Demasiadas noticias, demasiadas informaciones, demasiados sentimientos se agolpaban en la atribulada mente del emperador. Quería ver a sus hijos, abrazar a su amante, recuperar el contacto con el gobierno y con su poder. Necesitaba olvidar sus aventuras militares y volver cuanto antes a Río. Aparte del dolor por la muerte de Leopoldina, de la indignación por la manera en que Domitila había sido tratada, sintió algo nuevo en su interior, algo que hasta entonces nunca había sentido, un miedo difuso a perder el trono. A perderlo todo, a dejar de ser él mismo.
De modo que volvió galopando a Santa Catarina y de allí embarcó en el
Pedro I
, donde escribió una carta a Domitila en la que anunciaba su llegada, una carta que mostraba el complejo laberinto de su alma:
«El portador de esta carta te contará los sufrimientos, las aflicciones, los pesares y, por encima de todo, el disgusto por la muerte de mi esposa. La nostalgia de ti y de todos los míos me ha hecho casi enloquecer, llegando al punto de no haber comido nada en tres días y apenas haber podido dormir. Pedro I, que es tu verdadero amigo, sabrá vengarte de todas las afrentas que te han hecho aunque le cueste la vida. Soy tu mismo amante, hijo y amigo fiel, constante, desvelado, agradecido y verdadero, digo, otra vez, amante fiel. El emperador.»
Pedro convertía así el pecho de su amante en el lugar más idóneo donde verter lágrimas de dolor por la muerte de su mujer.
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Llegó a Río «con los ojos húmedos y el aire deprimido», como le describió Mareschal. Lo primero que hizo fue pronunciar un discurso en el Parlamento y de nuevo se echó a llorar cuando habló de la sentida pérdida de su augusta esposa: «No pierdo una esposa, pierdo un ángel de la guarda», declaró en un paréntesis de lucidez, con la voz quebrada. Inmediatamente después se puso a escribir una carta a su suegro Francisco II:
«Mi tristeza excede todas las expresiones que se pueden usar, y diré a vuestra majestad que ella existe todavía en mi corazón, y existirá siempre, hasta que la muerte me separe de este mundo…»
Francisco II pensó que era una carta hipócrita, pero le respondió haciéndose pasar por ingenuo, devolviéndole el pésame y sobre todo dándole el consejo de que se volviera a casar para que los niños tuvieran pronto una madre digna de la educación que merecían. Hasta ofreció sus buenos oficios para la consecución de tan deseable unión. El emperador de Austria era un hombre práctico. No había movido un dedo para ayudar a su hija, convencido por su poderoso ministro Metternich de que era conveniente que Leopoldina aguantase lo imposible por el bien de la monarquía en el continente americano. Y aunque no podía tener simpatía alguna por su yerno, sí la tenía por sus nietos: a fin de cuentas, su nieta mayor reinaría en Portugal y los otros heredarían la corona de Brasil. Por ellos, estaba dispuesto a mantener la relación con Pedro e incluso a encontrarle una nueva esposa. Francisco II se regía por la razón de Estado. La muerte de una princesa, aunque se tratase de su propia hija, no podía ser un obstáculo a la marcha de los asuntos del mundo.
En uno de sus quiebros característicos, Pedro, en la reunión que ese mismo día mantuvo con sus ministros y con fray Arrábida, pareció olvidarse por completo de Leopoldina y dio libre curso a sus ansias vindicativas. Quizá en otra ocasión ellos se hubieran achantado pero ahora todos le plantaron cara:
—La emperatriz estaba demasiado agotada para recibir gente, y pensé que esa visita no sería de su agrado… —se disculpó el franciscano.
—La marquesa de Santos iba a cumplir con su deber de dama de honor y no teníais por qué impedírselo.
—La razón para hacerlo —intervino el marqués de Paranaguá— es vuestra relación con la marquesa de Santos, de todos conocida. Permitidme deciros que es un grave error, majestad.
