El decreto sumió a Pedro en una gran perplejidad, hasta la puntilla final:
«… En consecuencia, la residencia del príncipe real en Río de Janeiro se vuelve no sólo innecesaria sino indecorosa.»
Por lo tanto, le daban la orden de regresar inmediatamente a Europa, pero como en el fondo las Cortes no lo querían en Portugal, le mandaban viajar de incógnito por las Cortes y reinos de España, Francia y Gran Bretaña,
«con personas dotadas de luces, virtudes y adhesión a los principios constitucionales»,
para perfeccionar su educación de cara a asumir un día el trono de Portugal. Ésas eran las órdenes.
El tono de la carta de su padre no disimulaba la congoja y la decepción de verse obligado a aceptar unos decretos que destruían toda su labor, y urgía a su hijo a resistir y a preservar Brasil —esa obra maestra de una dinastía— contra la rebelión y la disolución. Además contenía una información alarmante:
«Sé hábil y prudente, hijo mío, pues aquí las Cortes conspiran contra ti. Los reaccionarios quieren que abdiques a favor de tu hermano Miguel. Nada puedo hacer contra los que no te quieren.»
Pedro se echó hacia atrás en el sillón del que fuera el despacho de su padre y respiró hondo. No toda esa información le pillaba por sorpresa porque el eco de los debates en Lisboa había llegado hasta Río. «Las Cortes no dan al príncipe consejos, sino órdenes —había lanzado un diputado, antes de añadir—: No es digno de gobernar, ¡que se vaya!» Esa anécdota se la habían contado a Pedro. De modo que sabía que los radicales de ambos bandos, tanto constitucionales como absolutistas, no le tenían estima. Por otra parte, habían aparecido carteles anónimos en los muros de Río que clamaban por la independencia de Brasil bajo un régimen liberal, con Pedro de emperador. Una extravagancia que el príncipe se apresuró a desmentir públicamente reafirmando su lealtad a las Cortes.
«Jamás podré ser acusado de perjurio, y os renuevo mi juramento de lealtad a vuestra majestad, a la nación y la Constitución portuguesa»,
había escrito a su padre, y para que no cupiera duda alguna sobre su autenticidad, lo había firmado con su propia sangre.
Pero ahora se encontraba en tierra de nadie, en un vacío peligroso. Los liberales no confiaban en él y le quitaban toda la autoridad que le había confiado su padre con la regencia; al mismo tiempo los tradicionalistas conspiraban para negarle su derecho a la sucesión al trono. Pedro estaba a punto de ser aplastado por las distintas fuerzas que lo querían fuera de juego. ¿Sobre quién iba a apoyarse? No confiaba ni en la tropa portuguesa ni en el grupillo de exaltados que soñaban con la emancipación de Brasil. Estaba solo, degradado, tratado por el nuevo gobierno como un ser poco responsable. Sí, había pedido regresar a Portugal, pero no de esa manera vejatoria. A sus veintitrés años era padre de dos hijos con un tercero en camino, llevaba la dirección de un territorio mucho más vasto que el propio Portugal, era un hombre fiel a las doctrinas liberales, un joven obsesionado con un destino glorioso, y esos legisladores de Lisboa pretendían doblegarle, castigarle como si fuera un niño necesitado de educación y hasta de buenas maneras. Después de ser jefe de Estado y padre de familia, ¿cómo podía volver a la condición de estudiante tutelado por «gente de confianza»? ¿Es que los esfuerzos que hacía para gobernar un Estado en bancarrota no demostraban ya su lealtad y su compromiso?
Estaba indignado, y su primera reacción fue rebelarse. Pero ¿contra quién? ¿Contra las Cortes? ¿Contra su hermano que estaba siendo manipulado para arrebatarle el trono? Leopoldina le ayudó a templar su ímpetu, y Pedro se dejó aconsejar. ¿No había pedido volver a Portugal?, le recordó ella. ¿No era mejor para la educación de los niños? ¿No decía que su posición en Brasil era insostenible? Al mismo tiempo, le volvían a la mente a Pedro las palabras de su padre: sé hábil y prudente, hijo mío. Su instinto de supervivencia le decía que no era el momento de dejarse llevar por los sentimientos. Había que mantener la cabeza fría, y Leopoldina era una inestimable ayuda:
—Tienes que proteger tu derecho al trono contra los que quieren hacerte abdicar —le dijo—. No sólo te concierne a ti, sino también al futuro de los niños… y para eso, tienes que estar en Lisboa.
Leopoldina le hablaba como lo que era, la esposa que miraba por el bien de su marido y de la familia, y sobre todo la garante de una dinastía cuya supervivencia sentía peligrar.
Al día siguiente de recibir el correo con los decretos de las Cortes, Pedro convocó a sus ministros a una reunión que se desarrolló en una calma tensa. Fingiendo no percibir la irreverencia con que era tratado por Lisboa, se abstuvo de soflamas y de encendidos discursos. ¿No eran constitucionales? Pues se trataba de cumplir las órdenes de las Cortes, y para ello tomaron las medidas necesarias para traspasar el poder a una Junta provincial.
