El imperio eres tú (58 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Los asuntos portugueses empezaron a tomar tanta relevancia, y Pedro estaba tan inmerso en ellos, que la oposición en el Parlamento de Río redobló sus ataques. Volvían a acusarle de ser más portugués que brasileño, de no haber roto nunca el cordón umbilical con la madre patria. Era cierto, no lo había roto ni pensaba hacerlo nunca. Pero de ahí a que le tachasen de renegado mediaba un abismo. La lucha que se avecinaba, y a la que Pedro era llamado a participar cada vez con más vehemencia, no era sólo por Portugal, sino también por la libertad en Europa y en el mundo, como bien se lo había indicado Constant. Aquélla era una causa que transcendía el Imperio brasileño… ¿Cómo podrían entenderlo aquellos diputados locales que sólo pensaban en el rendimiento de sus negocios basados en el tráfico y la explotación de mano de obra esclava? Eran mundos opuestos, causas enfrentadas. Y Pedro se sentía cada vez más alejado de los intereses de sus diputados.

Le dominaba la rabia que sentía bullir en sus venas y ascender en borbotones al cerebro. Rabia porque era un emperador sin poder real, un soberano sin esposa, un hombre sin compañía. ¡Y Barbacena seguía fracasando! Al rechazo de la princesa Cecilia de Suecia se añadía ahora el de las danesas que el marqués intentó suavizar alegando que eran «demasiado feas». Las princesas de Baden tampoco respondieron. El contacto del Chalaza, el vizconde de Pedra Branca, hablaba acaloradamente de la posibilidad de una princesa «menor» en lo que a realeza se refería, pero de una gran belleza, una sobrina lejana de Napoleón. A estas alturas, Pedro no creía en nada. Le parecía que se había prestado a un espectáculo humillante para deleite de sus adversarios, como Metternich. Ahora desconfiaba también de su suegro, a quien acusaba de sabotear sus intentos.

Para mostrar su desprecio hacia las cortes europeas que tanto le habían humillado, y porque estaba harto de estar solo, decidió caer de nuevo en brazos de la marquesa de Santos. En contraste con la última carta, le mandó otra reclamando su presencia. Domitila vio por fin el cielo abierto y le contestó:
«No pretendo incomodar a vuestra merced. Os respetaré siempre como mi soberano y mi amo y os juro que no me entrometeré en vuestra vida.»
Pensó que su estrategia de paciencia y espera había funcionado y dio las gracias al Señor.
«Si la señora marquesa llega el sábado de Aleluia, será una Aleluia completa»,
le respondió Pedro. El 29 de abril de 1829, después de diez meses de ausencia, Domitila reapareció en la corte de Río de Janeiro, con el rostro resplandeciente y aire triunfal. Al entrar de nuevo en su palacete que tanto había añorado, vio un enorme ramo de lirios blancos con una nota de Pedro:
«Hija mía, acepta estas flores y con ellas este corazón que siempre fuetuyo.»
Olorosos y perecederos, hubo quien dijo que eran flores mortuorias, símbolo de un amor que no tardaría en marchitarse.

El día siguiente apareció Domitila en San Cristóbal para asistir a una recepción de bienvenida ofrecida por su majestad imperial. Lo hizo a bordo de un bello carruaje tirado por seis caballos y conducido por mozos de librea. Con su capa de terciopelo bordada y decorada con plumas de tucán y piedras preciosas y su gargantilla de oro de la que pendía un retrato del emperador engarzado en diamantes, subió la escalera entre dos filas de guardias imperiales que levantaban las lanzas a su paso como un arco de honor. Un chambelán la condujo en presencia del emperador, quien la esperaba vestido de gala y rodeado de sus hijos. Al ver a su hijita la duquesa de Goias, dudó un segundo sobre a quién debía saludar primero. Ganó su instinto maternal y se acercó a la niña, la apretó fuertemente entre sus brazos y le cubrió la cara de besos. Luego se inclinó ante la mano extendida de Pedro y la besó. Él estaba deslumbrante en su uniforme bordado de encajes de oro y trufado de condecoraciones. Acto seguido, Domitila saludó a las demás princesas, vestidas de blanco, impolutas, e intercambió banalidades de rigor con el emperador. Le entregó un sobre que Pedro abrió, ceremonioso. Era una invitación para que pasase a tomar el té a su residencia esa misma noche. Pedro la miró con sus ojos caídos, le sonrió y le dijo: «Acepto.» Luego, haciendo caso omiso del protocolo, la acompañó al salón donde estaban los demás invitados. La vida volvía a ser como antes.