Antes de que Pedro pudiese responder, intervino otro ministro:
—Habéis elevado a la marquesa de Santos por encima de la soberana, lo que explica no sólo los ataques contra su majestad, sino también las críticas cada vez más violentas contra el régimen monárquico.
—Por el bien de la nación y de la monarquía, debéis ponerle un final —añadió el marqués de Paranaguá—. Este asunto se ha convertido en un grave problema de Estado.
—¡Éste es un asunto privado! —clamó Pedro.
—Sois la más alta representación de la nación. Todo lo que hacéis repercute en la vida del país. Bien lo sabéis.
—¡Soy un hombre libre!
—No hay libertad sin responsabilidad —intervino de nuevo fray Arrábida—. ¿Qué ejemplo dais a vuestros hijos, majestad?
—Nunca he faltado a mi deber con mis hijos. No los mezcléis en esto.
—El imperio cruje por todas sus juntas. —añadió el ministro—. Debéis ser sensible a ello y poner remedio antes de que sea demasiado tarde.
Pedro dio un golpe en la mesa con el puño, tan fuerte que retumbó y se hizo el silencio más absoluto. ¿Cómo se atrevían a enmendarle la plana a él, al emperador aclamado por el pueblo? No quería volver a oír que debía sacrificarse como hombre para el bien de la institución monárquica. Le recordaba las palabras de su madre cuando le obligó a dejar a la bailarina francesa que tanto quería. Ahora todos le decían que había ido demasiado lejos, pero él no quería reconocer que el peso de su amor adúltero, como el de un brazo tiernamente cruzado sobre el pecho, se había convertido en un fardo para el ejercicio de su función. Su vínculo con Domitila seguía nublándole la razón. Era una relación demasiado intensa y pasional como para que cediese ante la petición de sus ministros, esos privilegiados que él había colocado en sus puestos de poder. No iba a permitir ahora que unos funcionarios y un cura le dictasen su conducta y le sermoneasen. No, no y no. Él seguiría gestionando su vida a su antojo, así que no sólo desoyó los consejos de sentido común que le habían dado, sino que destituyó a cuatro de sus seis ministros, y dejó en sus carteras al ministro del Imperio y al de la Guerra, el único que merecía haber sido despedido por el caos de la campaña en el sur. Apartaba a personas que le habían mostrado siempre afecto y lealtad. En un ataque de furia sintomático de su dependencia de Domitila, prohibió a fray Arrábida, su amigo de siempre, la entrada al palacio, donde anunció que se retiraba ocho días, en compañía de sus hijos, en señal de duelo.
De los ocho días de luto, dos los pasó enteramente con Domitila. Si él buscaba consuelo en sus brazos después de dos meses de separación, ella necesitaba apoyo: tenía una razón de peso, pues estaba de nuevo embarazada. Las noches ardientes que habían pasado mientras Leopoldina se debatía entre el abandono y la soledad engendraban una nueva vida, como si el destino, aun después de muerta, quisiese dar una vuelta de tuerca más al sufrimiento de la austriaca. Este nuevo vínculo vendría a reforzar la pretensión de la amante, que comenzaba una fase inédita en su ya antigua aventura con el emperador de Brasil. Prefirió no mencionar la idea que saltaba como un insecto en la jaula de su mente, porque Pedro aún se encontraba bajo la conmoción del espanto de la muerte, pero le costaba contener las riendas de su imaginación… En el fondo, con la desaparición de Leopoldina, lo hacía también el último escollo a su ambición… ¿Por qué no soñar con lo más alto, convertirse en emperatriz casándose con Pedro? Una emperatriz brasileña, capaz de sintonizar con el pueblo, sensible a sus necesidades, a sus aspiraciones, a sus ideales.
