El juego de los abalorios (44 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Titubeando, Designori se atrevió entonces a formular una propuesta que había estado elaborando hacía tiempo.

—Yo tendría una propuesta que hacerte —dijo—, y te ruego que por lo menos la conozcas y la estudies con buena voluntad. Tal vez puedas aceptarla y con ello me harías un favor. Desde el día que fui tu huésped aquí, me has ayudado mucho en muchas cosas. Has conocido también mi vida y mi casa y sabes lo que pasa allí. No anda muy bien, pero eso sí, mejor que hace años. Lo más grave es la relación entre mi hijo y yo. Es malcriado y además impertinente, se ha conquistado en casa una posición de privilegio, la logró fácilmente en los años en que, siendo niño aún, fue mimado por la madre y por mí. Luego se volcó resueltamente hacia la madre y se me fueron de las manos poco a poco todos los recursos educativos eficaces. Me conformé, como lo hice por lo demás con mi misma vida, tan poco feliz. Me había resignarlo, por renuncia. Pero ahora que me curé casi, gracias a tu ayuda, acaricio nuevas esperanzas. Verás adonde quiero llegar; mucho me lisonjearía si Tito, que además tiene sus dificultades en la escuela, hallara por un tiempo un maestro, un educador que se preocupara por él. Es un pedido egoísta, lo sé, e ignoro si la tarea puede atraerte. Pero tú me ha dado valor para hablar de la propuesta. Knecht sonrió y le tendió la mano.

—Gracias, Plinio. Ninguna otra proposición podría resultarme más grata. Sólo falta el asentimiento de tu esposa. Y además deberíais resolveros ambos a dejar la resolución al hijo. Para que yo pueda hacerme cargo de él, es necesario eliminar la influencia diaria de la casa paterna. Debes hablar al respecto con tu esposa e inducirla a aceptar esta condición. Toma la cosa con precaución y sin prisa.

—¿Y tú crees —preguntó Designori— que podrías lograr algo con Tito?

—¡Oh, sí! ¿Por qué no? Tiene de ambos padres buena sangre y buenas dotes, falta solamente la armonía de estas fuerzas. Despertar en él el anhelo de esa armonía, más aún, robustecerlo y al final tornarlo consciente, será mi tarea, que asumo con gusto.

Knecht sabía así que sus dos amigos, cada uno en forma distinta, estaban ocupados en su asunto. Mientras Designori en la capital exponía a su mujer los nuevos proyectos, en Waldzell, Tegularius pasaba el tiempo en una celda de trabajo de la biblioteca y reunía de acuerdo con las indicaciones de Knecht el material para la pieza proyectada. El
Magister
había sabido tenderle un cebo infalible con la lectura que le proporcionó; Fritz Tegularius, el que despreciaba tanto la historia, mordió el anzuelo y se enamoró de la historia de la época bélica. Gran trabajador en el juego, reunió con hambre creciente anécdotas sintomáticas de aquella era, que preludió sombríamente a la Orden, y acumuló tantas, que su amigo, cuando meses después recibió su trabajo apenas pudo conservar la décima parte.

En este lapso Knecht repitió varias veces sus visitas a la capital. La esposa de Designori fue otorgándole cada vez más confianza, del mismo modo que a menudo un ser sano y armonioso encuentra fácilmente aceptación por parte de los inquietos y amargados, y pronto estuvo conquistada para los proyectos del marido. De Tito sabemos que en una de las visitas hizo saber arrogantemente al
Magister
que no deseaba ser tuteado por él, sino tratado de usted como lo hacían todos, hasta los maestros en su escuela. Knecht le agradeció con mucha cortesía y se disculpó, contándole que en su provincia el maestro tuteaba a todos los escolares y estudiantes, aun a los mayores. Y después de comer, pidió al niño que saliera un rato con él y le mostrara la ciudad. Durante este paseo, Tito lo llevó también por una magnífica calle de la ciudad vieja, donde estaban en larga serie las casas seculares de las familias patricias más distinguidas y ricas. Delante de una de estas casas estrechas, altas y firmes, Tito se detuvo y preguntó:

—¿La conoce usted?

