El imperio eres tú

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Convertido en emperador de Brasil a los veintitrés años, Pedro I marcó con su huella la historia de dos continentes. Desmedido y contradictorio, las mujeres fueron su salvación y su perdición: mientras su esposa, la virtuosa Leopoldina de Austria, lo llevó a la cumbre, su amante, la ardiente Domitila de Castro, lo arrastró a la decadencia. Cuando el inmenso Brasil se le hizo pequeño y el poder dejó de interesarle, puso su vida en juego por aquello que creía justo. Y alcanzó la gloria.

Con la belleza exuberante del trópico como telón de fondo,
Javier Moro
narra con pasión por el detalle la prodigiosa epopeya del nacimiento del mayor país de Sudamérica.

Javier Moro

El imperio eres tú

ePUB v1.0

Enylu & Mística
20.06.12

Título original:
El imperio eres tú

Javier Moro, 2011.

Nº Páginas: 457

Editor original: Enylu & Mística(v1.0)

ePub base v2.0

A mi madre

Basta un instante para hacer un héroe, y una vida entera para hacer un hombre.

R
OMAIN
R
OLLAND

Su vida marcó la historia de dos continentes.

INTRODUCCIÓN

22 de abril de 1500

El almirante portugués Pedro Alvares Cabral llegó a la costa americana por casualidad. Los vientos caprichosos del Atlántico le habían impedido seguir la ruta prevista, la de su antecesor Vasco de Gama, que pasaba por el cabo de Buena Esperanza para acabar en la India. La travesía de Cabral había sido dramática porque, a la altura de África, uno de los barcos de su flota desapareció en el mar con ciento cincuenta marineros a bordo de los que nunca se encontró el rastro. Lo realmente inquietante de aquel accidente fue que el buque se había hundido sin motivo aparente, ni siquiera lo había hecho como consecuencia de un temporal. Luego, buscando vientos propicios para poner rumbo al cabo de Buena Esperanza, Cabral derivó hacia el oeste. Pronto sus marineros encontraron masas de algas largas y enrevesadas en la superficie del mar y vieron volar unos pájaros panzudos. Esa misma tarde, avistaron tierra. Fondeados en una espléndida bahía tropical, Cabral envió a uno de sus oficiales a explorar la playa y el río. Nada más pisar la arena, el portugués se encontró con un grupo de indios tupi, que le miraban con asombro y cierto recelo. Desde la distancia, el oficial intentó hablar con ellos, pero el sonido de las olas silenciaba su voz. Entonces se le ocurrió la idea de lanzarles una gorra roja, luego les tiró un gorro de hilo que llevaba puesto, y después un sombrero negro. Pasaron unos segundos eternos antes de que los indios reaccionasen. Unos segundos de expectación máxima previos al momento en que no sólo dos grupos de hombres, sino dos pueblos, dos continentes, iban a encontrarse, ocho años después de la llegada de los españoles a América. De pronto, uno de los indígenas lanzó al lugar donde estaba el oficial un collar de plumas de tucán rojas y naranjas. Otro salió de la espesura vegetal ofreciendo una rama cubierta de abalorios blancos que parecían perlas. El oficial estaba extasiado ante el aspecto de aquellos indígenas: iban semidesnudos, sus cuerpos estaban pintarrajeados con tintes de color rojo y negro, la cabeza tocada de penachos de plumas multicolores y el pelo cortado a la misma altura que el flequillo, encima de las orejas. Las mujeres le fascinaban, aunque también le violentaba el espectáculo abierto que ofrecían «sus partes genitales».

Al anochecer, Cabral recibió a dos indígenas en el castillo de popa de su barco. La luz de unas antorchas realzaba su collar dorado, la elegancia de su uniforme y su prestancia. Sentado en un ancho e imponente sillón con una alfombra a sus pies, se llevó un chasco al comprobar que los indios no le prestaron la más mínima atención. Obviamente no tenían jefe, ni siquiera una jerarquía. Los marineros les mostraron una cabra, pero los indios permanecieron indiferentes. Luego les trajeron una gallina que les dio tanto miedoque no quisieron cogerla con sus manos. Les ofrecieron pan, pescado hervido, dulces, miel, higos secos…, pero no probaron bocado, y cuando lo hicieron lo escupieron.

En última instancia, lo único que impresionó a los indios fueron los objetos de oro y plata que vieron en el barco. A la mañana siguiente, indicaron con el brazo hacia tierra para decir que también allí había oro y plata. Ese mensaje no cayó en saco roto. Inmediatamente, Cabral decidió dejar en tierra a dos presidiarios que llevaba en el barco y que habían sido condenados a muerte en Lisboa, para que aprendiesen el idioma y las costumbres de los nativos. Fue un momento trágico en la historia del descubrimiento porque ni los indios querían a esos dos intrusos, ni los presidiarios deseaban quedarse allí, a merced de lo desconocido. Cabral, sin embargo, fue implacable. La flota a su mando zarpó hacia la India, y dejó a aquellos dos infelices llorando en la playa. De esa manera el almirante tomaba posesión de esa tierra para Portugal, y quedaba plantado el germen de un nuevo país continente. En realidad, el primer descubridor había sido el español Vicente Yáñez Pinzón, quien mes y medio antes de la llegada de Cabral fue el primer europeo en llegar a la costa de Pernambuco y en explorar la desembocadura del Amazonas. Sin embargo, en virtud del tratado de Tordesillas de 1494 que repartía aquel territorio entre España y Portugal, a Pinzón no le correspondía reclamarlo para la corona española. El nombre de Brasil llegaría más tarde, en el siglo XVI, cuando los primeros colonos empezaron a exportar un árbol que usaban los indígenas para extraer sus tintes y pintarse de aquella manera que tanto fascinó al oficial portugués, y que llamaron pau-brasil, por desprender un color rojizo al hervirse en el agua, lo que sugería las llamas de un fuego o las brasas del carbón ardiendo. De Terra do pau-brasil acabaría abreviándose a Brasil.

