había viajado a Londres en 1760, y, como la mayoría de sus descendientes, se trataba un chico problemático que no hacía nada por salir adelante. Al contrario, iba de un trabajo a otro hasta que se hizo demasiado mayor para aspirar a algo mejor. Creo que esperaba mi muerte para heredar (cuán lejos estaba de imaginar, pobre infeliz, que podía confiar en eso menos aún que en todo lo demás). Una noche en que me sentía especialmente abatido por los derroteros que había tomado mi existencia, estaba en casa con Tom y nos pusimos a fantasear con la idea de emprender un viaje juntos.

—Podríamos ir a Irlanda —sugirió él—. No está lejos y sería muy agradable pasar una larga temporada allí. Siempre he querido vivir en el campo.

Negué con la cabeza.

—No me parece un buen lugar. Es pobre y deprimente, y no para de llover. El mal tiempo perjudica la salud. Aún me entristecería más de lo que estoy.

—¿Y Australia?

—Todavía peor.

—Entonces vayamos a África. Hay un continente entero por explorar.

—Hace mucho calor y es demasiado atrasado. Ya me conoces, Tom, me gustan las comodidades. Soy europeo hasta la médula, y al otro lado del Canal es donde me siento más feliz. Aunque admito que he estado en pocos lugares.

—Pues yo nunca he salido de Inglaterra.

—Eres joven y tienes mucho tiempo por delante.

Tom se quedó callado, pensando en mis palabras. Al fin y al cabo era yo quien pagaría el viaje, y tal vez le avergonzaba proponer un destino, o tal vez no.

—Podríamos ir a algún país europeo —murmuró al rato—. Hay mucho que ver. ¿Qué tal Escandinavia? Suena muy bien.

Estuvimos discutiendo un rato más hasta que al fin llegamos a un acuerdo. Pasaríamos seis meses viajando por Europa, visitando los lugares de interés arquitectónico, las galerías de arte y los museos. Tom sería mi acompañante y secretario, ya que durante el viaje tendría que seguir ocupándome de mis negocios, habría que redactar cartas, convocar reuniones y levantar actas. Para tratarse de un Tomas, debo reconocer que era bastante eficiente, y pensé que podía confiarle con toda tranquilidad esas tareas.

Unos meses más tarde, mientras tomábamos el fresco en la terraza de un hotel de Locamo, Suiza, tras una ardua jornada subiendo y bajando montañas en compañía de unas damas que habían demostrado mucha más energía y devoción por la causa que cualquiera de nosotros dos, Tom expresó su deseo de visitar Francia. Sentí un escalofrío. Francia era el último lugar del mundo al que quería ir por todos los malos recuerdos que me despertaba, pero Tom insistió.

—Después de todo, soy medio francés —argumentó—. Me gustaría conocer el lugar donde creció mi padre.

—Tu padre creció en Dover y luego en un pueblo pequeño llamado Cageley —repliqué malhumorado—. Para eso deberíamos habernos quedado en Inglaterra, pues ya sabes que tu padre se marchó de París cuando era niño.

—Pero allí nació y vivió sus primeros años. Además, mis abuelos eran franceses, ¿no?

—Sí —admití a regañadientes—. Lo eran.

—Y tú eres un francés de pura cepa. Desde que te marchaste de allí siendo un niño no has vuelto. Seguro que te mueres de ganas de ir y ver cómo ha cambiado todo.

—En primer lugar, ya entonces no me gustaba —repuse—. No sé por qué tendría que sentir nostalgia.

Estaba tan seguro de no querer volver que intenté quitarle la idea de la cabeza por todos los medios; sin embargo, el deseo de conocer sus orígenes era muy profundo. Tom me recriminó por no llevarlo a conocer las calles donde habíamos crecido, la ciudad donde mis padres habían vivido y muerto, el lugar que habíamos abandonado para empezar una vida nueva.

—¿Y si te cuento cómo eran? —propuse—. Si quieres puedo relatarte muchas historias sobre nuestros primeros años en Paris, cómo se conocieron tu abuelo y mi madre. Verás… una tarde, cuando mi madre salía del teatro, un niño…

—Conozco la historia, tío Matthieu —me interrumpió con exasperación—. Me has contado todas esas historias en innumerables ocasiones.

—Todas no, seguro.

—Bueno, casi todas. No es necesario que me las expliques otra vez. Quiero ir a París —insistió—. ¿Es eso pedir demasiado? Seguro que en el fondo tienes curiosidad por ver cómo ha cambiado en los últimos treinta años. Cuando te fuiste estabas sin blanca, ¿no te gustaría regresar ahora que has triunfado y ver en lo que se ha convertido en tu ausencia?

