Desconfiado hasta el paroxismo, no sabía lo que iba a encontrarse en tierra firme, si iban a fusilarle o a aclamarle, por eso le pareció un milagro que dignatarios, nobles y miembros de las legaciones extranjeras que también habían acudido a darle la bienvenida en el muelle se arrodillasen nada más verle, algunos sollozando, otros temblando de emoción, todos suplicando el privilegio de besar su mano. Esos súbditos eran conscientes de que vivían un momento histórico, tanto como lo había sido aquel 26 de noviembre de 1807 cuando la corte y el rey habían tenido que marcharse precipitadamente. ¿Cómo explicarles que no volvía como divinidad, sino como un ciudadano coronado? ¿Que regresaba al viejo mundo más humano, más tolerante y abierto, consciente de los derechos esenciales de los hombres?
El rey se pellizcó el brazo, como para asegurarse de que estaba bien vivo. Reconocía a su viejo y leal pueblo, animado de esa eterna devoción que ninguna Constitución o revolución podría borrar jamás. La tensión provocada por el choque de dos mundos se disipó como por encanto. Era como si el pasado volviese al presente. La ropa de los recién llegados pertenecía a otra época: todavía llevaban pantalones hasta las rodillas, medias y pelucas con tirabuzones típicas de finales del XVIII. «Parecían cuadros que habían salido de sus marcos», comentó un diplomático francés. Miguel estaba irreconocible: había salido con seis años y ahora era un mozo de diecinueve. Las hijas eran mujeres hechas y derechas. El rey estaba muy envejecido. La reina, sin embargo, era fácilmente reconocible: más ajada que nunca, con una sonrisa que dejaba ver sus dientes picados, se abanicaba con un cierto nerviosismo. No se quejaba del calor, porque éste le parecía distinto; decía que no se le quedaba pegado a la piel. Fiel a sí misma, tuvo que hacer algo para llamar la atención al desembarcar. Antes de pisar el muelle, se quitó los zapatos y los sacudió:
—¡No quiero que ni una mota de tierra de Brasil toque suelo europeo!
La recepción que el pueblo les prodigó en esa explanada cargada de historia y cubierta de flores fue extraordinaria. Al pisar tierra, el rey recibió las llaves de la ciudad y mientras contemplaba deslumbrado las casas que se extendían sobre las colinas, pensando en lo poco que había cambiado Lisboa en todos aquellos años comparado con lo mucho que había cambiado Río, la multitud irrumpió en una ruidosa ovación. «¡Larga vida al rey nuestro señor!» Únicamente los soldados, formados en filas, mostraban su nerviosismo. Por todas partes, la gente se deshacía en aclamaciones y vivas, compitiendo para mostrar su júbilo, como si de esa manera pudieran compensar las lágrimas que habían vertido trece años antes. Don Juan estaba confundido. Le habían desposeído de gran parte de su poder, y sin embargo parecía que el tiempo no había pasado.
Fue sólo una impresión, que duró lo que tardó en instalarse en el convento de Bemposta, en el centro. En seguida, el viejo e inofensivo rey, prisionero de las Cortes, tuvo que adaptarse a la vida de un monarca constitucional, nombrando ministros, pero sin desempeñar un papel activo en la política. Se resignó a ello con docilidad, y al hacerlo se granjeó el afecto de muchos diputados que apreciaban su bonhomía, y que estaban fascinados por su enorme popularidad.
Carlota volvió al lugar que tanto había echado de menos, al palacio de Queluz, a nueve kilómetros de Lisboa, con Miguel y sus hijas. Conocido como el Versalles portugués, Queluz era una antigua finca de caza en la que el abuelo de don Juan había levantado un palacio de una sola planta, gracias al oro extraído de las minas de Brasil. Era un palacio más delicado que fastuoso, rodeado de jardines plantados de cítricos y de arbustos odoríferos, con pérgolas, canales, cascadas y fuentes. A los hijos les decepcionó porque guardaban el recuerdo de un lugar más grande, más brillante, más cuidado, más iluminado, animado de una vida que ya no existía. Recordaron con risas la ceremonia del «lavapiés» que efectuaba la reina María en una sala, mientras su marido hacía lo mismo en otra, y que consistía en un lavado ritual de las extremidades reales frente a miembros elegidos de la corte. Era una ceremonia arcaica, que indignaba a los europeos ilustrados, quienes veían en ello
«toda la substancia de los sultanes, sin su poder ni su fasto».