Tanto los ministros como todos aquellos que veían con preocupación la deriva sentimental del emperador contemplaban esa probabilidad con un cierto temor. Si su delirio amoroso venía a coincidir con las aspiraciones más disparatadas de la amante, aquello podría culminar en el episodio de inmoralidad más odioso que jamás existiera en una corte. Sin contar que podría acarrear el fin de la monarquía en Brasil de una vez por todas.
La calle también lo barruntaba. Después de haberse quitado de encima a la esposa legítima…, ¿por qué iba a detenerse la amante ahora?, pensaba la gente. Los diplomáticos afincados en Río se hicieron eco de la preocupación general. El barón Mareschal estaba muy intrigado por el hecho de que Domitila usase un escudo de armas propio, cuyo blasón aparecía hasta en el membrete de sus cartas. Era el escudo de Inés de Castro, la noble gallega que en el siglo XIV había sido repudiada por la nobleza por el hecho de haber sido amante del rey de Portugal y que al final, a título póstumo, acabó nombrada reina a pesar de todo. ¡Qué bien cuadraba esa historia dentro de la suya, ese eco lejano que daba sentido a su propia biografía! Mareschal se enteró de que Domitila andaba buscando pruebas de esa improbable genealogía… Buscaba legitimidad, que era precisamente de lo que carecía para ser la esposa de un emperador. Pero si consiguiese algún tipo de documento sobre sus orígenes nobles, alguna prueba que la ligase a Inés de Castro…, ¿quién podría negar entonces sus raíces nobles, antiguas y españolas? ¿Quién se atrevería a denigrarla? ¿A impedirle el paso en todas las habitaciones de todos los palacios reales en los que quisiera entrar? Hasta el embajador francés escribió una carta a su ministro diciendo que le parecía notar en la amante un comportamiento altivo, como si ya asumiese su papel de sucesora de Leopoldina. Metternich estaba tan preocupado que escribió a Mareschal:
«Es inadmisible que el emperador piense en casarse con la marquesa de Santos… Sería inconcebible, por no decir algo peor, que el emperador confiase la custodia de sus hijos a la marquesa de Santos y la nombrase tutora.»
Pedro sentía el rechazo a su alrededor. El hecho de que sus ministros se hubieran mostrado tan firmes en su censura era sintomático de una pérdida de autoridad, y hasta de respeto, pensaba él. Las palabras de fray Arrábida, un hombre parco y franco de cuyo afecto no cabía dudar, retumbaban en su conciencia. Pero no dio su brazo a torcer. Para mostrar su determinación —otros dijeron que su insensatez— acudió a las solemnes exequias por el alma de Leopoldina acompañado de Domitila, que lucía una tripa tan prominente como insolente. Fueron dos días de celebraciones religiosas donde Pedro se hartó de escuchar los tópicos que los hombres usan desde tiempos inmemoriales para defenderse de la muerte: que era un mal inevitable, que ni la belleza ni la juventud ni el amor escapaban a la putrefacción, que las enfermedades y otros males que acompañan a la vida podían ser peores que la muerte en sí, que más valía fallecer que envejecer… Prefirió el sermón de la misa pontifical que hablaba de inmortalidad y de gloria, bonitas palabras que confortaban el corazón y lo engañaban como si el recuerdo de una persona pudiese remplazar su presencia. Durante todos estos actos, que culminaron con una oración fúnebre y la absolución en el convento de Ajuda, Pedro, siempre suspicaz, notó el peso de las miradas de reproche, una inusitada frialdad entre los cortesanos, la desafección del pueblo que ya no le gritaba vivas ni se agolpaba a la salida de la iglesia para tener un breve contacto, aunque sólo fuese visual, con su majestad imperial. Alarmado por un sentimiento de aislamiento que apenas había experimentado antes, impresionado por el eco de la muerte, mandó llamar a fray Arrábida de vuelta a palacio. Necesitaba la seguridad que la mera presencia de su viejo tutor le