Antes que nada, lo primero que necesitaba era sondear al barón Von Mareschal. Tenía confianza en aquel hombre amable y discreto que siempre le había dado sabios consejos de política interna. Para conseguir una princesa europea, necesitaba su ayuda, así como la de la casa de Austria. Quería asegurar la colaboración de su suegro, que se había ofrecido a buscarle una candidata. El barón, de una prudencia exquisita, en seguida se dio cuenta de la importancia de aquel asunto y también del peligro potencial que encerraba. Lo primero que hizo fue preguntar si la marquesa de Santos estaba al corriente de su decisión.
—Todavía no. Está muy embarazada y no es el momento de decirle algo semejante. Para ella será un duro golpe.
Mareschal se pasaba el dedo por su barbilla, dándole vueltas a cómo decir lo que quería decir:
—Vuestra majestad imperial seguramente ignora la repercusión que vuestra relación con la marquesa de Santos ha tenido en Europa. Debéis saber que ha sido un tema de conversación en todos los palacios y cenáculos y hasta se han publicado artículos y comentarios en periódicos de varios países.
—Estoy acostumbrado a los rumores. Un monarca vive rodeado de cotilleos, chismes… No hay que dejarse afectar por ello.
—Sí…, rumores, chismes…, tenéis razón, majestad… —bisbiseó Mareschal, pensativo—. Pero ¿cómo explicaros? En Europa, dada la diferencia de costumbres, hubo una condena general hacia vuestro comportamiento.
Pedro se hizo el sorprendido, y respondió:
—Quiero que sepáis que estoy decidido a cambiar de estilo de vida, barón. No sólo lo deseo, sino que lo necesito.
—No lo dudo, majestad, y quiero ayudaros. Pero es importante que, teniendo en cuenta lo delicado que es el tema, reine la franqueza entre nosotros. Antes de que os decidáis a escribir a vuestro suegro, debéis saber que también él está resentido como monarca y como padre.
Pedro no contestó. Estuvo un rato silencioso, hasta que dijo:
—Os ruego que me creáis, estoy decidido a emprender el camino de la rectitud moral.
—En ese afán de franqueza para que esto pueda salir bien, entenderéis que he de preguntarme qué nos garantiza que cumpliréis con vuestras declaraciones. No pongo en duda vuestra buena fe, pero conozco el corazón humano.
—¿No me creéis, barón?
El austriaco tosió. Parecía sopesar sus palabras:
—Es difícil creeros, majestad, lo reconozco, sabiendo que la persona que ha ejercido una influencia tan larga sobre vuestro corazón sigue viviendo a las puertas del palacio; que su hija, reconocida y elevada a categoría de duquesa en vida de doña Leopoldina, vive prácticamente bajo vuestro mismo techo; que la marquesa está embarazada… ¿Quién puede responder de que no habrá una recaída de su majestad imperial en su antiguo afecto?
—Yo mismo, con mi palabra.
—Conozco bien la bondad de vuestro corazón —respondió el hábil diplomático— y puedo vislumbrar cuán dolorosas pueden ser las medidas que por la necesidad de encontrar una nueva mujer han de imponerse necesariamente. Medidas que no se pueden aplazar…
—¿Como cuáles?
—Conviene confiar la duquesa de Goias a quien pueda educarla de acuerdo con su jerarquía, y mandar a Europa a la madre…
Pedro frunció el ceño. Aquello no le gustaba nada.
—No puede ser, os he dicho que está embarazada.
—Entonces quizá habría que enviarla a Santos, a su ciudad. Entendedme: libre de la marquesa, podéis dar a la pretendida novia la seguridad de una conducta recomendable. Y el Imperio austriaco podría avalaros…
—¿Qué más consejos me dais?
—Empezad por el emperador, por vuestro suegro, que está preocupado por sus nietos, como es natural, y por eso quiere ayudaros. Escribidle una carta bonita y afectuosa, así como a la reina madre; tiene hermanas casaderas, no lo olvidéis… Otro consejo que considero útil es mandar a Viena a la joven reina Maria da Gloria para que perfeccione su educación al lado de su abuelo… Eso puede ser de gran ayuda.
