No recibió respuesta a lo que planteaba en su carta, pero sí una invitación de Domitila para celebrar su trigésimo cumpleaños. Al hacerse la sorda, la mujer pensaba ablandarle, pero esta vez él se plantó:
«Yo te amo, pero todavía amo más mi reputación, ahora también establecida en Europa entera por el procedimiento regular y enmendado que he acometido. Al mismo tiempo que te renuevo mi amor, te digo que no puedo ir allí, lo que es conveniente para no mortificarte a ti ni entristecerme a mí. Siempre te tendré una lícita y sincera amistad. El emperador.»
Domitila no se engañó sobre la catástrofe que esa carta le anunciaba. Sintió el vacío del precipicio que se abría ante sus pies, y reaccionó con genio levantisco. No podía entender que su hombre, que retozaba una semana antes en la cama con ella confesándole lo más recóndito de su intimidad, ahora la tratase de esa manera brutal y despiadada:
«Señor, mi presencia no le ha de ser fastidiosa ni que vuestra majestad se case ni que deje de casarse y sólo de esta manera mis enemigos tendrán consuelo. Manténgase vuestra majestad en la certeza de que le estaré eternamente agradecida por tantos beneficios como le debo.»
A vuelta de correo, Pedro le contestó:
«Nunca esperé menos de su sano juicio y le agradezco el gran sacrificio que hace por mí.»
Aun así, hubo un tira y afloja porque ella se retrasó de nuevo y Pedro empezó a creer que no se marcharía nunca. Nervioso, le envió cartas amenazantes, pero la marquesa se defendió, valiente, no dejándose aplastar, desafiando la cólera del emperador:
«No busco pretextos frívolos para retrasar mi viaje. Sé cumplir con lo que prometo. Saldré antes de final de mes y le pido que no me incomode más.»
Con gran desazón, siete años después de su llegada, retomaba el camino de São Paulo. Durante todos estos años, había sido la amante titular del emperador, había tenido ministros y embajadores a sus pies, había vivido en carne propia todos los triunfos y todas las humillaciones de las grandes cortesanas. Dejaba a dos hijas detrás, y eran la esperanza que anidaba en lo más profundo de su corazón para que las relaciones con Pedro no se rompieran.
De ahora en adelante Pedro no caería en la tentación de ir a verla, no sentiría la suave fragancia de su cuerpo ni acariciaría esa piel serena y dorada ni los vellos encrespados de la entrepierna. Barbacena, Mareschal y los demás diplomáticos —todos espías de su intimidad, pensaba Pedro con cierto recelo— tendrían que dar fe de la verdad, contando a sus respectivas cortes o ministerios los hechos tal y como se habían desarrollado.
83
—Adiós, hija mía, que Dios te proteja…
Pedro abrazó a su hija con lágrimas en los ojos al dejarla a bordo de la fragata que estaba a punto de zarpar para Europa. Tenía el corazón henchido de pena. En pocos días, había perdido a la mujer de su vida y a dos hijas. Días después de la marcha de Domitila, la pequeña Isabel María, la más pequeña que había tenido con su amante y que había ennoblecido con el título de duquesa de Ceará, había caído víctima de una meningitis fulminante. De nuevo el horror de la muerte de un niño le había desgarrado las entrañas. Los otros hijos eran demasiado pequeños para encajar tal pérdida, pero aun así la atmósfera del palacio se tornó densa y triste. Sin presencia femenina, sin una madre para ocuparse de ellos, San Cristóbal se había convertido en un lugar lóbrego. La tragedia íntima de Pedro se veía exacerbada por sus esfuerzos ímprobos para no llamar a Domitila de vuelta, para no fundirse en sus brazos y consolarla, para no contestar a su última carta:
«Estoy segura de que querrás verme muy pronto, yo estoy devorada por la impaciencia, languideciendo…»
Ahora, a punto de partir, la reina María II de Portugal le devolvía una mirada llena de melancolía. La pequeña iba al encuentro del destino del que su madre Leopoldina la había intentado apartar. Se iba a un país frío y lejano a vivir con un abuelo y una familia que le eran extraños, y conocería a su tío y marido, con quien compartiría la regencia de un país empobrecido y decadente en la más pura tradición familiar de los Braganza… De la misma manera que un día su abuela Carlota Joaquina abandonó a los diez años de edad el palacio de Aranjuez para ir a Lisboa al encuentro de un marido que no conocía, ahora le tocaba a Maria da Gloria iniciar el viaje de su vida. Lo hacía con el estoicismo de las princesas a quienes habían inculcado el sentido del deber y de la alta responsabilidad que su sangre azul exigía. En eso, Maria da Gloria era como su madre, muy consciente de su identidad y de su papel de reina, nieta de reyes e hija de emperador. Pedro estaba seguro de que cumpliría su misión con la grandeza que podía esperar de una heredera suya.