proporcionaba. El hombre regresó con buen ánimo, y Pedro le recibió como si nunca hubiera pasado nada. Hablaron del tiempo pasado, de cuando se conocieron en Lisboa la víspera del viaje que les trajo a Brasil, cuando Pedro era un niño de nueve años, de la interminable travesía, de la emoción de ver una mañana, después de días de encalmada, un punto a lo lejos que resultó ser un bergantín repleto de montañas de frutas de todos los colores, frutas tropicales cuyos nombres y sabores desconocían, pero que contenían todo el sabor y la felicidad que ese nuevo mundo prometía: piñas, papayas, mangos, guayabas y otras frutas de nombres exóticos como el
caju
, la
pitanga
y el
açaí
. Más que un acercamiento entre dos barcos, aquello había sido un acercamiento entre dos mundos. Fray Arrábida, que conocía muy bien a su antiguo pupilo, sus numerosos y odiosos defectos pero también sus innegables cualidades, debía de ser la única persona en el mundo que sintiera compasión por él. Había sido testigo de cómo había sido criado solo, prácticamente abandonado por su madre, sin cariño familiar, huérfano de padres vivos, contemplando el espectáculo de cómo su progenitor era despreciado, y por eso ahora, en el fondo, entendía que se aferrase como loco al cariño de una mujer, aunque no sancionaba su comportamiento. Veía que el emperador no se daba cuenta de las contradicciones de su actitud; le veía perdido en el atolladero de su confusión. Sólo esperaba poder guiarle hacia una salida, siempre y cuando Pedro quisiera encontrarla.
No es fácil aconsejar y servir a un príncipe extremadamente arbitrario en sus ideas, inteligente, mas sin discernimiento ni principios, muy celoso de su autoridad, irritable, y de extrema inconsistencia en sus amistades…
B
ARÓN
V
ON
M
ARESCHAL
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El tiempo empezó a poner las cosas en su sitio. A pesar de que Pedro nunca estuvo enamorado de Leopoldina, a lo largo de los años se había acostumbrado a ella, a su presencia tranquila, a sus sabios consejos en tiempos difíciles, a su dedicación constante. Había sido una mujer siempre dispuesta a perdonarle sus excesos y sus indiscreciones, y a aguantar con paciencia de santa su personalidad tiránica. Ahora los niños preguntaban por ella, y por muy próxima que estuviera Domitila, no era una sustituta para su madre. Querían saber de su mamá, de por qué les había dejado, adónde había ido, cuándo volvería… «Pobre niño —dijo un día abrazando a su hijo pequeño—. Eres el príncipe más infeliz del mundo.» Enfrentado a esas situaciones difíciles, Pedro sufría por ellos lo que no había sido capaz de sufrir por su cuenta. Les compadecía y extrañaba el amor que les prodigaba Leopoldina. El hecho de que fuese un buen padre le ayudó a apreciar más a su esposa, a asimilar lo terrible que había sido como marido.
Al principio, apenas notó el vacío que había dejado Leopoldina, ocupado como estaba en dejar sentada su autoridad y en demostrar su devoción por Domitila. Sin embargo, poco a poco, con el paso de las semanas y los meses, se fue apoderando de él un sentimiento de nostalgia, de pena por la pérdida de una mujer que sus hijos querían más que a nadie en el mundo y que le había amado siempre desde lo más profundo del alma. A nadie le sobra gente que le quiera, ni siquiera a un emperador, y menos a unos niños huérfanos. Ese sentimiento era exacerbado por la mala conciencia que le roía por dentro. Que su esposa hubiera muerto por una enfermedad del alma, y no física, como bien se lo habían repetido, es decir que la ostentación de su adulterio hubiera precipitado el fin de Leopoldina, era ahora como un hierro candente aplicado a su corazón. La vida no se vivía de la misma forma con el peso de aquella culpa. Para intentar sacársela de encima, escribió unos versos de mal poeta que muchos atribuyeron a su ansia de dejar atrás su mala fama. Otros le tildaron de hipócrita.