Los diplomáticos extranjeros certificaron la recaída imperial, sin entender realmente las razones que habían llevado a Pedro a reincidir. ¿Era una recaída de amor? ¿Un ataque de soledad? ¿O era más bien la crisis de amor propio de un soberano cansado de desempeñar el ridículo papel que le había impuesto la búsqueda infructuosa de una esposa y que deseaba reafirmarse ante el mundo? Según el embajador de Suecia, la influencia de Domitila de nuevo se hacía más palpable que nunca. El hombre había asistido a la fiesta suntuosa que la amante imperial, para reforzar el antiguo vínculo con Pedro, organizó en su palacete con motivo del cumpleaños de la duquesita de Goias, esa hija que su padre adoraba. Acudió un nutrido número de invitados que fueron testigos de su renovado prestigio. La mujer estaba radiante, y de nuevo era blanco de la envidia de muchos. Al son de la orquesta, Domitila y Pedro abrieron el baile en el salón oval que había sido testigo de tantas otras celebraciones, de tanta gloria pasada. En ese momento, Domitila estaba convencida de que la separación había avivado el amor de su amante.

86

Sin embargo, la suerte estaba echada y la Historia, cuando se repite, tiende a ser una parodia del pasado. No duró mucho el idilio, apenas tres meses, que fue el tiempo que había transcurrido desde el regreso de Domitila hasta la llegada por barco de la valija diplomática que venía de la embajada en París. En su interior había un paquete envuelto en cartulina y papel cebolla con una nota del remitente, el vizconde de Pedra Branca, y estaba dirigida al emperador. Sentado en su despacho de San Cristóbal, Pedro deshizo el envoltorio y descubrió un retrato. Mostraba el rostro de una princesa franco-alemana de diecisiete años, emparentada con Napoleón… y dispuesta a casarse. Le pareció bellísima. Hacía tiempo que le habían hablado de esa joven, pero no le había prestado atención porque Barbacena le había desanimado siempre, alegando que era de un linaje menor, indigno del emperador de Brasil. Pensaba que Pedro no debía casarse con «bonapartistas» para evitar ofender a la Santa Alianza que se había propuesto «exterminar esa raza». ¿No se debía el boicot del marqués, también, a que no estaba en el origen de ese hallazgo, que era del vizconde y de sus contactos franceses?, se preguntaba ahora Pedro.

Barbacena no sabía hasta qué punto Pedro estaba asqueado con la Santa Alianza y las vejaciones que le habían hecho padecer… Además, al emperador no le importaba el marchamo napoleónico, o que no perteneciera al linaje de las grandes familias reinantes… ¿No le acababan de mostrar esas familias todo su desprecio? De modo que ante la insistencia del vizconde bahiano, Pedro declaró que ante todo necesitaba ver el retrato de la chica. Y ahora que estaba frente a ese rostro oval, de facciones finas perfectamente dibujadas, enmarcado en una cabellera de mechas rubias, con ojos garzos en forma de almendra, una nariz perfecta, labios de coral, cuello de cisne y una expresión dulce en la mirada, su corazón partió al galope. Sí, se dijo, es ella. Tiene que ser ella. Se llamaba Amelia de Beauharnais de Leuchtenberg y era la segunda hija del príncipe Eugene de Beauharnais, hijo adoptivo del mismísimo Napoleón, que le había nombrado virrey de Italia. Según la carta adjunta del vizconde, era
«muy razonable y ponderada».
Su infancia había estado marcada por los relatos de la grandeza y el poder de su familia, así como por la decadencia y el empobrecimiento que la debacle napoleónica les había causado. Su tía Hortensia vivía la vida de una eterna exiliada y su hermano Augusto, a quien adoraba, había sido privado del derecho a llevar el título de duque que le correspondía por herencia paterna, a pesar de haber nacido como príncipe de Venecia. Amelia no se casaba por un arrebato romántico, como lo había hecho Leopoldina. En el emperador de Brasil vio la oportunidad de vengarse del destino de su familia, que le parecía injusto y cruel. A su madre le informó de su decisión por carta:
«Acepto, querida mamá, pero entregar todo mi porvenir a un esposo que no conozco y del cual me han llegado informaciones poco tranquilizadoras exige un gran sacrificio, al que quiero poner precio.»
El precio que pedía era que el emperador hiciese duque a su hermano. Se casaba para mejorar el estatus de su familia. Iba a ser emperatriz.

Si ésa era la condición, Pedro estaba dispuesto a cumplirla sin ningún problema. ¿No había hecho marquesa a su amante? En un imperio con inflación de títulos nobiliarios, poco le costaba esa atención hacia su futuro cuñado, así que aceptó con entusiasmo. Lo importante era despejar el terreno para que la unión se llevase a cabo lo antes posible. Sólo faltaba preparar un contrato prenupcial que Barbacena podría firmar en su nombre, y arreglar una boda por poderes que se celebraría en Múnich, en honor a la madre de Amelia, duquesa viuda de Leuchtenberg, perteneciente a la familia real bávara.

En la nota que el Chalaza mandó a Barbacena junto al papeleo necesario para la boda, escribió:
«No os podéis hacer idea de la felicidad de nuestro amo. Está contando los minutos que tarda este envío para saber si está todo ultimado y puede dar parte a las cámaras. La idea es que todo esté listo para fines de septiembre, que es cuando os espero junto a la emperatriz y la reina.»
Pero Barbacena, conociendo el temperamento del emperador, tenía miedo de llegar a Río con la nueva esposa y encontrar a la concubina en el palacio. Así que le escribió informándole de que un periódico de Londres daba como cierta su inminente boda… con la marquesa de Santos. Y preguntaba muy diplomáticamente cómo sería posible ocultar ese hecho a doña Amelia. Con el Chalaza se sinceraba y le confesaba que tenía un miedo cerval a provocar «el mayor de los escándalos» y quedar mal ante las cortes europeas.