«En cuanto la Junta sea elegida
—escribió a su padre ese mismo día—,
el gobierno le será entregado; y así, podré sin demora poner a ejecución el decreto que me manda partir cuanto antes…»
Acto seguido, dio órdenes de preparar la fragata
União
que le llevaría a Europa con su familia. A partir de ese momento, su rutina cambió porque iba todos los días a inspeccionarla, calculaba los víveres necesarios, departía con el capitán sobre la ruta a seguir y regresaba al palacio para compartir con Leopoldina y sus hijos la ilusión del viaje.
40
Sin embargo, la publicación de los decretos de las Cortes de Lisboa en la
Gazeta do Rio
, que Pedro había autorizado, fue como una bomba cuya onda expansiva repercutió en todos los rincones del inmenso país. Tanto portugueses nativos de Brasil como europeos reaccionaron ultrajados. El restablecimiento del antiguo sistema de monopolio comercial portugués, que también formaba parte del decreto, enfureció a los comerciantes locales y extranjeros, a los abogados, los terratenientes y a buena parte de la sociedad que no quería regresar a los tiempos antiguos de la colonia. Se abrió una brecha entre los comerciantes portugueses, el ejército que los defendía y el resto de la población que bullía de indignación. Los nativos de Brasil constataban perplejos cómo las Cortes de Lisboa ni siquiera habían esperado la llegada de sus diputados para debatir sobre el estatus de la colonia, mostrando así su desprecio total hacia sus «hermanos» del otro lado del mar. Quedaba claro que no preconizaban la igualdad de los territorios, sino el sometimiento de la colonia a la metrópoli. Y eso era, a todas luces, inaceptable. ¿Acaso la Historia podía dar marcha atrás? En su afán por recuperar la situación anterior a la llegada del rey a Río, lo que lograron las Cortes fue alumbrar un sentimiento patriótico que antes sólo existía de forma soterrada. Hombres y mujeres que hasta ese día se habían mostrado orgullosos de su ascendencia portuguesa se levantaron de pronto sintiéndose brasileños. Furiosos al sentirse engañados, se movilizaron inmediatamente para impedir la fragmentación del territorio y su recolonización. Los clubes secretos y las sociedades como la masonería inundaron la ciudad de panfletos y periódicos —el más incendiario era una hoja que se llamaba
El despertador brasiliense
— haciendo un llamamiento unánime al príncipe para que desafiase las órdenes de las Cortes y permaneciese en Brasil. Convencidos de que mantener a Pedro en Brasil era la única posibilidad de unir las provincias, estos nuevos patriotas hicieron correr el rumor de que impedirían por la fuerza la salida de la fragata
União
de la bahía. Pero Pedro no les hizo caso. Aún no acababa de darse cuenta de que los portugueses de Brasil mostraban más lealtad a la corona que los portugueses de Europa.
«Es increíble cómo las medidas de las Cortes han conseguido en tan poco tiempo desorganizar completamente este país y crear un odio profundo contra todo lo portugués, a la par que un espíritu de independencia imposible de reprimir.»
Así se expresaba el barón Leopold von Mareschal, antiguo alumno de la Academia Militar de Viena y héroe de la guerra contra Napoleón. Nombrado en 1829 encargado de negocios de Austria en Río de Janeiro, era un hombre de cuarenta años, educado y afable, que se había convertido en visitante asiduo de la princesa. Su misión era mandar informaciones de lo que ocurría en Brasil a la Corte de Austria. Era un diplomático de visión clara que anhelaba que Pedro se pusiese a la cabeza de los brasileños. Tradicionalista, defensor a ultranza de la realeza y por tanto de los absolutistas, tenía tan poca fe en las Cortes y en su política que pensaba que Brasil podría transformarse en refugio de la familia real y en baluarte de la monarquía. Pedro le evitaba porque no quería que le asociasen con un representante de la Santa Alianza y en aquel momento tampoco le interesaba su discurso: seguía deseando regresar cuanto antes a Portugal, a la que consideraba como la tierra prometida. Estaba harto de verse rodeado de reinos de taifas, de administradores ineptos y de militares hostiles. A estas alturas, Pedro no creía aún en Brasil.
Mareschal sí creía:
—Vuestro marido es el único que puede salvar Brasil del caos, el único que puede impedir que el país se disuelva en una miríada de repúblicas, como la América española.
Cada vez que recibía una visita de Mareschal, Leopoldina veía cómo su sueño de regresar a Europa se alejaba un poco más. Esta vez no por imposición de su marido, sino porque el diplomático tocaba su fibra más profunda y sensible, el sentido del deber. Su compatriota le aseguraba que si volvían a Portugal, Brasil se levantaría, habría un baño de sangre y la colonia se desgajaría definitivamente de la madre patria. ¿Querría tener ella parte de responsabilidad en semejante desenlace?
