En la segunda sesión parlamentaria de mayo de 1827, entre informes sobre las derrotas militares en la guerra cisplatina y denuncias de los desmanes de la administración del imperio, evocó entre lágrimas a su difunta esposa. ¿Lloraba por ella, por el dolor de su ausencia? Ni siquiera lo sabía a ciencia cierta, perdido en su laberinto mental, atenazado por la congoja. Tampoco ahora le habían aclamado a su llegada a la sede del Parlamento, a pesar de llevar su atuendo imperial que evocaba una mezcla de monarca europeo y cacique americano, con su capa de plumas de tucán, su cetro rematado con un unicornio, su sable con empuñadura de diamantes y su enorme corona. ¿Lloraba porque ya no concitaba la ilusión popular? ¿O más bien porque se daba cuenta de que desde la muerte de Leopoldina todo había cambiado? Sentía a su alrededor el peso de las intrigas políticas, el bisbiseo de los altos funcionarios de aspecto sombrío que se callaban en cuanto le veían aparecer, las conspiraciones que imaginaba que estarían tramando… Además, no parecía tener el viento a su favor. Sentía que su vida, tanto en lo personal como en lo político, había entrado en un callejón sin salida. Domitila no le había dicho abiertamente que quería casarse, pero se lo había insinuado, y en lugar de alegrarse se había sentido profundamente molesto. Aquello venía a añadirse a los rumores que circulaban en la ciudad sobre su próxima boda con «la amante», que le habían irritado sobremanera. Aquello era algo que chocaba de lleno contra su amor propio y su vanidad… ¿Cómo podría considerar siquiera nupcias tan desiguales? Una amante era una amante, y no debía confundirse con una esposa. Ambas cumplían funciones bien distintas, aunque Domitila parecía ignorarlo.
—Soy descendiente de Inés de Castro —le dijo un día, haciendo valer su pretendida legitimidad.
Pedro alzó los hombros. Por primera vez, la encontró patética en su pretensión. Domitila sintió el desprecio, y le espetó:
—¿Tú no te jactas de ser constitucional? ¿Liberal? ¿De ser un hombre para quien la cualidad de ciudadano es más importante que la de príncipe? Si es así, mi linaje no debería importarte.
Domitila no podía entender que en Pedro, por encima de todo, contara el orgullo de su estirpe, de ser hijo y descendiente de reyes, de ser emperador, monarca, soberano. Por muy enamorado que estuviera, no estaba tan loco como para casarse con una plebeya porque sabía que afectaría a su propia identidad, a su ser íntimo y privado, algo a lo que no renunciaría nunca porque sería como renunciar a existir. Ahora se daba cuenta de cómo el alto linaje de Leopoldina había contribuido a establecerle como monarca ante los ojos del mundo y de la sociedad local. Lo que antes no valoraba porque lo daba por hecho, en estos momentos lo echaba de menos. El problema era que Domitila no podía comprender, y aún menos admitir, que su papel no podía ser otro que el de amante, de eterna segundona aunque el campo estuviese libre. ¿No le había dicho mil veces Pedro que era todo suyo, que le pertenecía en cuerpo y alma?
«Te he dado mi corazón y quiero poseer el tuyo íntegramente»,
le había escrito hacía poco tiempo. Tenía cartas para probarlo, y hasta un mechón de pelo púbico envuelto en papel guardado en un cajón. Pero Pedro estaba enfrentado a su eterno conflicto, entre ser hombre y ser soberano, y no sabía cómo dirimirlo. Domitila, perpleja, sentía que Leopoldina muerta empezaba a ocupar un espacio entre ella y el emperador mucho mayor que el que ocupaba en vida. Quizá era su venganza desde el otro mundo.
En su actividad política, las cosas no iban mejor. Una división argentina acababa de destruir el destacamento naval brasileño en el río Uruguay. Unos días más tarde, seis mil soldados brasileños caían en una emboscada de las fuerzas argentinas. Los brasileños recuperaron parte del terreno perdido aprovechando que el enemigo estaba dividido entre los que preconizaban la independencia de Uruguay y los que defendían su integración en una confederación de provincias argentina. De acuerdo con sus ministros, Pedro quería aprovechar ese momento de confusión y sobornar al general uruguayo Lavalleja para mantener el territorio dentro del imperio brasileño. Sin embargo, no consiguió el apoyo necesario en el Parlamento de Río: esa guerra había costado ya la friolera de treinta millones de
contos de reis
y la pérdida de ocho mil hombres. Los terratenientes, aliados a poderosos intereses esclavistas, y que eran mayoría en la cámara de los diputados, no querían emplear más recursos en luchar por la banda Cisplatina, una tierra impropia para el cultivo de caña de azúcar o de café, y donde no existían esclavos.
—Que nuestro sur no sea para Brasil lo que es el norte para los Estados Unidos de América, un poder contrario al comercio de negros —espetó un diputado.