Carlota se instaló en su antiguo cuarto, el dormitorio Don Quijote, que había servido de comedor real hasta que la reina María, como atención especial hacia la nacionalidad de su nuera, se la cedió para el «primer encuentro» con don Juan. En aquella cama de matrimonio con dosel y baldaquín había perdido la virginidad y había dado a luz a todos sus hijos. Grandes puertaventanas se abrían a los árboles del parque donde, en sus días de juventud, pasaba largas horas charlando con su corte de criadas y doncellas españolas. Las tardes de verano se sentaba sobre una esterilla, acompañando con las castañuelas una canción andaluza o bailando ella misma algún bolero. Entonces Queluz era como un jardín de oriente, con alamedas flanqueadas de limoneros, de mirto, de jazmín, con fuentes y cascadas presididas por estatuas de la mitología griega, con invernaderos llenos de plantas crasas de Brasil, tan extravagantes en las formas y en los colores como las estatuas y los tiestos de la India y de Japón que bordeaban las veredas misteriosas. Ya no quedaba más que el recuerdo, porque los jardines estaban descuidados, las estatuas desfiguradas, los invernaderos abandonados, el césped amarillento. Ya no estaba aquel jardinero jefe que parecía un eunuco pero que tanto le gustaba, ese al que las malas lenguas atribuyeron la paternidad de Miguel. Ahora había dos cadetes jóvenes haciendo guardia en el jardín, «dos insolentes», como los llamó Carlota, porque el primer día la confundieron con una criada de lo desaliñada y mal vestida que iba.
Sin embargo, lo importante es que estaba de nuevo en territorio conocido, en el centro de su mundo, en un lugar donde podía tirar de los hilos del poder, donde podía conspirar, donde podía volver a funcionar como importante baza en el ajedrez de la política. Era cierto, la monarquía vivía momentos bajos; al otro lado de la frontera, su hermano Fernando había sido obligado a jurar la Constitución de Cádiz y había puesto en marcha el «trienio liberal» que abolió los privilegios de clase, los señoríos, los mayorazgos y sobre todo la Inquisición. Carlota sabía que lo había hecho forzado, no por convencimiento. En el fondo, su hermano, mientras por un lado se decía respetuoso con la Constitución, por el otro intrigaba contra el movimiento liberal para volver al absolutismo. ¿No decía en privado que quería ser un rey absolutamente absoluto?
Ella haría lo mismo. ¿No era deber de lealtad hacia el prestigioso linaje de los Borbón? Contaba con información de primera mano que le proporcionaban sus viejos aliados, antiguos miembros del partido españolista que ella misma promovió antes de marchar a Brasil, y con el apoyo de nobles y grandes señores cuyos intereses se veían perjudicados por los liberales. Carlota sintió inmediatamente que en ese hueco que había por llenar, ella podía aspirar a representar a las fuerzas del viejo Portugal en el pulso que libraban con el orden nuevo. Fuerzas que nunca dejaron de conspirar porque contaban con el más poderoso de los aliados: buena parte del clero, desesperado al ver cómo perdía consideración, privilegios y prebendas. En círculos absolutistas, el hecho de que el cardenal de Lisboa y el obispo de Olva hubiesen sido apartados de sus cargos eclesiásticos por negarse a prestar juramento a la Constitución era considerado un escándalo intolerable.
Cuando llegó a Queluz una delegación gubernamental con la copia de un decreto que obligaba a todos los funcionarios públicos y poseedores de bienes nacionales, incluida la reina, a firmar la Constitución, Carlota vio su oportunidad.