Pedro no pensaba acatar todos los consejos del diplomático porque no estaba acostumbrado a sentirse tan constreñido y era un hombre demasiado celoso de su independencia, pero le escuchó con paciencia y salió satisfecho del encuentro porque terminaron hablando de las posibles candidatas y era como soñar en voz alta. Mareschal había sugerido el nombre de la princesa Ludovica Guillermina, hermana del rey de Baviera y de la emperatriz de Austria. «¿Es hermosa?», le preguntó Pedro. «De una belleza extraordinaria», le respondió Mareschal.
80
Enardecido por su conversación con el barón, escribió una carta a su suegro donde hacía acto de contrición. Mencionaba el
«error político y religioso de mi vida, que toda mi maldad acabó, que prometo a su majestad enmendar desde ya mismo para comportarme como un verdadero cristiano».
A su esposa, la reina, declaró:
«Deseo de ahora en adelante vivir conforme manda nuestra santa religión.»
Al marqués de Barbacena, que estaba desanimado por los reveses de la guerra en el sur, le encargó la misión de ser el negociador de estas segundas nupcias y le apremió a viajar a Europa lo antes posible para traer a Brasil a la nueva emperatriz, y de paso a su hermano Miguel, que se hacía el rezagado.
Sin embargo, el tono de las cartas no engañaron al emperador de Austria ni a su mujer, que hicieron saber a Pedro, siempre a través de Mareschal, que palabras de semejante significado, en la pluma de alguien que se había desmandado tanto, que había causado tantos escándalos, que tanto había hecho sufrir a su hija Leopoldina, carecían de total credibilidad a no ser que fuesen respaldadas por actos concretos que demostraran una nueva manera de vivir, un
«comportamiento en el que no hubiera un mínimo lugar a la hipocresía».
De manera que Pedro, si quería avanzar en la búsqueda de una nueva mujer, se veía obligado a romper con Domitila. La razón le decía que debía hacerlo, lo tenía asumido, pero el corazón se rebelaba. Habían tenido una discusión después del incidente de la celebración de la duquesita de Goias.
—No quiero que pienses que me voy a casar contigo. Eso nunca puede ocurrir —le había dicho Pedro bruscamente.
Unos lagrimones rodaron por las mejillas de Domitila, que no entendía por qué, de repente, era blanco de esa agresividad.
—Déjame por lo menos demostrarte que…
—… Ni aunque me demostrases que eres la heredera directa de Inés de Castro podría casarme contigo.
Como siempre, él se ablandó viéndola llorar y suavizó sus palabras. Invocó la razón de Estado, el interés de la dinastía, la necesidad de rehacer su propio prestigio y el de la monarquía. A medida que enumeraba las múltiples razones por las que no podía casarse con ella, se iba agrietando la coraza de su determinación. A ella no la engañó con pretendidas conversiones que harían de él un hombre virtuoso. Eso era de cara a los demás. A ella sólo se la podía tratar con franqueza, por muy dolorosa que pudiera resultar.
—Barbacena está encargado de buscarme una nueva esposa. Le he mandado a Europa.
—Llevamos seis años juntos y ahora me tiras como un pañuelo usado. Ahora que podríamos gozar el uno del otro sin…
Los sollozos le impedían seguir. No conseguía admitir que Pedro había escogido el imperio por encima de ella. Él dio marcha atrás, tímidamente:
—Seguiremos gozando el uno del otro como lo hemos hecho siempre… —le dijo él, acercándose.
Ella levantó la mirada. Sus ojos negros bañados de lágrimas brillaban como cuentas de azabache.
—¿A escondidas, quieres decir? ¿Después de haberte dado cuatro hijos y con un quinto en camino?
—Te ruego que me comprendas, Titilia… detrás de mí hay una familia, una dinastía, un país a los que me debo. Que me case de nuevo no significa que deje de quererte, te querré siempre.
Poco a poco fue dándose cuenta de lo mucho que le iba a costar romper con ella. La vieja herida que creía cicatrizada volvía a sangrar: una cosa era saber que tendría que sacrificar su corazón de hombre para salvar su herencia, su trono; otra muy distinta era ponerse a ello.
—Nunca serás un hombre libre —le dijo Domitila.