A causa del éxito del cultivo del café, los dueños de plantaciones estaban aferrados más que nunca al comercio de esclavos. La importación de mano de obra había crecido proporcionalmente a las exportaciones de café. Nunca habían llegado tantos africanos a los puertos brasileños como en aquellos años. Unos meses atrás, Pedro, aprovechando que gobernaba solo y sin tener que rendir cuentas ni a Parlamento ni a Asamblea alguna, había firmado con los ingleses un tratado por el cual, después de un periodo de gracia de cuatro años, la Armada británica podría interceptar cualquier barco negrero. Los miembros de la mayoría pro esclavista del Parlamento acababan de enterarse y estaban furiosos. Estaban tan necesitados de mano de obra esclava que llegaron a contemplar la anexión de Angola y Mozambique, para ellos mucho más rentable que la banda Cisplatina.
—El tratado que firmasteis a vuestro albedrío, aprovechando que no convocasteis el Parlamento durante un largo periodo de tiempo, es perjudicial para la dignidad, la independencia y la soberanía de la nación brasileña —le soltó Vasconcelos, diputado de Minas Gerais, un individuo de treinta años que aparentaba tener el doble debido a los estragos de la sífilis y que, gracias a sus dotes de orador, se había convertido en el portavoz y líder de la mayoría conservadora.
—Olvidáis que necesitábamos el apoyo de los ingleses para conseguir el reconocimiento de la independencia —replicó Pedro—. El tratado era una contrapartida.
—¡No, señor! El apoyo de los ingleses lo necesitáis sobre todo para seguir con vuestra política en Portugal, necesitáis un aliado para contrarrestar a los absolutistas.
Era un golpe bajo, porque venía a introducir en la cámara de diputados de Brasil una duda sobre la lealtad del emperador a «su país de adopción», como decían con sorna. El viejo reproche de haber nacido en Portugal volvía a ser utilizado como arma arrojadiza. Vasconcelos prosiguió:
—… Pero nosotros no tenemos por qué pagar el precio de mantener vuestros intereses en Portugal.
—¿Cómo pueden sus señorías olvidar que yo he dado la libertad a Brasil, que con mi presencia he colaborado a asegurar la unidad nacional, que he dado una Constitución a esta nación que ya quisieran para sí la mayoría de los pueblos de Europa? ¡Mis intereses y los de Brasil son idénticos! —se defendió Pedro con vehemencia.
—Si así fuese, no hubierais firmado ese tratado con los ingleses, que perjudica enormemente nuestro comercio, que arruina nuestra agricultura, que reduce drásticamente los ingresos del Estado… Sobre todo, que infringe el derecho que esta cámara tiene de legislar para Brasil. Hoy por hoy, habéis hecho que los brasileños sean susceptibles de ser juzgados por jueces británicos y en tribunales británicos. ¿Es eso un ejemplo de lealtad a la patria?
Ante la dureza del ataque, Pedro intentó la vía de la conciliación:
—Está bien, me comprometo a intentar negociar un aplazamiento de los términos del tratado con los ingleses, pero tarde o temprano tendremos que lidiar con el problema de la esclavitud. El mundo avanza hacia la libertad y no podemos darle la espalda.
—Señor, os llenáis la boca con esa palabra: libertad. Pero lo que intentáis es acabar con la libertad que tenemos nosotros, los brasileños, de rescatar a los pobres africanos de la muerte o de un destino peor que la muerte. Lo que hacemos es salvar a esos negros de sus taras, de la promiscuidad, del canibalismo, de la idolatría, de…, de… la homosexualidad, y su majestad quiere impedirlo.
Un aplauso y un murmullo de aprobación recibieron la perorata del diputado. Entre el alboroto general, surgió la voz de Pedro, cansina:
—Tenemos diferentes concepciones de lo que es la libertad individual, señor Vasconcelos. Lo que digo es que no podemos ir contra la Historia.
Pedro sabía que si le atacaban con tanta saña era porque olían su debilidad. Nunca en el cenit de su gloria aquellos perros sabuesos se hubieran atrevido a tanto. Aprovechaban su descrédito, provocado en gran parte por la muerte de Leopoldina, para pisotearle, porque no era justo, pensaba Pedro, que le acusasen de favorecer los intereses de Portugal por encima de los de Brasil, y todo porque había tenido que resolver la sucesión a favor de su primogénita. Había sido desleal con su esposa, de acuerdo, pero nunca lo había sido con la nación. Que mezclasen lo personal y lo público para atacarle, de nuevo le exasperaba. Pero ¿no era eso el sino de su vida? Ahora se daba cuenta de que nunca podría desligar su condición de hombre de la de gobernante. La muerte de Leopoldina se había llevado por delante ese muro que había querido elevar entre ambas categorías. Y al caer, había dejado en evidencia su incuria, su amoralidad, su volubilidad, sus tremendos defectos.
Sentía la necesidad de reaccionar, de dar un golpe de timón a su vida para recuperar prestigio y poder, para poder seguir siendo él mismo. Empezaba a estar cansado de tanto politiqueo, de tanta palabrería y de tanta falsedad. Sentía que el caos, el espíritu irredento y republicano se estaban apoderando de nuevo del Parlamento ahora que él había de tomar decisiones transcendentales sobre el futuro de la dinastía familiar a ambos lados del océano.