—¡Ni hablar! ¡Nunca nadie me obligará a firmar esto! ¡Jamás!
Fue un gesto sagaz por su parte, porque galvanizó a los que, como ella, se oponían al gobierno. Manteniendo esa actitud de desafío al poder, confiaba en acabar siendo el centro de una futura contrarrevolución. Don Juan disimulaba, pero en su interior crepitaba una hoguera. Su mujer le amargaba la existencia. No era nada nuevo, pero no por ello dejaba de exasperarle.
Viendo que el tiempo pasaba y Carlota no daba señales de plegarse a la ley, se sintió obligado a mandarle una notificación, para que por falta de conocimiento no incurriese en la sanción prevista, que era grave porque incluía la perdida de la ciudadanía y la expulsión del reino. Carlota respondió por el mismo correo con su arrogancia habitual:
«Que ya he mandado decir al rey que no juraba, que tengo establecido que nunca juraré en mi vida entera ni en bien ni en mal, y que no lo hago por soberbia, ni por odio a las Cortes, sino porque ya lo tengo dicho, y una persona de bien no se retracta…»
No parecía intimidada por las penas previstas por la infracción, que también incluían la pérdida de todas las prebendas de su rango. Al contrario, se crecía en el desafío. Sentía el aliento de los suyos, en cuyas publicaciones tradicionalistas era descrita como «augusta esposa», «reina inmortal», «Carlota virtuosa», etc. Se enteró de que en algunos pueblos llegaron a sobreponer su imagen con la de Nuestra Señora da Rocha, la santa patrona de Portugal. Se regodeaba en su papel de esposa maltratada por un rey traidor a su esencia y a sus principios. Se complacía en su papel de mártir:
—Si me imponen las sanciones, tendré que volver a España —decía alicaída a sus seguidores, que no concebían que Portugal se quedase sin su reina.
Don Juan estaba cada día más enojado. De cara a las Cortes, la oposición de su mujer a sus repetidas instancias era escandalosa y le colocaba en una posición humillante: ni siquiera tenía control sobre su propia familia. ¿Qué tipo de hombre —no digamos ya de rey— era? Como siempre, esperó hasta el último momento para actuar. No le gustaba tener que expulsar del país a la reina. No iba ni con su carácter ni con su creencia en la indisolubilidad del matrimonio. Peor aún: era un gesto violento que aún debilitaría más a la ya frágil monarquía. Y en España sería más peligrosa que bajo control en Portugal. Pero el vaso de su paciencia se estaba desbordando. Cada insubordinación de su mujer erosionaba su maltrecha dignidad. Harto, un día, a la salida de misa, anunció:
—¡Si me obliga a hacerlo, lo haré!
Promulgó un decreto, que se haría célebre, por el cual le retiraba los derechos civiles y monárquicos y la obligaba a exiliarse a su país de nacimiento. Así recapacitaría, pensaba don Juan, que siempre podría, en el último momento, anular ese decreto o remplazarlo por otro. Pero Carlota se frotaba las manos: su cruel marido la expulsaba por ser fiel a sus ideas. A algo tan insólito, supo sacarle rédito político de inmediato. Su respuesta, que fue hábilmente filtrada a la población por sus secuaces, la coronaría como heroína entre los absolutistas:
«Me obligáis a dejar el trono al que vuestra majestad me llamó
—replicó a su marido—.
Os perdono desde el fondo de mi corazón y os compadezco; todo mi desprecio y aversión lo reservo para los que os rodean. En el exilio estaré más libre de lo que vuestra majestad lo está en vuestro palacio. Me llevo conmigo mi propia libertad: mi corazón no está esclavizado, nunca se ha doblegado ante los que han osado imponeros leyes. En breve partiré: pero ¿adónde dirigiré mis pasos para encontrar un exilio sosegado? Mi patria, como la vuestra, está siendo víctima del espíritu de la revolución. Mi hermano, como vuestra majestad, es un cautivo coronado. Le diré a Fernando que no han podido doblegar mi resolución, que estoy desterrada, pero que mi conciencia está limpia. ¡Adiós, Señor!»