PRIMERA PARTE

Quienes cruzan el mar cambian de cielo, pero no de alma.

H
ORACIO

1

Río de Janeiro, 1816

Pedro de Braganza y Borbón acababa de cumplir dieciocho años y estaba enamorado. Era un chico delgado y fibroso, con grandes ojos negros y brillantes y mirada lánguida. Bucles de pelo castaño enmarcaban su rostro de piel bronceada por la vida al aire libre, iluminado por una sonrisa siempre alegre. Era un adolescente impulsivo, muy activo y bien dotado para el ejercicio físico. Sin ser muy corpulento, daba la impresión de ser más alto de lo que en realidad era. En aquella corte ceremoniosa y feudal de Brasil se le consideraba un príncipe excéntrico: se bañaba desnudo en la playa, se hacía amigo de los carpinteros del taller del palacio y le gustaba trabajar con las manos, a pesar de que los trabajos manuales eran considerados cosa de esclavos. Sabía lazar los potros con ayuda de los peones y herrar los caballos mejor que un profesional. Le gustaba ir de caza con su hermano Miguel, cuatro años menor que él, a disparar a los caimanes que se arriesgaban a dormir la siesta en el brazo de un río, o a perseguir a jaguares y ciervos hasta la selva virgen que se extendía, densa y opaca, por los alrededores de Río de Janeiro. Miguel era más bajo y fornido, y sus ojos eran un poco saltones. A primera vista, nadie diría que eran hermanos.

Los cortesanos, que siempre habían sido el blanco preferido de sus gamberradas, no ahorraban adjetivos para describirlos: tunantes, vagos, granujas, pícaros, pillos, etc. En una ocasión, el almirante de la escuadra británica les regaló dos cañones de bronce fundido en miniatura montados en sus cureñas. Los chicos esperaban horas en su cuarto y disparaban a las piernas de los que pasaban por el pasillo del palacio. Más de un cortesano acabó con quemaduras en las pantorrillas. Ni los criados ni sus propios padres consiguieron saber nunca cómo se procuraban la pólvora. A diferencia de Pedro, que daba la cara, Miguel era huidizo y mentiroso. Siempre que podía se escudaba en su hermano mayor, por quien sentía una mezcla de admiración y envidia. Además de ser el mayor, todo le salía bien. Sin esperanza de subir un día al trono por tener una posición muy inferior a la de Pedro en la línea de sucesión, nada reprimía sus impulsos maliciosos: adiestraba perros para que atacasen a los visitantes y era rencoroso, soberbio y tiránico con el servicio.

Les gustaban los juegos violentos, les excitaba sentir el aguijón del peligro, y eso les duró toda la vida. Cuando eran adolescentes, las carreras de carruajes que hacían en las nuevas calzadas del reino eran el terror del vecindario. Corrían alocadamente, a riesgo de perder el equilibrio y salir despedidos, e incluso llegaban a chocar sus ruedas para hacer descarriar al otro, atizando a los caballos sin importarles a quiénes atropellaban ni los puestos de venta de fruta que aplastaban ni la gente que ensuciaban con el barro que salpicaban ni la extenuación de sus caballos cubiertos de sudor. Salieron milagrosamente ilesos de varios accidentes. Una vez pasado el susto, volvían a empezar porque necesitaban la emoción del riesgo como aire para respirar. Invariablemente ganaba Pedro, lo que provocaba la rabia de Miguel.

—Es normal que gane yo —le decía para consolarle—. Tú eres más pequeño. Espera un poco y verás cómo me acabas ganando.

Pero Miguel odiaba que se lo recordasen. Ganar a Pedro era su deseo más ferviente, que luego de adulto se transformaría en una obsesión.

Siendo niños, en cuanto podían sustraerse a la vigilancia de los preceptores y criados, ambos se perdían en el inmenso parque que rodeaba el palacio de San Cristóbal, sede de la monarquía portuguesa trasladada a Brasil, situado a cinco kilómetros del centro de Río de Janeiro. Jugaban al escondite, trepaban a las palmeras y cogían cocos frescos que luego abrían de una pedrada para sorber la leche. A veces se cruzaban con algún cazador que traía una onza viva o monos con pelajes sorprendentes y ojos desorbitados e iban a admirarlos a través de los barrotes de una jaula. Pero lo que más les gustaba era jugar a la guerra, sin sospechar que algún día tendrían que librarse una de verdad. En la selva circundante, cada uno dirigía su propio ejército de niños esclavos. Se enfrentaban en cruentas batallas y se atacaban con cuchillos, palos, piedras, tirachinas y frondas. La saña que desplegaban en los combates era espeluznante para la edad de los combatientes, y el número de heridos, altísimo. Después de un cuerpo a cuerpo feroz, numerosos muchachos acababan con la cabeza descalabrada, chorreando sangre brillante sobre su piel negra, y otros con brazos fracturados o cortes en el abdomen. Algunos perdían el conocimiento por contusiones en la cabeza, mientras que Pedro y Miguel, tomándose por generales, repartían órdenes, distribuían las tropas, arengaban a sus soldaditos y les espoleaban si les veían acobardarse. Y siempre ganaban los ejércitos de Pedro, para gran desaliento del pequeño Miguel, que no dudaba en castigar con dureza a sus soldados-esclavos, a quienes achacaba siempre la causa de la derrota. Aquel juego cruel acabó el día en que Miguel, usando un mosquete, dejó malherido a uno de los soldaditos esclavos. Entonces intervinieron los preceptores reales y dieron orden de disolver aquellas huestes infantiles.

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