—Por el bien de vuestra familia —le insistía el barón mirándola con sus pequeños ojos de un azul intenso—, por el bien de la casa de Braganza, y sobre todo por el bien de la realeza, debéis sacrificar vuestro más ardiente deseo y permanecer en Brasil, señora. Tenéis que hacer lo posible para ejercer algún tipo de influencia en este sentido sobre vuestro marido. Es la única posibilidad de conservar los dos reinos… o por lo menos uno de los dos.
Cualquier otra mujer se hubiera zafado de una misión que significaba inmolar en el altar del deber lo que en ese momento más quería y necesitaba, que era irse. Pero Leopoldina no era una mujer cualquiera. Era de una determinación férrea, y su capacidad de entrega a lo que creía ser su deber —y preservar la monarquía era uno de los pilares de su credo— era ilimitada.
Antes de convencerse, vivió una temporada torturada por las dudas, oscilando como un péndulo de una opinión a otra. ¿Y si al volver a Europa lo perdían todo: Brasil, la monarquía, el trono de Portugal, todo, como pensaba Mareschal? Se había enterado de que no sólo su marido era humillado en aquel Parlamento lejano y lleno de «jacobinos», sino también su pobre suegro estaba recibiendo un tratamiento irreverente por parte de las Cortes… ¿No acabarían por arrasar la monarquía, como bien pensaba Mareschal? ¿Cómo les contaría más tarde a sus hijos que hubieran podido salvar el trono quedándose en Brasil pero que optaron por volver, a sabiendas de que se metían en la boca del lobo? Al verlos juguetear en el jardín, se sentía desgarrada entre su deseo y su deber de madre —que la empujaba a volver a Europa— y la realidad que le contaba Mareschal, que la llevaba a quedarse para salvar Brasil y la corona. Y, pensaba ella en su fuero interno, quizá también el amor de su marido.
Poco a poco, fue viendo el problema bajo un prisma distinto y su pensamiento fue dejando de oscilar. Las conversaciones y discusiones con el conde de Arcos, el general Van Hogendorp, a quien visitaba en sus largos paseos a caballo, y sobre todo con su compatriota Mareschal la convencieron de que la salvación de la monarquía sólo podía resultar de un pacto entre los líderes de la emancipación brasileña y la corona, representada en Brasil por Pedro. Curiosamente, los intereses de la monarquía parecían coincidir con las aspiraciones de los brasileños, que Leopoldina juzgaba más sensatos y moderados que los diputados de las Cortes de Lisboa. Se dio cuenta de que tanto su permanencia como la de Pedro era fundamental para la evolución de Brasil. La ayudaba el hecho de que no conocía Portugal, no tenía vínculos de historia o de tradición con aquel pequeño país que además vivía una ola de anticlericalismo que la disgustaba.
«El bien público ha de preceder siempre el deseo privado»,
escribía a su hermana, justificando así su disposición a seguir en el país por meros motivos políticos. De este modo Leopoldina, hija de la Santa Alianza, ahogaba sus sentimientos personales y renunciaba definitivamente a su sueño. Un sacrificio que mostraba su grandeza de espíritu.
Pedro estaba asombrado por la virulencia de la reacción popular y así se lo escribió a su padre:
«Doy parte a vuestra majestad de que la publicación de los decretos ha sido un choque muy grande para los brasileños y muchos europeos establecidos aquí, hasta el punto de que dicen en las calles: si la Constitución nos perjudica, ¡al diablo con ella!»
Pero a continuación le reiteraba su disposición a cumplir las
«sagradas órdenes»
, a pesar de
«todas estas voces, aunque tenga que dar mi vida por ello»
. Al final, añadía una apostilla que mostraba un cierto cambio en su postura, quizá debido ya a la influencia su mujer:
«… No estoy dispuesto a participar en que se pierdan millares de vidas.»
Leopoldina, con la tenacidad que la caracterizaba, utilizó todo lo que tenía a su disposición para hacer cambiar de opinión a Pedro. Comenzó alegando que tenía miedo a dar a luz en el barco. Era una contradicción porque un año antes estaba dispuesta a hacer la travesía en un velero para seis personas y embarazada de ocho meses. Lo que buscaba era retrasar la partida y ganar tiempo confiando en que la evolución de los acontecimientos allanaría el camino. A sabiendas de que la mayoría de los extranjeros que vivían en Río secundaban la idea de que el príncipe debía quedarse, aprovechó uno de sus paseos a caballo con su marido para visitar a Van Hogendorp, el ex general de Napoleón, que no se mordía la lengua a la hora de expresar sus opiniones.
Pedro, que llevaba mucho tiempo sin verle, lo encontró muy desmejorado. La reciente muerte de Napoleón allá en su exilio de Santa Helena le había golpeado tanto que su salud se había resentido. Sentado a la mesa del porche, estaba terminando de escribir sus memorias. Se oían truenos lejanos, y los rayos iluminaban las negras panzas de las nubes.