Y como Knecht contestara que no, dijo:

—Ése es el escudo de los Designori y la casa es nuestra vieja mansión familiar; perteneció durante tres siglos a la familia. Pero nosotros residimos en una indiferente casa de todo el mundo, sólo porque papá, después de la muerte de mi abuelo, tuvo el capricho de vender este bello y venerable palacio familiar y construirse una casa a la moda, que por lo demás ya no es moderna. ¿Puede comprender usted cosa semejante?

—¿Le duele mucho haber perdido la vieja casa? —preguntó amablemente Knecht, y como Tito contestó que sí y repitió su pregunta:

—¿Puede comprender usted cosa semejante? —le dijo:

—Todo se puede comprender, si se pone en la debida luz. Una vieja casa es una cosa bella y si la nueva estuviera al lado y yo debiera elegir, elegiría la vieja. Sí, las viejas casas son hermosas y respetables, especialmente una tan bella como ésta. Pero construirse una casa es también algo hermoso y si un joven ambicioso y progresista tiene que elegir entre colocarse cómodamente tranquilo en un nido preparado o edificarse uno nuevo, se puede comprender perfectamente que su elección puede recaer también sobre construir. Por lo que conozco a su padre, y lo conocí cuando tenía aún su edad de usted y era impaciente y apasionado, se ha hecho a sí mismo el mayor mal con la venta y la pérdida de la casa. Tuvo un grave conflicto con su padre y su familia, y al parecer, su educación entre nosotros no fue la más conveniente para él, por lo menos no pudo ella protegerlo de algunas precipitaciones pasionales. Una de ellas fue seguramente la venta de la mansión. Con eso quiso abofetear y declarar la guerra a la tradición de la familia, al padre, a todo el pasado y a la sumisión; por lo menos me parece comprensible así. Pero el hombre es un ser raro, y no me parecería improbable tampoco otra idea, la de que el vendedor de la casona con esta liquidación no quiso hacer daño a la familia sino sólo a sí mismo. La familia le había desilusionado, le había enviado a nuestras escuelas de selección, le había hecho educar allá a nuestro modo y luego lo recibió aquí a su regreso con tareas, exigencias y deberes para los que no estaba preparado. Pero no quiero ir más lejos en mi interpretación psicológica. De todas maneras, la historia de esta casa vendida muestra la fuerza del conflicto entre padres e hijos, el odio, este amor convertido en odio. En los temperamentos vivos y dotados, tal conflicto surge siempre, la historia universal está llena de ejemplos. Pero puedo también imaginar muy bien a un joven Designori que más tarde se propone como tarea en la vida la de devolver al patrimonio familiar la vieja casa, costare lo que costare.

—Muy bien —exclamó Tito—; ¿y no le daría usted razón si lo hiciera?

—No quisiera erigirme en juez suyo, joven señor. Si más adelante un Designori recuerda la grandeza de su estirpe y el deber que con ella recibió en la vida, si sirve a la ciudad, al Estado, al pueblo, al derecho, al bienestar con todas sus energías, y con ello llega a ser tan fuerte que además lleva a cabo la reconquista de su casa, será un hombre respetable y tendremos que descubrirnos delante de él. Pero si en su vida no conoce otra meta que esta historia de la casa, no sería más que un poseso, un fanático, un pasional; a lo sumo, probablemente, alguien que nunca comprenderá tales conflictos familiares de la juventud en su verdadero sentido y los arrastrará consigo toda su vida, aun cuando sea grande. Podemos comprenderlo y aún compadecerlo, pero no acrecentará la gloria de su casa. Es hermoso que una vieja familia se adhiera con amor a su mansión familiar, pero el rejuvenecimiento y la nueva grandeza provienen siempre y solamente de que los hijos sirven a metas más altas que las de la familia.

