De temperamento y carácter muy distintos, al final padre e hijo se habían encontrado del mismo lado, el de la libertad y en contra del absolutismo. «Renunciaré a vuestro trono, padre, pero no a las ideas constitucionales…» No, no estaba dispuesto a renunciar a ellas, y no sólo por convicción. Ahora había otra poderosa razón para luchar por la libertad de Portugal, para dotar a su país de origen de una Constitución liberal como la que había hecho para Brasil. Esa razón no quería desvelarla públicamente, aunque Leopoldina la adivinaba. Era personal, íntima. Pedro no podía dejar pasar la oportunidad de dar una lección a su madre y vengar así la muerte de don Juan. Haría justicia.
Pedro y el Chalaza se pusieron a trabajar de nuevo sobre un texto constitucional para Portugal. Al principio, se limitaron a hacerlo sobre una copia del texto brasileño, cambiando las palabras «imperio» por «reino» y «Brasil» por «Portugal». En éstas estaban cuando llegaron noticias de Miguel a través del embajador de Brasil en Viena. El hermano exiliado decía estar arrepentido de haber intentado destronar a su padre y buscaba reconciliarse con la familia.
—¿No será una maniobra suya para regresar a Lisboa y mejorar sus posibilidades de hacerse con el trono? —se preguntó Pedro.
El Chalaza le contestó:
—Es posible, pero el embajador insiste en que le ha notado sinceramente arrepentido y que quiere contribuir a la paz familiar…
—Si eso es cierto, le voy a proponer la oferta que le hice hace tres años… Si acepta, es que está arrepentido de verdad y podríamos entendernos.
Para gran disgusto de Leopoldina, Pedro volvió sobre su vieja idea de casar a su primogénita con Miguel. Era una manera de neutralizar a su hermano y a los absolutistas para proteger el linaje de los Braganza. Si Miguel se comprometía a casarse con su sobrina, con la pequeña Maria da Gloria, y jurar la Constitución que estaban elaborando a toda prisa en el despacho de San Cristóbal, podría gobernar Portugal durante la minoría de edad de la princesa, y juntamente con ella como rey consorte después de su boda formal. Era el mismo acuerdo que había mantenido a su abuela doña María en el trono junto a su marido y tío carnal Pedro III, defensor a ultranza de los jesuitas, protector de la alta hidalguía, responsable de haber levantado el soberbio palacio de Queluz. Si Miguel accedía, tendría la seguridad de que sus descendientes le sucederían en el trono. Pedro pensó que era un acuerdo bueno para todos. Excepto para Leopoldina:
—Vuestro abuelo Pedro III era un hombre justo y devoto, y quería tanto a la reina como ella le quería a él… Sabéis perfectamente lo que pienso de vuestro hermano Miguel.
—La gente puede cambiar, además el poder y la legitimidad corresponderán a Maria da Gloria, como heredera mía.
—No quiero perder tan pronto a mi hijita, tiene un corazón bueno.
—Pero tiene carácter y es independiente. Sabrá reinar, estoy convencido de ello. Maria da Gloria puede conseguir la felicidad de una nación fiel y valiente que lleva mucho tiempo sufriendo. Es un alto y noble ideal para una hija que quiero tanto como vos.
—Haréis con ella lo mismo que han hecho conmigo.
Pedro la miró fijamente, frunció el ceño y un velo de temor a que su mal genio explotase pasó sobre la mirada de la emperatriz. Pero el emperador tenía prisa:
—Os he hecho emperatriz… ¿De qué os quejáis? —dijo dándose la vuelta y dejándola plantada en el salón.
El ruido de sus botas sobre el parqué de madera retumbó en el cráneo de Leopoldina, como si le estuvieran martilleando la cabeza. Mientras Pedro regresó a su despacho a continuar con la Constitución, ella se encerró en sus aposentos y escribió a Maria Graham:
«Es posible que dentro de poco tenga que hacer un nuevo sacrificio, separarme de una hija que adoro. Lo único que me consuela es que vivirá en nuestra querida Europa que espero volver a ver, porque estoy convencida de que allí yo gozaría de mayor reposo de espíritu y de mucho consuelo.»
Estaba pensando seriamente en volver a Europa, ahora que había recuperado un poco de ánimo. Recordaba con nostalgia el tiempo cuando, previendo la salida de Pedro para Portugal, rogaba al embajador alemán que la ayudase a fletar un velero para reunirse con su marido, a pesar de las Cortes y de las órdenes del rey… Qué lejos parecía aquello, cómo había barrido el tiempo sus ilusiones. Ahora estaba decidida a regresar, a pesar de que se sentía débil de salud, lo que al principio achacó a los malos momentos y a la depresión. El médico que la reconoció la sacó de dudas: estaba nuevamente embarazada. Era el precio que tenía que pagar por haber vuelto a sentir la sangre caliente de su marido. Tendría que posponer su viaje a Europa indefinidamente.