Asentí. Tenía razón, por supuesto. A mi pesar, debía reconocer que nunca había dejado de pensar en Francia. Aunque no me inspiraba grandes sentimientos patrióticos, me sentía francés, y pese a no guardar buenos recuerdos de París, ésta seguía siendo la ciudad donde había nacido. A veces aún tenía pesadillas relacionadas con la muerte de mi padre, el asesinato de mi madre y la ejecución de mi padrastro, pero aun así la ciudad seguía ejerciendo en mí una extraña y comprensible fascinación. Tom estaba en lo cierto; claro que quería volver a París. A finales de 1792 proseguimos nuestro viaje por Europa, deteniéndonos durante semanas en lugares de interés, y en la primavera del año siguiente llegamos a nuestro destino, mi ciudad natal.

Tom era un chico un poco sádico, un defecto que al final sería su perdición. Aunque incapaz de matar una mosca, disfrutaba viendo sufrir a otras personas: era un
voyeur
del padecimiento ajeno. En Londres frecuentaba las peleas de gallos, y al volver a casa tenía la mirada turbia. Le gustaba mucho el boxeo y cualquier tipo de lucha, cuanto más sanguinaria mejor. Para alguien que tuviese una perversión de esa clase, el París de 1793 no era un lugar del todo desagradable.

La gigantesca, siniestra y maloliente prisión de la Bastilla, donde los nuevos republicanos habían encerrado a los aristócratas, había sido tomada en 1789 y desde entonces se habían sucedido continuos tumultos en las calles que obligaron a Luis XVI a abandonar París con su familia a finales de ese mismo año. A principios de la década, mientras la Asamblea Nacional presionaba al rey para que aceptase la Constitución y promovía importantes reformas tendentes a mermar el poder absoluto de la monarquía, se mascaba el advenimiento del reino del Terror. En 1792, un año antes de nuestra llegada a la ciudad, el doctor Joseph-Ignace Guillotin convenció a la Asamblea Nacional de utilizar un artefacto de ejecución (cuya invención no se debía a él sino a su colega el doctor Antoine Louis). Poco después, esa terrible máquina de matar se instalo en la plaza de la Concordia, desde donde gobernó a todos los ciudadanos de Francia durante los años siguientes.

Cuando en la primavera de 1793 llegamos a París, en sus calles se respiraba ese ambiente de desconfianza, traición y miedo. Hacía sólo unos meses que habían apresado y decapitado al rey y, mientras entrábamos en la capital, sentí que me invadía una extraña indiferencia muy distinta de la ilusión que debería haberme embargado. Había esperado que el regreso a la ciudad me conmoviera, sobre todo por la forma en que ponía fin a un largo exilio, no ya como el pobre huérfano y carterista impulsado por la necesidad que había partido medio siglo antes, sino como un exitoso y acaudalado hombre de negocios. Recordé a mis padres y también a Tomas, pero apenas dediqué un pensamiento a Dominique, pues, aunque ambos habíamos nacido en París, no nos habíamos conocido allí.

Nos instalamos en la pensión más alejada del centro que encontramos, con la idea de permanecer allí una semana antes de proseguir viaje hacia el sur, donde nunca había estado.

—Tú también lo notas, ¿no? —Tom irrumpió en mi habitación, excitado y con el oscuro y tupido pelo alborotado—. La ciudad está que arde. En el aire flota un inconfundible olor a sangre.

—¡Qué bien! —murmuré—. Para una ciudad moderna, es uno de sus mayores atractivos. ¡Las vacaciones resultarán inolvidables!

—¡Vamos, tío Matthieu! —protestó Tom dando saltos por la habitación como un cachorro al que acabaran de sacar de paseo—. Deberías alegrarte de estar aquí en un momento tan importante. ¿Esta ciudad no despierta ningún sentimiento en ti? Recuerda en qué condiciones vivías en París cuando eras pequeño.

—Éramos pobres, es verdad, pero…

—Erais pobres porque a nadie le interesaba darte nada. Todo era para los ricos.

—En primer lugar, los ricos ya lo tenían todo. Así era el mundo entonces.

Al comprender que no estaba dispuesto a discutir, Tom se encogió de hombros, decepcionado.

—Es lo mismo. Los aristócratas se lo quedaban todo y dejaban a los demás sin nada. No es justo.

Lo miré enarcando una ceja. Jamás había imaginado que l'om tuviese esa vena revolucionaria. De hecho, siempre había pensado que si hubiese podido escoger habría preferido vivir como un aristócrata rico, perezoso y alcohólico que como un campesino pobre, maloliente y sobrio, con independencia de que sus ideales se inclinaran a favor de este último. En fin, supongo que sus opiniones, resumidas en la frase «¿por qué habrían de tener ellos tanto cuando nosotros no tenemos nada?», eran razonables en teoría, aunque Tom, que vivía muy bien a mi costa y sin quejarse, no fuera el más indicado para defenderlas.

Poco después de nuestra llegada conocimos a Thérèse Nantes, la hija de los dueños de la pensión. Era una joven morena de dieciocho años que, a juzgar por su permanente irritación, no debía de tener hermanos, por lo que sobre sus hombros recaía gran parte de la responsabilidad del negocio familiar. Imaginé que en épocas más boyantes la familia Nantes debía de contar con la ayuda de un batallón de camareras y cocineros, pues la pensión tenía capacidad para unos treinta huéspedes. En ese momento, debido a la escasez de visitantes en la ciudad, sólo se alojaban en la pensión un matrimonio de mediana edad que llevaba viviendo allí muchos años y un par de viajantes de comercio. Thérèse deambulaba por las salas con el ceño perpetuamente fruncido y siempre que sus padres le decían algo respondía con un gruñido. A la hora de comer aprendimos a no pedir nada que no tuviéramos en el plato, pues corríamos el riesgo de que la comida acabara misteriosamente en nuestro regazo.