Si en este paseo Tito escuchó al huésped de su padre atentamente y con bastante disposición, en otras ocasiones sin embargo, le mostró de nuevo resistencia y rebeldía; sospechaba en el hombre que sus padres generalmente tan poco acordes parecían estimar por igual, un poder que podía amenazar su mimada libertad y se mostró a veces netamente mal educado y descortés; ciertamente, después seguía cada vez el arrepentimiento y el deseo de disculparse, porque lastimaba su orgullo haberse mostrado contrario a la alegre cortesía que rodeaba al
Magister
como una pulida coraza. Y en secreto, en su corazón inexperto y un poco salvaje, sentía, no obstante, que éste era un ser a quien podría tal vez amar mucho y respetar.

Tuvo esta sensación especialmente en una media hora que pasó con Knecht solo, mientras éste esperaba a su padre retenido por negocios. Al entrar en la habitación, Tito vio al huésped sentado con los ojos semicerrados, inmóvil, en la posición de una estatua, irradiando en su recogimiento paz y tranquilidad, tanto que el jovencito comenzó a caminar levemente sin quererlo casi, de puntillas, tratando de escurrirse. Pero entonces el
Magister
abrió los ojos, lo saludó amablemente, se levantó, señaló el piano que estaba en esa habitación y le preguntó si le gustaba la música.

Tito contestó que sí, que hacía bastante tiempo que no hacía una sola hora de música, porque en la escuela no se hallaba en situación brillante y allí los sermoneadores lo torturaban mucho, pero que oír música había sido siempre un gran placer para él. Knecht abrió el piano, se sentó, comprobó si estaba afinado y tocó un andante de Scarlatti, que había empleado en esos días como base de un ejercicio del juego de abalorios. Luego se detuvo y, viendo que el jovencito estaba atento y rendido, comenzó con breves palabras a explicarle lo que ocurría más o menos en aquel ejercicio de abalorios; separó la música en sus partes, mostró algunas de las formas de análisis que se pueden emplear y explicó los medios para la traducción de la música en jeroglíficos del juego. Por primera vez Tito no miró al maestro como un huésped ni como una sabia celebridad que él rechazaba porque aplastaba su orgullo, sino que lo vio en su labor, un hombre que ha aprendido un arte muy sutil y exacto, cuyo sentido él podía solamente intuir, sí, pero que parecía exigir todo un hombre y su dedicación. También le halagó que lo tomara por adulto y suficientemente capaz como para interesarse por estas cosas complicadas. Se aquietó y en esa media hora comenzó a comprender de dónde, de qué fuentes manaba la alegría y la segura tranquilidad de este hombre notable.

La actividad oficial de Knecht era en ese último tiempo casi tan intensa como en el período difícil de la asunción del cargo. Le interesaba sobremanera dejar todos los resortes de sus deberes en estado ejemplar. Logró ese resultado también, aunque fracasó en el otro imaginado al mismo tiempo de hacer aparecer su persona como innecesaria y fácilmente reemplazable. Eso es casi siempre lo que ocurre en nuestros cargos supremos: el
Magister
flota casi solamente como una pieza suprema de adorno, brillante insignia, por encima de la complicada multiplicidad de su campo oficial; va y viene rápidamente, ligero como un espíritu amable, dice dos palabras, asiente afirmando, indica una tarea como un ademán y ya se ha ido a otra cosa; toca en el aparato de sus funciones como un músico en su instrumento, no parece necesitar fuerza y sí apenas un pensamiento, y todo marcha como debe. Pero cada funcionario de este aparato sabe lo que significa, cuando el
Magister
está de viaje o enfermo, reemplazarlo por un día o por unas horas… Mientras Knecht recorría una vez más todo ese pequeño Estado del
Vicus Lusorum
, investigando y empleando sobre todo el mayor cuidado en llevar su «sombra» inadvertidamente a la tarea de reemplazarlo seriamente muy pronto, pudo comprobar al mismo tiempo que su ser íntimo ya se había separado y alejado de todo eso, que toda la preciosidad de este pequeño mundo tan bien imaginado ya no le hacia feliz ni le encadenaba. Veía a Waldzell y su magisterio casi como algo a sus espaldas, un distrito que había atravesado, que le había dado y enseñado mucho, pero que no podía provocar en él ya ninguna energía, ningún acto nuevo. En la época de este lento alejamiento, de esta paulatina despedida; comprendió cada vez más que la verdadera razón de su extrañamiento y de su deseo de marcharse no era ciertamente la conciencia de los peligros inminentes para Castalia y la preocupación por su porvenir, sino que eso era simplemente una parte vacía y desocupada de sí mismo, de su corazón y de su alma, que ahora deseaba tener sus derechos y quería realizarse, colmarse en plenitud.

