A pesar del lujo y la abundancia de víveres, fue un viaje interminable e incómodo, pues el barco era vetusto y poco espacioso. Para Leopoldina, obligada a medir las palabras y a controlar sus reacciones, fue una tortura cruel. No se le escapaba la manera que él tenía de acariciar a su amante con la mirada, deteniéndose en el talle, deslizándose entre los bucles de su cabello, en la línea que dividía sus pechos de perfecta redondez y suavemente cubiertos de encaje… No quería reconocerlo, pero sentía unos celos terribles de la mujer que le había robado a su «adorado Pedro». Domitila estaba resplandeciente y era de una simpatía innegable. Hablaba con todos, ya fuesen simples marineros o nobles cortesanos, y a todos seducía. No tardó en ganarse la simpatía de la pequeña Maria da Gloria, que paseaba de su brazo por cubierta ante la mirada ofuscada de la emperatriz, que se sentía una flor marchita a punto de ser completamente pisoteada por el hombre a quien amaba. ¿Cómo se atrevía Pedro a deshacer lo que Dios había unido?, se preguntaba desesperada. ¿Cómo podía llamarla «Mi Titilia» a todas horas, y delante de todos? ¿Cómo podía querer tanto a la hija de un chusquero? Tenía sed de venganza, en el fondo deseaba que esa mujer desapareciese, se cayese por la borda, se ahogase, muriese, sí, muriese…, y al mismo tiempo se reprendía por ello, consciente de que los celos habían abierto una brecha en su alma por donde se colaban los pensamientos más violentos, las ideas más descabelladas, que entraban en conflicto directo con los preceptos de su fe cristiana. Ni las partidas de backgammon con las demás cortesanas ni las charlas bajo el toldo del castillo de proa conseguían mitigar el dolor de las llagas abiertas en su corazón. Para no tener que soportar la visión hiriente de su hija sentada en la mesa del comedor entre su padre y la amante, prefería comer sola en su camarote. Le parecía que la criada que le servía la cena era un ser envidiable porque tenía un marido que amaba y que la quería. «Ésa sí que es feliz», se decía. Henchida de pena, siempre se retiraba temprano y, de rodillas en su oratorio, hablaba en secreto con Dios de los combates de su alma. «Señor, apiádate de mí, acógeme bajo tu manto…»
En Bahía, fueron recibidos con todos los honores. Antes de abordar la barca que les llevaría del
Pedro I
a tierra, el emperador pidió que Domitila se uniese al matrimonio. Ese trayecto hasta el muelle le hizo recordar a Pedro la última vez que pisó esta ciudad, en 1808, después de la larga y peligrosa travesía desde Lisboa. Entonces era un niño y miraba ese nuevo mundo, tan luminoso, tan distinto al Portugal empobrecido, oscuro y amenazado por Napoleón del que había salido, con fascinación y deleite.
—¿Veis todas esas mujeres con turbante? Eso lo puso de moda mi madre —dijo Pedro a sus acompañantes.
Contó cómo, después de la travesía que les había traído desde Portugal, la muchedumbre, compuesta en su mayor parte de esclavos o descendientes de esclavos, contemplaba con ojos de asombro ese otro mundo de hombres, mujeres y niños vestidos con pesadas chaquetas de terciopelo, calzados de zapatos de tacón, medias de seda, ropa oscura y pesada que les hacía derretirse bajo el sol abrasador del trópico. Veían desembarcar a canónigos, concejales, curas e hidalgos que portaban estandartes portugueses.
—Era el mundo al revés —contaba Pedro—. Ellos, los brasileños, pulcramente vestidos y nosotros los europeos, con familia real incluida, desembarcando como pobretones después de tres meses de un viaje espantoso. Algunos cortesanos iban en harapos y todos olíamos mal.
La imagen que dio Carlota Joaquina al desembarcar era muy distinta a la de cualquier princesa que los brasileños hubieran podido forjar en la imaginación. Esa mujer menuda, con la expresión dura de alguien contrariado al verse en un lugar que le parecía detestable, salía del barco junto a otras mujeres que también llevaban turbante. Tan exótica les pareció aquella manera de cubrirse la cabeza a las bellas brasileñas de piel cetrina, cimbreadas, con piernas largas y amplia sonrisa, que decidieron adoptar esa «moda» traída de Europa por tan esperpénticos miembros de la realeza.
—Lo que no sabían es que mi madre llevaba turbante porque en plena travesía hubo una plaga de piojos. Los nobles fueron obligados a tirar sus pelucas por la borda y mi madre y las demás mujeres tuvieron que ser esquiladas como ovejas.
Pedro no podía contar esa historia sin partirse de risa.
—No seáis malo, es vuestra madre —le reprendía dulcemente Domitila mientras Leopoldina, con la mirada perdida en el horizonte y enrocada en su propio dolor, no dejaba traslucir emoción alguna.