Don Juan se sorprendió por la contundencia de la respuesta. Pero, en el fondo, estaba seguro de que ella tampoco quería irse a España, exiliada y destronada. La sabía correosa, pero también apegada a sus privilegios, a su vida de reina en Queluz, desde donde podía sabotearle a conciencia… Como no podía echarse atrás sin quedar mal frente a las Cortes y el pueblo, volvió a mandar requerimientos y a presionarla. Estaba seguro de que acabaría cediendo.
Pero Carlota vivía enfebrecida por sus sueños de grandeza, tan largamente reprimidos en Río pero que ahora brotaban de su imaginación como una cascada. Soñaba que Fernando conseguía imponer de nuevo el absolutismo en España y ella lo conseguía en Portugal… ¡Y qué maravilloso sería tener a dos hermanos reinando sobre una península Ibérica monárquica, tradicional y católica! El único obstáculo a esos planes grandiosos era la existencia de su marido, ese rey flemático que coqueteaba con el enemigo. A la espera de poder quitárselo de encima, sabía que tenía que soportar sus envites todo lo posible. Era cierto, ella no quería irse a España en esas condiciones, pero sabía que cada negativa suya a firmar la Constitución la fortalecía de cara a los suyos. Plantarse, oponerse, resistir. Ésas eran sus armas, que empleaba sin escrúpulos, sin importarle tensar la cuerda, porque conocía demasiado bien a su marido para saber que éste nunca la rompería.
39
Las noticias que llegaban a Río de Janeiro sobre las acciones emprendidas por el nuevo gobierno de las Cortes portuguesas tenían a Leopoldina muy inquieta. Recibía peticiones de socorro de sus antiguas damas de compañía, las que habían regresado a Portugal para proteger sus bienes. El gobierno las había expropiado, las había privado de sus pensiones y sueldos, y algunas habían caído en la miseria. La princesa, que estaba de nuevo embarazada, se las arregló para mandarles algo de dinero, sin que por supuesto lo supiera su marido. En sus cartas les decía que la perspectiva de tener un tercer hijo en
«esa época de desasosiego»
la perturbaba y acentuaba la nostalgia de los suyos y de la vida en Europa.
La contestación de don Juan a la carta de Pedro rogándole que le mandase de vuelta a Portugal llegó a los tres meses a bordo del bergantín
Infante São Sebastião
, que fondeó en la bahía cargado de una voluminosa correspondencia que sacudiría para siempre la vida de Pedro, de su familia y de Brasil. Traía de Lisboa órdenes y decretos de las Cortes relativos a la transformación administrativa del territorio. Pedro se enteró así de que las Cortes habían votado la abolición del reino de Brasil y anulado el decreto de su padre que le había encargado «el gobierno y la entera administración de todo el reino». Se suprimían las delegaciones de la corona, los departamentos, oficinas y tribunales que su padre había establecido desde 1808. En su lugar, se creaban unas juntas provinciales desligadas las unas de las otras y subordinadas directamente a Lisboa. Gobernadores militares nombrados por las Cortes ejercerían el poder ejecutivo en las provincias. Es decir, que todo lo relativo a la administración de justicia, el manejo de los fondos públicos y la fuerza armada escapaba al control de los habitantes de Brasil. La provincia de Pará en la Amazonia pasaba a llamarse provincia de Portugal, y estaría desvinculada por completo del resto de Brasil. Era como si las Cortes hubieran querido borrar todo lo que representaba para la antigua colonia la transferencia de la sede de la monarquía portuguesa a Río de Janeiro. De un plumazo, los constitucionalistas arrasaban con trece años de historia. Para implementar estas nuevas directrices, se anunciaba el inminente envío a Brasil de tropas y buques de guerra. Lo más abyecto era que el decreto había sido aprobado antes de que los diputados brasileños hubieran llegado a Lisboa para poder debatirlo.