74
Al final la Constitución portuguesa, aunque abría el país a la participación política, resultó menos liberal que la brasileña. Pedro copió la idea de la Cámara de los lores de Gran Bretaña para dar más poder a la nobleza local. Pensó astutamente que más valía tener a los aristócratas de su lado que como conspiradores contra el nuevo régimen. Cuando hubo terminado, hizo enviar copias del texto a Lisboa y a Viena, donde estaba su hermano. ¿Cómo lo recibirían en Portugal? No estaba seguro de que fuese con entusiasmo, pues el país vivía anclado en el pasado.
Poco después recibió la buena noticia de que Miguel aceptaba el trato. Se comprometía a acatar el contrato prenupcial y a jurar lealtad a la nueva Constitución portuguesa, lo que hizo en presencia del embajador de Portugal en Viena. Según la Carta Magna, Miguel asumiría la regencia unos meses después, al cumplir los veinticinco años.
—Ha cambiado, se ha hecho más maduro —comentó Pedro, satisfecho.
—Dudo de que sea sincero —dijo Leopoldina—. Es tan ambicioso como tu madre.
—No, lo que pasa es que ha entendido la importancia de lo que le he propuesto.
—Creo más bien que Metternich ha ejercido alguna influencia sobre él… Al fin y al cabo, Maria da Gloria es nieta del emperador de Austria. Ha visto la manera de salir de Viena y regresar a Portugal.
Y «la reina… ¿qué estaría tramando?», se preguntaba Leopoldina. Carlota Joaquina seguía manteniendo en Queluz su cuartel general, donde recibía a ministros e hidalgos de España porque ella presidía la facción española del partido absolutista, considerado el elemento más extremista —algunos dirían que sanguinario— de aquella formación política. En España, la noticia de que Portugal había adoptado una Constitución liberal fue recibida como una bomba. En Portugal suscitó una gran oposición, empezando por el clero, siguiendo por los magistrados que vieron sus ganancias y su influencia amenazadas por ese nuevo principio de división de poderes, y terminando por la pequeña nobleza que había quedado fuera de la «cámara de aristócratas» pero que controlaba al campesinado.
Ese descontento era maná que le caía del cielo a Carlota Joaquina. Nunca había dejado de conspirar para preparar el regreso de Miguel, «su niño, su héroe, su ángel», pero también su siervo sumiso. Llevaba obsesionada con ello desde la
Abrilada
. Que su hijo hubiera prestado juramento a Pedro y a la Carta Magna no la enfureció. Al contrario, vio en ello la posibilidad de sacarlo de Viena y traerlo cerca de ella. Segura de su ascendiente sobre Miguel, ya maquinaría para que renegase de sus juramentos. Disponía de medios para ello. Había heredado de su marido una importante suma de dinero y oro, que pensaba utilizar para poner en el trono a su hijo Miguel. Sobornaría a jueces y funcionarios, pagaría a turbas para que sembrasen el caos en las calles, compraría parte del ejército. Contaba con el apoyo fundamental de la parte más conservadora del clero. La suya era una labor de zapa, de poder oculto porque rara vez aparecía en público. Pasaba los días de sol sentada en una esterilla en el jardín. Los conspiradores de turno la oían canturrear una copla que parecía escrita a propósito para ella:
«En porfías soy manchega, y en malicias soy gitana, mis intentos y mis planes, no se me quitan del alma…
»
En Río de Janeiro, el acuerdo con su hermano Miguel permitió a Pedro anunciar, la víspera de la reunión convocada del Parlamento brasileño, que abdicaba el trono portugués. A sus ocho años de edad, Maria da Gloria era designada reina de Portugal. Un anuncio que vino justo a tiempo para desactivar las protestas de sus cada vez más numerosos adversarios, que no aceptaban que su monarca se portase como el rey del país que les había colonizado durante tres siglos. Además, le llovían las críticas porque, aunque en teoría la Constitución garantizaba los derechos de los ciudadanos, en la práctica la había suspendido varias veces para encarcelar a opositores, atajar rebeliones y juzgar de manera sumaria a los líderes secesionistas, como había ocurrido con fray Caneca y el aplastamiento de la Confederación de Ecuador. Le acusaban de haber cercenado la libertad de prensa al mandar cerrar los periódicos y censurar los panfletos editados por los Bonifacio. En su discurso al Parlamento, rodeado de la misma pompa que había acompañado la apertura de la Asamblea Constitucional tres años antes, Pedro pasó revista a los logros obtenidos en el frente diplomático, como el reconocimiento de Portugal y de las demás naciones, lo que había apuntalado la independencia. Se acordó de su padre cuando dijo que «el honor nacional» exigía que la banda oriental fuese preservada como provincia del imperio. Don Juan se había obcecado con la idea de que el río de la Plata debía ser la frontera natural del sur de Brasil, sin tener en cuenta que la cultura de los gauchos era más española que portuguesa, y que aquélla no era una sociedad esclavista sino igualitaria. Su hijo había hecho suya aquella causa y frente al Parlamento de la nación anunció su intención de acabar con el conflicto lanzando una ofensiva en el verano próximo. «Yo mismo iré a Río Grande do Sul a ver con mis propios ojos las necesidades del ejército…», anunció grandilocuente.