Sin embargo, su humor mejoró muchísimo al trabar amistad con mi sobrino. Al principio apenas se notaba el cambio, pero a medida que fueron pasando los días advertí que cuando entrábamos en el comedor nos dirigía un gesto sospechosamente parecido a una media sonrisa. La mañana que me sirvió el desayuno y me deseó «buen provecho» casi me caigo de espaldas, y la noche que estábamos sentados en el salón y nos sorprendió con el ofrecimiento de otra copa de vino me atreví a entablar conversación con ella.

—¿Sabe dónde están monsieur Lafayette y su esposa? —pregunté, refiriéndome a la pareja de franceses que se hospedaban en la pensión—. Imagino que no habrán salido a tomar el aire.

—¿Es que no se ha enterado? —preguntó Thérèse, sacando una botella de vino de un aparador mientras pasaba el dedo para comprobar si había polvo—. Se han ido. Según tengo entendido, se han marchado a vivir al campo.

—¿Al campo? —Me resultaba extraño que no se hubieran despedido de nosotros, pues en el tiempo que llevábamos viviendo allí habíamos mantenido cierta amistad—. ¿Y cuándo volverán? Pensaba que se quedarían aquí hasta el final de sus días.

—Se han ido para siempre, señor Zéla.

—Llámame Matthieu, por favor.

—Esta mañana, muy temprano, han hecho las maletas y han cogido un coche en dirección al sur. La señora ha armado un escándalo por tener que cargar con ellas. Le he dicho que no creía que por lo que me pagan tenga que hacer ciertas cosas, pero ella…

—Pues no he oído nada —la interrumpí, temiendo que continuara quejándose.

Me dirigió una mirada furibunda al tiempo que Tom tosía con diplomacia y se volvía para mirarla a los ojos.

—Con dos bocas menos que alimentar dispondrás de más tiempo para ti —le dijo a modo de consuelo.

Thérèse siguió observándome unos segundos antes de desviar la vista hacia mi sobrino y esbozar una sonrisa.

—Eso no tiene importancia —afirmó como si él hubiera sugerido que la tenía—. Me gusta trabajar aquí.

Se me escapó una inoportuna carcajada y Thérèse me dirigió otra de sus miradas asesinas. A continuación entornó los ojos como si pensara una respuesta.

—¿Por qué no te sientas con nosotros? —propuse en tono conciliador. Me levanté y le ofrecí el sillón vacío que había entre el mío y el de mi sobrino—. Tómate una copa de vino. Supongo que por hoy has terminado, ¿no?

Me miró sorprendida y se volvió hacia Tom, quien la animó a sentarse con un gesto de la cabeza. Thérèse se encogió de hombros y con mucha dignidad se acercó al sillón y se sentó. Tom cogió otro vaso y sirvió una buena ración de vino que ella aceptó con una sonrisa. Nos quedamos callados. Me repantigué en el sillón y me devané los sesos buscando un tema de conversación, l'or suerte, el silencio duró muy poco, pues a Thérèse el vino le soltó la lengua enseguida.

—En cualquier caso, la señora nunca me cayó bien —afirmó, refiriéndose a nuestra antigua compañera de pensión—. Se comportaba de un modo que nunca aprobaré. A veces, por la mañana, cuando entraba en su habitación… —Sacudió la cabeza como si no quisiera horrorizarnos con el relato de los destrozos que el matrimonio Lafayette podía causar en su pequeña habitación.

—Conmigo siempre fue muy educada —dije.

—Una vez me invitó a pasar a su habitación —recordó Tom de repente, alzando la voz como si no pudiéramos oírlo bien—. Me pidió que la ayudara a correr las cortinas. De pronto se arrojó sobre mí y… —Se interrumpió, ruborizado, y me di cuenta de que no había tenido intención de contar esa historia—. En fin, su comportamiento no fue el propio de una dama —concluyó con un hilo de voz—. Yo… supongo… —Nos miró confuso y por primera vez oí reír a Thérèse.

—Te encontraba muy atractivo —declaró, y me pareció ver que le guiñaba un ojo a mi sobrino—. Sólo había que ver cómo te miraba cuando entrabas en el salón.

Tom frunció el entrecejo, como si lamentara el giro que había tomado la conversación.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizado—. ¡Si debe de tener cuarenta años!

—Oh, sí, es más vieja que Matusalén —dije, pero ambos hicieron caso omiso del comentario.

—Me trataba con desdén —prosiguió Thérèse—. Seguramente envidiaba mi juventud y mi belleza. Tiene varias entradas en mi libro de sucesos.

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