Volvió a estudiar fundamentalmente una vez más la Constitución y los Estatutos de la Orden y vio que su alejamiento de la provincia no era tan difícil y menos aún imposible de conseguir, como había supuesto al principio. Era libre de renunciar a su cargo por motivos de conciencia, era libre de abandonar la Orden; el voto prestado no ataba por toda la vida, aunque muy rara vez un miembro y nunca una de las más altas autoridades hubiese hecho uso de esta libertad; no, lo que le hacía aparecer tan grave el paso era el espíritu mismo de la jerarquía, la lealtad y la fidelidad en su corazón, no por cierto la estrictez de las leyes. Es cierto, no quería huir ocultamente, preparaba un pedido eficaz para recabar su libertad, el bueno de Tegularius se ennegrecía los dedos escribiendo. Pero él no creía en el resultado de ese pedido. Se le tranquilizaría, se le amonestaría, tal vez se le ofrecería un permiso de descanso en Mariafels, donde poco antes había muerto el
Pater
Jakobus, o tal vez un viaje a Roma. Pero no le soltarían, esto creía que era ya lo más seguro. Soltarle era contrario a toda la tradición de la Orden. Si la suprema Dirección lo hiciera, admitiría que su pedido era justificado, que la vida en Castalia y aun en un puesto tan elevado, en determinadas circunstancias, no bastaría para un hombre, y podía también significar para ese hombre renuncia y reclusión.

XI
LA CIRCULAR

NOS acercamos al final de nuestra narración. Como ya indicamos, nuestro conocimiento de ese fin está lleno de lagunas y tiene más bien el carácter de una saga que el de un informe histórico. Tenemos que conformarnos con eso. Pero más nos complace por lo mismo poder llenar este penúltimo capítulo de la biografía de Knecht con un documento auténtico, es decir, con ese amplio escrito en que el
Magister Ludi
mismo expuso a las autoridades las razones de su resolución y pidió el relevo de su cargo.

Cabe solamente decir, y es cierto, que Josef Knecht no sólo no creía ya, como sabemos, en un buen resultado de este escrito preparado con tantos pormenores, sino que, cuando llegó a ello, hubiera preferido no escribir ni presentar su «pedido». Le pasaba lo que a todos los hombres que ejercen un poder natural y al comienzo inconsciente sobre otros: este poder no es ejercido sin consecuencias para el interesado y si el
Magister
se había alegrado por haber conquistado así a su amigo Tegularius para su propósito, convirtiéndolo en favorecedor y colaborador, lo ocurrido resultaba ahora más fuerte que lo que había pensado y deseado. Había ganado o tentado a Fritz con un trabajo en cuyo valor ya no creía él más, él que le había dado origen; pero no podía anular esa labor cuando el amigo al fin se la entregó realizada, ni dejarla a un lado inutilizada, sin herir profundamente y desilusionar al amigo a quien había querido hacer tolerable la separación. Por lo que creemos saber, correspondía más a las intenciones de Knecht en ese momento renunciar simplemente al cargo y declarar que salía de la Orden, en lugar de elegir el recurso, a sus ojos convertido casi en comedia, de un «pedido». Pero en atención al amigo se allanó una vez más a dominar por un tiempo su impaciencia.

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