—Quizá tengas razón, pero lo que te pido es que me ayudes, no que me lo pongas más difícil todavía…
—¿Que te ayude a qué? ¿A que me eches? ¿Cómo puedes pedirme eso?
—Te pido que no quieras mi ruina, ni la tuya, ni la de mi país.
Domitila estaba sintiendo en carne propia el mismo desconcierto que debió de sentir Leopoldina cuando cayó en desgracia. ¿Cómo responder a un ser tan contradictorio como Pedro, mezcla de brutalidad y ternura, pasión generosa y cálculo egoísta? Lo mejor era cortar la discusión por lo sano. Su instinto le decía que más valía no provocar al hombre que tenía enfrente, al dueño de su vida. No debía darle razones para la ruptura, al contrario. Por mucho que le hubiera apetecido insultarle, pegarle, arañarle, tirarle una estatua a la cara, hizo un esfuerzo por contenerse. Confiaba en lo necesitado que estaba Pedro de sus caricias, de su cuerpo, de su experiencia sutil en el arte de amar, siempre dispuesto a reincidir. Ésa era una baza a su favor que no valía la pena echar por tierra por simple cuestión de orgullo. Una vez había llegado a ese punto, la supervivencia era más importante que la dignidad personal. De modo que salió de la habitación y desapareció por los corredores del palacio, ante la mirada perpleja de los criados que nunca habían asistido a una discusión entre los dos. Pedro permaneció solo, apesadumbrado, sin saber realmente de dónde sacaría las fuerzas para arrancársela del corazón.
Estuvieron una larga temporada sin frecuentarse, la más larga desde la llegada de Domitila a Río de Janeiro. «Han dejado de verse», notificó el representante de Prusia, siempre tan optimista. Mareschal estaba satisfecho porque parecía que Pedro estaba siguiendo sus consejos. Sin embargo, la determinación del emperador vaciló cuando supo que la marquesa de Santos había dado a luz a una niña. Le pareció insólito tener que quedarse en el palacio conteniendo las ganas de ir a conocer a su nueva hija. No había fuerza en el mundo que se lo pudiera impedir, ni Mareschal ni el emperador de Austria ni el temor a los rumores que volverían a dispararse. A sabiendas de que arriesgaba la reputación que tan difícilmente estaba intentando recobrar, bajó a la mansión de Domitila y entró por una puerta trasera para satisfacer el deseo de contemplar a esa pequeña que era de su sangre, que era parte de su vida, dormir en la cuna, junto a la mujer tendida en su cama y cuyo cuerpo le hacía enloquecer.
La casualidad quiso que el día del bautizo de la pequeña —la llamaron María Isabel— el marqués de Barbacena partiese rumbo a Viena para acelerar la búsqueda y negociación de una nueva esposa, como años antes lo había hecho otro marqués, el de Marialva, por orden de don Juan VI, y entonces había vuelto con Leopoldina. La historia se repetía, o por lo menos, eso parecía a finales de 1828.
81
Sin embargo, el marqués de Barbacena lo tenía ahora mucho más difícil. La pésima reputación de Pedro como marido había cruzado los mares, y las princesas huían despavoridas ante la idea de que pudieran acabar reviviendo en carne propia el calvario de Leopoldina. Temblaban de miedo ante la posibilidad de caer en las redes de ese «sultán sudamericano que asesinaba a sus esposas mientras transformaba la corte en un burdel de lujo»… Eso era lo que se contaba en los mentideros de las cortes de Europa. No era de extrañar que las dos princesas de Baviera, hermanas de la emperatriz de Austria, rechazasen la oferta. Como el repudio de la mano de una princesa significaba para un monarca un duro golpe a su dignidad, el marqués, para quitarle hierro al asunto, apuntó en una carta a Pedro:
«…Juzgando por las otras hermanas casadas y que no han tenido hijos, es de prever que estas dos también sean estériles, lo que presupone un mal de familia.»
Flaco consuelo para Pedro, que no buscaba precisamente más sucesión, sino una esposa capaz de estar a la altura de la corona y de hacer de madre de sus vástagos. Al principio se lo tomó con sentido del humor y falsa modestia. Mandó un retrato suyo al marqués para que la próxima candidata
«no se espante al ver esta cara hosca la primera vez»
.