Luego se despidió efusivamente del marqués de Barbacena. Su futuro pendía de la habilidad de ese diplomático que se había comprometido a velar por su hija y a seguir buscándole una esposa. En el caso de que las princesas suecas no resultasen, Pedro le había dado instrucciones claras acerca de cómo debía ser la próxima candidata: noble de nacimiento, hermosa, bondadosa y educada. Al darse cuenta de que era mucho pedir, el emperador añadió:
—Puedo transigir sobre la primera y la cuarta condición, pero no sobre la segunda.
El pedigrí y la cultura eran lo que Leopoldina le había ofrecido, y no los valoraba tanto.
—Tráigame una mujer guapa y virtuosa —le pidió al marqués.
Pedro abandonó la fragata en la que había pasado la última noche con su hija del alma y una barca le llevó a la costa. Allí se sentó en una roca, viendo largo rato cómo la fragata levaba el ancla, las velas se hinchaban e iniciaba su singladura, escoltada por un barco de guerra británico, cortesía de la potencia que había sido la primera en reconocer a Maria da Gloria como reina. Se acordó de Leopoldina, de cuando vieron juntos la marcha de su padre. En aquel entonces, la perspectiva de quedarse solo al mando de la colonia le había llenado de una mezcla de ilusión, expectación y miedo a lo desconocido. Ahora se sentía vacío, con el corazón apagado y negro como una brasa fría. Ya no estaban Domitila, ni Leopoldina, ni la pequeña Isabel María, y su hija mayor se alejaba en aquel barco… era como ver su propia vida desaparecer en la línea brumosa del horizonte. El peso abrumador de la soledad, que nunca había experimentado con tanta intensidad como en ese momento, hizo que, a sus veintinueve años, se sintiera un hombre ya mayor.
Soledad en su vida privada, soledad en su vida política…, el mundo se había transformado en un desierto para el emperador de Brasil. La mayoría del Parlamento vetaba sistemáticamente todas sus propuestas de aumentar el presupuesto militar. ¿Cómo iba a ganar así la guerra del sur?, se preguntaba impotente. Los terratenientes esclavistas no querían reforzar el ejército porque se negaban a proporcionar al gobierno los medios necesarios para hacer respetar el tratado de abolición de la esclavitud firmado con los ingleses. No querían buques armados persiguiendo a sus barcos negreros. Les daba igual perder la provincia cisplatina si conseguían mantener el comercio de esclavos. Para desbaratarles la estrategia, Pedro reclutaba sin cesar mercenarios extranjeros, lo que causaba roces con la población local. Un día, el regimiento alemán afincado en Río se amotinó por un problema entre un soldado alemán y un oficial brasileño. La chispa degeneró en una ola de violencia que se desató por toda la ciudad. Soldados irlandeses se unieron a los alemanes gritando por las calles: «¡Muerte a los brasileños! ¡Muerte a los portugueses!», provocando la respuesta de los brasileños, que gritaban: «¡Sin cuartel para esos extranjeros! ¡Matadlos a todos!» De pronto los negros de Río, espoleados por los criollos, se dedicaron a la caza del blanco con auténtico entusiasmo, dando libre curso a siglos de rencor. Por primera vez, podían usar el arte marcial de la capoeira con permiso de las autoridades y lo hicieron con fruición. Cuando al amanecer del día siguiente Pedro llegó a caballo al Campo de Santana, se le cayó el alma a los pies al ver todos esos cadáveres de soldados rubios o pelirrojos a quienes había prometido una vida mejor y un futuro más digno en Brasil. Saltándose las garantías constitucionales, dio la orden de castigar con cien latigazos a todo negro que fuera sorprendido con una arma en la mano. Y acto seguido, abroncó a su ministro de la Guerra por no haber sabido controlar el conflicto y destituyó a todos los miembros de su gobierno para formar otro gabinete.