La información del diario británico hizo zozobrar la operación. La madre de Amelia escribió a Pedro:
«Hijo mío, porque ahora me atrevo a trataros con ese dulce nombre, os ruego que apartéis de mi hija todo lo que podría darle la idea de faltas pasadas, de modo que no asustéis ese corazón que es la pureza misma.»
Ahora Pedro, por muy emperador que fuese, estaba obligado a expulsar de nuevo a Domitila. Del palacete, de Río y de su vida. Y no sólo a ella: también a la duquesa de Goias, a la que quería con pasión, pero cuya mera existencia sugería «faltas pasadas». Ése era el verdadero precio que tenía que pagar por recibir como esposa a ese tesoro de princesa.

Pedro no se lo pensó mucho. La decisión estaba tomada desde hacía tiempo. Era impulsivo pero también era calculador. A Domitila le comunicó por carta que había encontrado una esposa:
«Siento mucho perder tu compañía, pero no hay remedio»,
le decía al final
.
Cuando Domitila quiso verle en persona para pedir explicaciones, los criados le dijeron que su majestad acababa de sufrir otro de sus ataques epilépticos y no podía recibirla. Era cierto, vio salir al médico de los aposentos y le confirmó que el emperador estaba descansando, recuperándose de un ataque muy violento.

—Su Majestad ha acumulado mucha tensión en los últimos tiempos.

—Pero necesito verle, déjeme pasar…

—El emperador ha dicho que no desea ver a nadie.

—¿Ni siquiera a mí?

—Ni siquiera. Lo siento, señora…

Domitila tenía la sensación de haber vivido ya ese momento. La embargaba el mismo sentimiento que el día que intentó visitar a Leopoldina y no la dejaron entrar en el cuarto. La sensación de no pertenecer, de ser de pronto una extraña, de ser blanco de la inquina de los demás era desconcertante y dolía. El rechazo dejaba en el paladar un sabor agrio.

Volvió llorando a su palacete. La peor tortura que podían hacerle era apartarla de Pedro, marginarla del hombre que la había hecho ser quien era. En un arrebato, mandó quitar todos los ramos de lirios blancos que, en sus jarrones de porcelana china, decoraban la mansión. Subió a su cuarto, desde donde podía ver el palacio de San Cristóbal, en lo alto de la colina. Había luz en la habitación de Pedro. ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría leyendo? ¿Escribiendo? ¿Quizá escribiéndole a ella? ¿Estaría sufriendo? ¿La echaría de menos? La luz se apagó de pronto y el palacio quedó a oscuras. Domitila sintió un pellizco en el corazón. Presentía lo peor. Su única esperanza era que este proyectado matrimonio, como tantos otros con anterioridad, también se fuese al traste.

Arriba en el palacio, el médico consultaba de nuevo los códices médicos como si pudiese encontrar soluciones al mal del emperador. Al comprobar los escasos recursos que ofrecían, se puso a escribir unas recomendaciones donde, mezclando opiniones filosóficas y versos en latín, aconsejaba moderación en todo: «El abuso de los placeres venéreos es una ruina cierta», añadía como apostilla final.

Domitila no iba a retirarse sin librar batalla. Le escribió una carta que no tuvo respuesta:
«Sin que haya nada cierto todavía, te enfadas conmigo y te portas de una manera que no merezco…»
Pero se equivocaba; esta vez, los preparativos de la boda iban en serio. Las negociaciones del contrato prenupcial habían sido fluidas y Barbacena lo había firmado. La última página de aquel romance de amor estaba a punto de pasar.

Domitila acudió de nuevo al palacio y solicitó una audiencia con Pedro. Esta vez un edecán la guió hacia el despacho de la planta baja, frente a la veranda y al jardín tropical con sus flamboyanes en flor, sus guacamayas y pavos reales que emitían gritos guturales. Pedro estaba pálido, más enjuto, y tenía el rostro surcado de profundas ojeras. Por la mirada y el tono de su voz, Domitila supo que tenía las de perder.

—¿Por qué no me dejaste cuidarte? He estado muy preocupada…

—Hija mía, eso ya no puede ser —le contestó con la voz ronca—. No es bueno que te vean aquí, entiéndelo. Si te han dejado entrar hoy, es porque quiero decirte que ya no hay margen para contemporizar…

—¿Llamas contemporizar a que me preocupe por ti?

Pedro la miró fijamente y habló poco a poco, como si quisiera asegurarse de que esta vez iba a ser comprendido:

—Tienes que regresar a São Paulo lo antes posible.

Hubo un silencio que se hizo eterno. Domitila le conocía demasiado bien para saber que no le haría cambiar de parecer. Sin embargo, no podía tirar la toalla sin más.

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