Ya en tierra, fueron recibidos por una multitud que les lanzaba vivas y gritos, y por los dignatarios locales que habían preparado una carpa para protegerse del sol. Después de los discursos de bienvenida se desplazaron a la catedral. Pedro se acordó de su padre, de la emoción del rey ante aquellos altares dorados finamente labrados, de la primera vez que escuchó embelesado las voces sublimes de un coro de negros, de aquel primer contacto con un mundo nuevo en el que encontró la felicidad.
De allí fueron a los aposentos que las autoridades les habían preparado. Los de Domitila eran puro lujo: la cama estaba cubierta de ricas colchas de seda de Goa bordada, el tocador bien surtido con afeites, perfumes y ungüentos. Tenía hasta su propio comedor y cuartos para sus criadas. Eran aposentos más espaciosos y ostentosos que los reservados a la emperatriz, lo que alimentó el chismorreo entre la población. En todas partes, los funcionarios trataban a la amante como si fuese la auténtica soberana. Leopoldina se daba cuenta de su propia decadencia, de su inmensa soledad, de que no podía contar con nadie. El mundo era un contubernio contra su persona y no había nadie para salvarla. Cuando los días siguientes salieron en carruaje descubierto, Pedro insistió en manejar los caballos él mismo para marcar sus distancias con la elite esclavista cuyos miembros se desplazaban tumbados en una hamaca sujeta por un palo y cargada por un par de esclavos. Ocupaba uno de los asientos delanteros junto a la emperatriz, y detrás iban la pequeña Maria y Domitila. Como una familia feliz… «¿Cómo podía ser tan inconsciente?», se preguntaba Leopoldina, convencida de que su marido, cruel como un niño, estaba hechizado por la amante.
Para ella, que sabía ocultar los celos bajo la bondad más angelical, los veinticuatro días que duró aquel viaje fueron infernales. Tedeums
,
comidas, besamanos, actos oficiales… El último día Pedro recibió en audiencia a casi seiscientos súbditos, y hasta tuvo tiempo de comprar dos negritos por doscientos cuarenta mil reales para su servicio… Vivía tan integrado en la sociedad brasileña que no podía escapar a sus costumbres, aunque él los compraba y los liberaba después, como había hecho con los esclavos de la hacienda Santa Cruz.
En todo momento estuvieron acompañados de la amante, guapa, dicharachera, sensual, feliz, alabada, triunfante. Verle feliz por el amor de otra era, para la emperatriz en la sombra, un suplicio, una agonía, un desconsuelo tremendo. Cuanto más les veía quererse, más lacerante sentía la llaga en su alma. Si Pedro consiguió apaciguar los ánimos de la población y granjearse el apoyo que necesitaba para la guerra en el sur, Leopoldina regresó a Río consumida, habiendo perdido la última ilusión y esperanza de recuperar jamás a su marido. Su corazón sangraba porque, a pesar de todo, le seguía queriendo, porque el sacramento que la unía a su marido era sagrado, porque era el padre de sus hijos, el primer y único hombre de su vida. Que hubiera violado de manera tan trivial e irresponsable su honor, que hubiera pisoteado su dignidad, que hubiera pasado por encima de su hija…, todo se lo podía perdonar si hubiera habido una mínima señal de consideración. Pero no la hubo. Le costaba admitirlo, pero ésa era la realidad. Llegó a añorar cuando vivía engañada, porque entonces existía una luz de esperanza. La lucidez a la que ese viaje la había condenado era despiadada: la dejó cegada, vacía, mustia, desganada, hundida, como una planta sin el sol que la vivificara. De regreso a Río, le costaba poner buena cara cuando le presentaban a un viajero interesante, como podía ser el barón Von Langsdorff. Apenas si le atendió cuando, en otras circunstancias, se hubiera deleitado con su conversación. Era un esfuerzo ingente, casi sobrehumano, mantener la compostura, hacer como si nada, saludar, sonreír, dar la mano y seguir fragmentos de conversación cuando lo que quería era llorar, ahogarse en su propio llanto y dejarse morir.
72
En las semanas siguientes, Domitila organizó la mudanza y la instalación en su nueva mansión, que estaba a tiro de piedra del palacio, en la rua Nova do Imperador, justo enfrente de la entrada principal a los jardines de San Cristóbal. La casa, de dos pisos, exhibía un lujo señorial. El salón y el comedor, de forma oval y proporción exquisita, estaban decorados con frescos que simbolizaban los cinco continentes. Una águila majestuosa presidía desde el techo el dormitorio reservado al emperador. Las paredes estaban tapizadas de maderas nobles de la selva, el suelo era de marquetería con incrustaciones de madera de diferentes tonos, y el mobiliario estaba compuesto de mesas de caoba, sillones chester de cuero, camas con baldaquín, colchas de seda bordadas, jarrones chinos y samovares de plata. Todo contribuía a crear una atmósfera de opulencia alrededor de la amante, lo que a su vez aumentaba su poder. Desde uno de los torreones del palacio de San Cristóbal, Pedro podía observar con su catalejo el dormitorio de su amada. Sabía que en las horas de máximo calor la sorprendería con las piernas al aire, la falda arremangada y tumbada en un sofá. Si ella se sabía observada, se desabrochaba la falda, luego se quitaba las enaguas y la ropa interior con parsimonia y se dejaba caer en la cama, totalmente desnuda, y se ponía a jugar con sus dedos con el vello del pubis. Sólo le quedaba esperar a que un empleado del palacio le trajese por la tarde una nota de Pedro contándole la escena desde su punto de vista. E irremediablemente llegaba el emisario:
«Mi amor, mi Titilia, al verte esta mañana, “tu cosa” enloqueció y si no fui en seguida a verte y abrazarte es porque tenía una reunión con los ministros… Te mando este regalo mío para que lo guardes con amor… Tu “demonio”.»