Pero el mal estaba hecho. El motín se llevó por delante los sueños del emperador de poblar Brasil con inmigrantes europeos para crear una nación moderna de pequeños propietarios y sobre todo de ganar la guerra en el sur, ya que sus dos mejores unidades del ejército acabaron diezmadas y desmoralizadas. Resignado a perder esa guerra por la falta de apoyo de sus diputados —a quienes tildaba de mezquinos y de falta de visión— el emperador acabó firmando a regañadientes un tratado de paz con la provincia de La Plata. En nombre del Imperio brasileño reconocía la disputada provincia como la nueva nación independiente de Uruguay. Tuvo que decir adiós a la idea del gran Brasil, adiós a la idea que don Juan había acariciado tanto. No estar a la altura del sueño de su padre le hundió en un estado de profunda consternación y tristeza. No estaba acostumbrado al fracaso, y el regusto amargo que le dejó esa rendición le hizo cuestionarse su papel de emperador y el propio sistema político que él mismo había diseñado para Brasil. «Hemos perdido Uruguay… ¿Qué perderemos después? ¿Cuál será el próximo territorio en querer segregarse?», preguntaba a los diputados, a quienes acusaba de inacción y desidia. Temía que esa primera pérdida sólo fuese el principio de una larga etapa de desintegración imperial. No iba desencaminado: el eco de la victoria de los uruguayos se expandió por el resto del territorio con vagas promesas de libertad e independencia. En la lejana provincia de Pernambuco estallaron disturbios provocados por soldados amotinados y un puñado de civiles revolucionarios. Pedro, que ya había aplastado sin contemplaciones la Confederación de Ecuador, se alarmó al leer los pasquines subversivos que empapelaban las calles de Recife.
—¡Un ejército débil sólo puede alentar los movimientos secesionistas! —clamaba a los diputados, reclamando más fuerzas, más armas, más presupuesto.
Ellos no se inmutaban. Sólo veían las ventajas que un ejército desgastado y sin medios tenía en el mantenimiento de su comercio de mano de obra esclava.
Cómo añoraba en esos momentos de crisis a su padre, y a Leopoldina. «La unidad, hijo mío, recuerda que la unidad del imperio es nuestra misión principal, para eso servimos los reyes…» ¡Cómo le entendía ahora! Cómo se daba cuenta de la dificultad de las decisiones que había debido tomar, empezando por la de trasladar toda la elite de la nación portuguesa a Río de Janeiro para salvar el imperio… ¿Qué le aconsejaría ahora su padre? Ahora que la unidad del país se veía amenazada, ¿qué le diría Leopoldina? ¿Valía la pena mantener un Parlamento libremente elegido si ese mismo Parlamento conspiraba contra la integridad del imperio? ¿Si los miembros que lo componían estaban más celosos de sus privilegios que de mantener la nación unida? Estaba desgarrado en su eterno conflicto: como soberano, se sentía obligado a rendir cuentas a la memoria de su padre, a su linaje, y a Dios. Como hombre, amante y defensor de la libertad, sólo se debía a sí mismo, a los valores que siempre había defendido como persona. No tenía a su padre, pero tenía a los miembros del Consejo de Estado, a quienes consultó.
—Nuestra recomendación es suspender las garantías constitucionales en la provincia de Pernambuco —sentenciaron.
Pedro les miró con sus ojos lánguidos y no dijo nada. Había recibido presiones de senadores que le pedían una decisión más autoritaria todavía. Uno de ellos, un viejo adulador, le había escrito una carta cuyas palabras le habían llegado al alma:
«…Viendo un bello imperio fundado por el genio y el amor de su majestad imperial a punto de naufragar en manos de la canallesca.»