79
Joven, emperador y viudo, la mala conciencia le perseguía con su cohorte de remordimientos. Al embajador francés le confesó que «llevaba la vida indigna de un soberano» y que el pensamiento de la emperatriz no le abandonaba. ¿Lo decía de corazón? ¿O era porque aprovechaba cualquier encuentro, cualquier oportunidad, para mejorar su imagen? Domitila nunca le había visto tan taciturno, y lo achacaba a los problemas de gobernanza que tenía en el Parlamento. Pedro se daba cuenta de que no podía conseguir nada importante sin contar con la cámara de diputados, de mayoría ultramontana y esclavista. Se veía reducido a la impotencia por el sistema político que él mismo había diseñado y le exasperaba darse cuenta de que su sueño de conseguir un imperio liberal se hacía añicos. En la cuestión portuguesa se encontraba bloqueado porque su hermano Miguel, que se había comprometido a acudir a Río para conocer a su sobrina y a despachar con él, no llegaba nunca. En su última carta se disculpaba en tono sumiso y anunciaba que su visita se retrasaría hasta octubre, al tiempo que le renovaba
«las inviolables y fieles demostraciones de obediencia, acatamiento y amor de un vasallo fiel y hermano amante y agradecido».
La realidad era que Miguel estaba retenido en Viena por Metternich, que no veía con buenos ojos que el futuro regente de Portugal se contaminase de las ideas liberales de su hermano. Metternich había hecho de la Santa Alianza un auténtico sindicato de reyes con el fin de detener el avance de los movimientos liberales y pensaba que nadie como el yerno de su majestad apostólica, Pedro de Braganza y Borbón, había contribuido tanto a dañar su proyecto. Nunca pudo entender, y aún menos justificar, la obsesión de Pedro por otorgar «constituciones libertarias» a los pueblos. Que lo hubiese hecho Napoleón, un aventurero arribista, lo podía entender, pero le parecía inconcebible que un príncipe como Pedro, de sangre antigua y dinástica, imitase al emperador francés burlándose de los principios sacrosantos que habían regido las casas reales durante siglos.
El día del cumpleaños de la duquesita de Goias ocurrió un incidente que abrió los ojos de Domitila sobre la peligrosa dirección que la mente torturada de su amante estaba tomando. En medio del almuerzo, servido con gran pompa en el comedor del palacio de San Cristóbal, el emperador se quedó callado, lívido, y acto seguido se levantó de la mesa y desapareció. Domitila pensó que se sentía indispuesto, pero como el retraso duraba y los invitados se preguntaban qué pasaba con el anfitrión imperial, fue a buscarlo por todo el palacio. Lo encontró en los antiguos aposentos de la emperatriz, abrazado a un retrato de Leopoldina y sollozando como un niño. Más tarde, Pedro contó al Chalaza que había tenido una visión, la imagen fugaz de una Leopoldina triste que se difuminó inmediatamente. ¿Sería porque el ágape se celebraba en la misma sala que había servido de capilla ardiente donde velaron su cadáver?
Esa misma noche fue a las caballerizas, donde seguía flotando la sombra de la emperatriz. Estuvo admirando los magníficos alazanes de Pomerania, y hasta se puso a cepillar a su preferido. Luego siguió con su inspección y dio órdenes de limpiar mejor las cuadras o de poner otro tipo de forraje en los comederos. Le gustaba el olor a estiércol, que le recordaba a su infancia, a sus primeros momentos de libertad, cuando jugaba al escondite en la cuadras del palacio de Queluz con su hermano Miguel y los hijos de los palafreneros. Volvió caminando hacia el palacio, dejando atrás los relinchos de sus caballos y a sus mozos de cuadra polemizando sobre el tropel de órdenes nuevas. Era una noche calurosa, atravesada por la fragancia de la madreselva y el jazmín. Despidió a su ayuda de campo porque quería estar solo. La silueta del palacio se recortaba contra la noche clara de luna llena, y a lo lejos el mar era de plata. Se sentó en la hierba y se detuvo unos instantes a contemplar el ballet de luciérnagas a su alrededor. Necesitaba pensar, ordenar sus ideas. Llevaba varios días dándole vueltas a la sugerencia que le había hecho su suegro en su última carta. Para restaurar la dignidad imperial que, ahora lo reconocía, su conducta había contribuido a debilitar, necesitaba un golpe de efecto, algo drástico. La mejor manera de lograrlo, ahora lo veía claro, era volviéndose a casar. El viejo Francisco II tenía razón, un emperador no puede estar solo, a la intemperie. Ahora calibraba en toda su extensión la sugerencia que le hizo. Sólo una nueva boda, entendida como un acto dinástico, como un negocio de Estado, podría contribuir a redorar su blasón. Y si el precio era reformar su vida, estaba dispuesto a pagarlo. La novia sólo podía ser de Europa porque era el único lugar en el mundo donde existían princesas disponibles. No quería ni pensar en la reacción de Domitila, que esperaba el casamiento porque lo veía como la prolongación natural de su relación amorosa. Parecía que, en Pedro, el soberano había triunfado definitivamente sobre el hombre.