El viraje que había dado hacia su esposa y la restricción de visitas a la amante no mermaron el amor que Pedro sentía por Domitila, que era profundo e irreprimible. Valoraba que su amante no disimulase sus sentimientos al sentirse abandonada o menospreciada, que protestase, no como Leopoldina; prefería un contrincante a una víctima, era mucho más estimulante. Un día tuvieron una pequeña discusión en la que Domitila se quejó de que se sentía sola. Pedro se marchó ofuscado, y momentos después ella se dio cuenta de que la estaba espiando desde el palacio con el catalejo. No dudó en cerrar todas las ventanas. A las pocas horas recibió una nota de Pedro:
«Gracias por haber cerrado las persianas justo cuando intentaba verte con mis ojos
» y después de dar libre curso a su enfado, terminaba:
«Perdóname si uso un lenguaje un poco fuerte, pero es mi corazón, que te pertenece, el que está hablando.»
Más adelante, se disculpaba:
«… Si a veces me muestro hosco contigo es debido a mi desesperación de no poder disfrutar de tu compañía tanto como antes.»
Aunque Domitila entendía las razones de su alejamiento provisional, la nueva situación le producía angustia. Como también era consciente del rechazo de la población hacia su aventura con el emperador, tenía miedo de quedarse sola durante la larga temporada que Pedro preveía pasar guerreando en el sur. Temía que sus numerosos enemigos buscasen revancha. Poco a poco esa preocupación se reflejaba en la correspondencia. Las cartas que se enviaban dejaron de tener el tono jocoso y ligero de los primeros tiempos y se fueron tiñendo de gravedad.
Sin embargo, el mensaje había calado y Pedro estaba dispuesto a todo menos a poner en peligro su relación con Domitila. De modo que aprovechó la fecha de su cumpleaños, cuando era habitual que el emperador repartiese títulos, condecoraciones, promociones y amnistías, para demostrarle su devoción. El 12 de octubre de 1826 el país entero vivía pendiente de la publicación de los favores imperiales en el
Diario Fluminense
. Cuál no fue la sorpresa de los brasileños al descubrir que el padre de Domitila era nombrado vizconde de Santos y la propia vizcondesa era ascendida a marquesa de Santos. En su magnánimo dispendio, Pedro llegó a condecorar a Maria Benedicta, la hermana de Domitila, y a su marido con los títulos de vizcondes de Sorocaba, aparte de encargarse de los gastos de la educación del pequeño Rodrigo. Un precio espléndido por unas cuantas noches de placer. Consiguió un puesto a todos sus familiares, ya fuese de ayudante, de mozo de la cámara imperial o de militar. Jamás se había visto tal diluvio de honores otorgados a una sola familia. El emperador la consideraba suya, quizá porque nunca había tenido una vida familiar estable. Pero esa lluvia de prebendas era una desfachatez, un burdo acto de abuso de poder que indignó por igual a la corte y al pueblo. Incapaz de controlar sus impulsos, perdidamente enamorado, Pedro se enfangaba cada vez más en las arenas movedizas de su amor adúltero.
Leopoldina se hundió de nuevo en el desánimo, con la sensación de tener un puñal clavado en el pecho. Su última y tenue esperanza se desvaneció. La puntilla la recibió a los pocos días, cuando Pedro le pidió que le acompañase a visitar al padre de Domitila, el nuevo vizconde de Santos, que a sus ochenta y cinco años había sufrido una apoplejía.
—No es mi lugar, prefiero no ir.
Pedro no insistió, pero le pidió que por lo menos le acompañase a Gloria a rezar por el restablecimiento de la salud del coronel. «Es un buen amigo mío, y también lo fue de mi padre», alegó para convencerla. Leopoldina no se atrevió a negarse una segunda vez. La marquesa de Itaguai, que había escuchando la conversación, cuando estuvo a solas con Leopoldina le sugirió que desobedeciese.
—No vayáis, señora… —le dijo en voz baja.
—Cada uno reza a su manera —le respondió la emperatriz—. Él pide a Dios por el viejo Castro, yo pido para que Él le abra los ojos.
Y le acompañó.
Luego, durante seis días y seis noches, Pedro estuvo a la vera del lecho de su viejo amigo, convirtiéndose prácticamente en su enfermero, desatendiendo a su esposa, a su familia legítima y a los asuntos de gobierno. A su muerte, le organizó unos funerales grandiosos, desproporcionados con la relevancia social del coronel. Una pompa nunca vista desde tiempos del rey don Juan, que costó una fortuna. Daba igual, Pedro se hacía cargo, como había hecho con los gastos de medicinas y de médicos del difunto. Para compensar tanto dispendio, ordenó al cocinero francés del palacio de San Cristóbal que redujese el presupuesto de comida, y decidió vender algunos de los purasangres que Leopoldina montaba habitualmente. La reacción de su esposa le resultaba indiferente: lo más probable era que no dijese nada, como siempre. Todo lo hacía por amor a Domitila, y si ahora necesitaba ser consolada, él se quedaría a su lado el tiempo necesario. Se encerraron en el palacete, ajenos al resto del mundo, enrocados en su mutua pasión. Aquello fue la gota que hizo desbordar el vaso.