La canallesca eran los diputados. Aquellas palabras sintonizaban con su estado de ánimo y su opinión, y le empujaban a emprender una acción mucho más drástica que la recomendada por el Consejo de Estado… Lo que le sugerían era que suspendiese la Constitución en todo el país, un poco como ya había hecho con la Asamblea Nacional. Rumiaba la idea de pedir ayuda militar a las monarquías europeas amigas para derribar el régimen parlamentario. Era un golpe de Estado en toda regla: sacrificar la libertad para mantener la unidad del imperio.
Pedro podía cambiar de opinión como una veleta, pero su viejo fondo de hombre rebelde contra el orden establecido, en su caso contra la monarquía absolutista, se había mostrado inalterable a lo largo de los años. Consciente de que la decisión que consideraba adoptar era muy peligrosa y arriesgada, solicitó la opinión previa de los pocos en los que tenía depositada toda su confianza. Su antiguo tutor, el franciscano fray Arrábida, que había sido nombrado obispo de Anemuria, le contestó con el corazón en la mano:
«Mi emperador, mi señor, mi amigo: sería un vil traidor, un ingrato, un cobarde, si disimulase ante su majestad imperial el horror que su sugerencia me ha causado.»
Seguía diciéndole que, en efecto, existía un fermento revolucionario en Brasil,
«inevitable en una sociedad enfrentada al cambio, con costumbres duras, hábitos crueles de una población de amos y esclavos»,
pero que traer tropas europeas para expoliar al pueblo de su Constitución acabaría en un baño de sangre.
«Quémelo, señor. Queme el papel que habla de esta cuestión, porque su simple mención será considerada un crimen.»
Tan vehemente como el franciscano se mostró el marqués de Paranaguá, el mismo que Pedro había destituido por haber impedido la entrada de Domitila al cuarto de Leopoldina agonizante, pero cuyo criterio y lealtad valoraba. El aristócrata le contestó que
«sólo el genio del mal, no alguien que quiere a su majestad con el corazón y sentido del deber, podría aconsejarle invitar a tropas extranjeras a Brasil a intimidar a sus súbditos. Significaría el retorno del absolutismo y la violencia».
Le recomendaba una sola cosa: gobernar, observar las leyes y hacerlas respetar. Pero eso, con un Parlamento constantemente enfrentado al gobierno, era más difícil de lo que parecía.
El emperador apreciaba esos consejos porque venían de personas íntegras que no le decían lo que quería oír, como cualquier adulador, sino lo que pensaban sinceramente. Y lo vio claro: ¿Dónde iría a parar su reputación de «defensor perpetuo», de príncipe liberal, de dador de constituciones por la que un día sería susceptible de alcanzar la gloria? Se dio cuenta de que nadie entendería que eliminase libertades que él mismo había contribuido a implantar, que solicitar ayuda a monarcas extranjeros para intervenir en Brasil era una locura… Seguro que Metternich sería el primero en enviarle tropas…, pero no, no le daría ese gusto. No podía dar marcha atrás y dejar su pasado sin sentido. ¿No había creído siempre en el Estado de derecho y en la libertad? Y la libertad… ¿no implicaba también ceder? Ceder poder, ceder terreno, saber perder en suma. Pero ¡qué difícil era perder cuando se estaba acostumbrado a ganar! ¡Qué difícil ser un hombre cuando se es emperador! Si su instinto le pedía intervenir para acabar con el Estado liberal que él mismo había concebido, la razón, a la luz de los sabios consejos del fraile y del marqués, le indicaba lo contrario. Si algo había aprendido en la vida era a dominar sus impulsos. De modo que se echó atrás. No sería un cacique, ni un dictador ni un usurpador. Cambiar de rumbo era prerrogativa de gente sin sustancia o de los jóvenes, de hombres con poca historia a sus espaldas, pero ya no era su caso. A sus treinta años, no se sentía joven. De modo que decidió mantenerse fiel a sí mismo, al sistema representativo con el que había dotado Brasil. Intentaría utilizar la parcela de poder que le quedaba para evitar la destrucción del imperio por revolucionarios o perder el control del país a manos de los esclavistas conservadores. No podía aspirar a más.