Barbacena fue dándose cuenta de lo difícil que era «vender» al emperador de Brasil en las cortes europeas, aun contando con el apoyo de Francisco II, cuando, una tras otra, las princesas rechazaron sus propuestas formales de matrimonio. Todo eran excusas, evasivas o rotundas negativas. Surgió una posible candidata, la princesa Mariana Ricarda, hija del rey de Cerdeña,
«de veinticuatro años, muy afable y de costumbres ejemplares»
. De nuevo Pedro daba libre curso a su entusiasmo, hasta que un despacho le informaba de que dicha princesa no quería ir a vivir tan lejos de su familia… Nuevo chasco, que se añadía al esfuerzo de abstinencia sexual que le había prometido a Mareschal, y que le tenía amargado:
«Dígale a mi suegro
—escribió al marqués
— que vivo en un país caliente, que tengo veintinueve años, y que se acuerde de sus tiempos mozos para que calcule la necesidad en que estaré…»
Francisco II, convencido por Mareschal de que Pedro era sincero en su voluntad de enmendarse, aseguró que no descansaría hasta procurar una perfectísima novia para su yerno y una madre cariñosa para sus nietos. Estaba demostrando ser mejor abuelo que padre. No había olvidado el sufrimiento de Leopoldina, pero la educación y el porvenir de sus nietos estaban por encima de sus sentimientos personales,
noblesse oblige
. De modo que se embaló con la idea de proponer a sus sobrinas, las princesas de Wurtemberg, pero de nuevo se topó con un imposible: eran protestantes. Pedro respondió que la religión le era indiferente, siempre y cuando los hijos fuesen educados como católicos romanos. Pero ni con ésas. Una a una, las princesas juzgadas aptas para el matrimonio de pronto se volvían inaccesibles. ¿Es que el emperador de uno de los más vastos imperios del mundo no despertaba la simpatía de ninguna de ellas?, se preguntaba Pedro en sus partidas de dominó con Mareschal. ¿No había ninguna a la que sedujera la aventura de un trono en una tierra tan remota y exótica?
Mareschal se esforzaba en decirle que debía continuar llevando una existencia virtuosa, que todo empezaba por ahí. Era cierto, se había distanciado de Domitila y había prometido vivir «castamente como un santo durante ocho meses», el plazo que se había dado para conseguir esposa. Pero reprimir su impulso sexual, lo que al principio intentó con sinceridad, era como pedirle guayabas a un mango. Lo primero que necesitaba era olvidar a la mujer que le había clavado su dardo en el corazón, y para conseguirlo buscó la compañía de otras plebeyas, como la francesa Clémence Saisset, una pequeña modista parisina que bajo pretexto de ofrecer la última moda de Francia a las princesas, se había introducido en el palacio. Sus rasgos físicos y su barniz de cultura le recordaban mucho a Noémie, su primer amor. No pudo mantenerse impasible ante los avances sutiles de esa mujer de ojos verdes y mirada pícara, piel blanca y unos senos redondos y brillantes de sudor que parecían a punto de explotar entre el encaje del corpiño. Se veían a la hora de la siesta, y más tarde también de noche gracias a la complicidad del marido, que soportaba la traición de su mujer a cambio de favores comerciales. Autorizado a colgar el escudo de armas de la familia imperial en la fachada de su tienda de telas en la rua do Ouvidor, se convirtió así en «proveedor imperial». Su súbita prosperidad era blanco de todo tipo de comentarios maliciosos hasta que una noche, mientras él y Clémence tomaban el fresco en el jardín de su casa, les asustó el ruido de un disparo. Una bala rebotó en el muro del porche donde se encontraban. Se desataron todo tipo de rumores y Pedro temió verse envuelto en un escándalo susceptible de echar por tierra todos sus esfuerzos para cambiar de vida y encontrar nueva esposa. Temeroso de la mala publicidad, se las arregló para que metiesen a la modista y a su marido en un barco con destino a Francia, no sin antes darles una jugosa indemnización como precio a su silencio. Ocho meses más tarde, la señora Saisset daba a luz en París a un hijo varón. Para que nadie dudara de sus orígenes, lo bautizó con el nombre de Pedro de Alcántara Brasileiro.