El obsequio era una pequeña mata de su vello púbico.
[2]
No había pasado un mes desde el regreso de Bahía cuando Pedro hizo pública su relación con la vizcondesa de Santos, para mayor dolor y humillación de Leopoldina. Consiguió que los ministros del imperio y los consejeros de estado firmasen un «certificado de reconocimiento de la hija espuria» que había tenido con Domitila. Si dieron su consentimiento tan fácilmente es porque en la sociedad colonial era normal, hasta cierto punto, hacer ostentación de las mancebas y educar a los hijos legítimos y a los naturales todos juntos. La mentalidad en Brasil no era tan diferente a la de la España de finales del XVII, donde era aceptado que los hijos naturales y legítimos se educasen juntos. Quien fue más honrado y valiente que los poderosos del imperio fue el vicario de la pequeña iglesia de San Francisco, un admirador de la emperatriz, que se negó a modificar el libro de asiento del bautismo. Para intentar convencerle, a Pedro no se le ocurrió otra cosa que mandarle un cuadro en el que representaba a Jesús perdonando a María Magdalena. El mensaje debió de resultar demasiado sutil porque el párroco no se dio por aludido. De modo que Pedro, impaciente, acabó recurriendo a la imposición ministerial y firmó un atestado de reconocimiento que entregó al Chalaza para que éste lo llevase en mano al recalcitrante cura, que se vio obligado a firmar. La hija natural pasaba a ser «hija de mujer noble y limpia de sangre» en los libros oficiales. Para no dejar lugar a dudas, Pedro esperó el día del cumpleaños de la pequeña para ennoblecerla, y la nombró duquesa de Goias con tratamiento de alteza. La convertía así, para regocijo de Domitila y desespero de Leopoldina, en la más alta dignataria del imperio después de los miembros de la familia real.
En una convocatoria que ordenó publicar en la Gaceta Oficial del Estado, invitó a toda la corte a celebrarlo en la nueva mansión de Domitila. Ese día, Leopoldina vio por la ventana cómo Pedro salía en un carruaje tirado por seis caballos, como en las fiestas de gran gala. Herida de muerte, se encerró en sus aposentos y se dejó caer en la cama. Fue el día más triste de su vida, como confesaría después. Lo hubiera pasado llorando sola de no haber sido porque un impulso la animó a salir. No podía quedarse allí encerrada, ni dejarse vencer. Su instinto de supervivencia la llevó a hacerse con un caballo y a perderse por el campo, buscando en el contacto con la naturaleza un alivio contra su dolor, una manera de encajar lo que su marido le infligía en público. Luego pensó en visitar uno de los numerosos institutos de beneficencia que había fundado, porque siempre era gratificante ver a esos miles de niños rescatados de la calle, pero la idea de ser blanco de las comidillas de los encargados la hizo desistir. Acabó en la choza del negro Sebastião, el esclavo liberado que vivía en el campo con su mujer y su hijo. Con ellos se sentía libre y a gusto, no un objeto de observación ni de escarnio. Les llevó comida, ropa y un juego para el niño. Les entregó el poco dinero que llevaba, como si al hacerlo pudiese conjurar su propia desgracia. Que la emperatriz de Brasil sólo encontrase consuelo en el pobre Sebastião decía mucho del abismo de su soledad.
Mientras, en el palacete de Domitila, Pedro presentaba a su hija bastarda a la cuarentena de invitados que habían acudido como moscas a un panal de rica miel. Eran una mezcla de miembros de la pequeña nobleza, ricos comerciantes y funcionarios. La alta aristocracia no estaba presente; condes y marqueses habían declinado la invitación alegando todo tipo de excusas. Quedaba claro que no aceptaban a la intrusa, y no querían frecuentarla. «¿Has ido a besar la mano de mi hija?», preguntaba Pedro a diestro y siniestro, con una insistencia que sugería más bien una orden. La mano de la pequeña, de dos años de edad, se la disputaban ministros y cortesanos, que se inclinaban para besarla ante la mirada de orgullo del viejo coronel Castro, antiguo mulero y militar convertido en gentilhombre por arte y gracia de las faldas de su hija. Domitila estaba en la gloria, en el apogeo de su poder. Bella, enamorada, influyente y noble… ¿Qué más podía pedir? Tenía a parte de la buena sociedad a sus pies. Después de un suculento banquete, respondió al brindis de su amante levantando su copa por la felicidad de su hija.