El hombre que susurraba a los caballos (37 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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El bicho del fluorescente estaba intentando una nueva táctica: tomarse primero un largo descanso para luego abalanzarse sobre el plástico con denodado esfuerzo. Grace estaba diciéndole a Robert que dentro de dos días iba a ayudar a los Booker a conducir el ganado a los pastos de verano y que todos dormirían al raso. Pues claro que iría a caballo, ¿de qué otra forma iba a ir?

—Tú no te preocupes, papá.
Gonzo
es un buen potro.

Annie terminó lo que estaba haciendo y apagó la luz para darle un respiro al bicho. Fue hacia la sala de estar y se detuvo detrás de la silla donde estaba sentada Grace, arreglándole los cabellos sobre la parte posterior de los hombros.

—No, ella no vendrá —dijo Grace—. Dice que tiene mucho trabajo que hacer. Está aquí mismo, ¿quieres hablar con ella? Sí, yo también te quiero.

Le cedió la silla a Annie y subió a la planta superior a darse un baño. Robert aún estaba en Ginebra. Dijo que probablemente regresaría a Nueva York el lunes siguiente. Le había contado ya a Annie lo que había dicho Freddie Kane y ahora fue Annie quien, cansadamente, le dio la noticia de que Gates había despedido a Lucy. Robert escuchó en silencio y luego le preguntó qué pensaba hacer al respecto. Annie suspiró.

—No lo sé. ¿Tú qué crees que debería hacer?

Hubo una pausa y Annie tuvo la sensación de que Robert estaba pensando meticulosamente lo que iba a decir.

—Bien, desde donde estás ahora, no creo que puedas hacer gran cosa.

—¿Estás diciendo que deberíamos volver a casa?

—No, yo no he dicho eso.

—Ahora que todo va tan bien con Grace y
Pilgrim…

—No, Annie, no quería decir eso.

—Pues lo parecía.

Lo oyó aspirar hondo y de pronto se sintió culpable de haber tergiversado sus palabras cuando ella no estaba siendo sincera sobre sus motivos para quedarse. El tono de Robert, al volver a hablar, fue muy comedido.

—Siento que te lo haya parecido. Claro que lo de Grace y
Pilgrim
me parece estupendo. Es importante que os quedéis ahí todo el tiempo que haga falta.

—¿Más importante que mi empleo?

—¡Por Dios, Annie!

—Perdona.

Hablaron de otras cosas menos conflictivas, y cuando se despidieron ya habían hecho las paces, aunque él no le dijo que la quería. Annie colgó el auricular y permaneció un rato sentada. No había sido su intención agredirlo de aquella manera. Era más bien que se castigaba a sí misma por su propia incapacidad —o renuencia— para solucionar la maraña de deseos realizados a medias que hervía en su interior.

Grace tenía la radio puesta en el cuarto de baño. Una emisora nostálgica estaba haciendo lo que seguían llamando «gran retrospectiva» de los Monkees. Acaban de poner
Daydream Believer
y ahora sonaba
Last Train to Clarksville.
Grace debía de haberse dormido o tenía las orejas debajo del agua.

De pronto, y con claridad suicida, Annie supo qué era lo que iba a hacer. Le diría a Gates que si no volvía a aceptar a Lucy, dimitiría. Al día siguiente le enviaría su ultimátum por fax. Si a los Booker aún les parecía bien, iría, después de todo, a conducir el maldito ganado a los pastos.

Y al regreso, sabría si aún tenía un empleo o no.

Capítulo 27

El rebaño ascendía hacia él por el saliente de la loma como un río negro desbordándose en marcha atrás. En ese punto el terreno facilitaba las cosas, obligando a las reses a subir por un sendero curvilíneo que, aun sin estar marcado ni vallado, constituía su única alternativa. Al llegar allí a Tom le gustaba ir en cabeza y detenerse en lo alto de la cuesta para ver venir a las reses.

Los otros jinetes ya estaban llegando, dispuestos estratégicamente más arriba y en torno a los contornos del rebaño, Joe y Grace a la derecha, Frank y Annie a la izquierda y, apareciendo ahora por detrás, Diane y los gemelos. Al fondo, la meseta que acababan de cruzar era un mar de flores silvestres a través del cual habían levantado a su paso una ola de un verde más intenso y a cuya lejana orilla habían descansado bajo un sol de mediodía observando cómo bebía el ganado.

Desde donde Tom se encontraba se veía apenas rielar el estanque y el valle quedaba oculto allí donde el terreno descendía hacia los prados y los álamos que bordeaban el Double Divide. Era como si la meseta se prolongara en línea recta sin solución de continuidad hasta la enorme pradera y el borde oriental del cielo.

Los terneros eran robustos y de pelaje lustroso. Tom sonrió al recordar las pobres bestias que habían conducido aquella primavera de hacía una treintena de años cuando su padre fue a vivir allí con su familia. Algunas eran tan flacuchas que casi se oía el entrechocar de sus costillas.

Daniel Booker había soportado algunos inviernos duros allá en la hacienda de Clarks Fort pero ninguno tan crudo como el que encontró en el Rocky Mountain Front. Aquel primer invierno perdió casi tantos terneros como los que pudo salvar y el frío y las dificultades dibujaron señales más profundas aún en un rostro que había quedado transformado para siempre a raíz de la venta forzada de su hogar. Pero en la loma donde Tom se hallaba en ese momento había sonreído al ver aquel panorama sabiendo por primera vez que su familia podría sobrevivir allí e incluso prosperar.

Tom le había comentado todo eso a Annie mientras cabalgaban por la meseta. Por la mañana e incluso cuando pararon a comer, estuvieron demasiado ocupados para tener oportunidad de hablar. Pero ahora tanto el ganado como los jinetes sabían a qué atenerse y podían charlar a sus anchas. Tom cabalgó al lado de Annie, quien le preguntó el nombre de las flores. Él le enseñó el lino azul, la cincoenrama, la balsamina y unas que se llamaban cabeza de gallo. Ella lo escuchó con su habitual seriedad, registrando toda la información como si algún día pudieran someterla a un examen. Era una de las primaveras más cálidas que Tom recordaba. La hierba era exuberante y producía un untuoso sonido húmedo contra las patas de sus caballos. Tom señaló hacia la loma y le contó que aquel día tan lejano había ido con su padre hasta la cima para ver si seguían el camino que los conduciría a los pastos altos.

Tom montaba una de sus yeguas jóvenes, una hermosa roana fresa. Annie montaba a
Rimrock.
Él no había podido quitarse de la cabeza lo bien que se la veía a lomos de su caballo. Annie y Grace llevaban los sombreros y botas que él les había ayudado a comprar el día anterior después de que Annie dijese que los acompañaba. En la tienda se habían reído con ganas al verse en el espejo una junto a la otra. Annie preguntó si también tenían que llevar pistola, y él respondió que eso dependía de quién fuese el blanco. Ella dijo que el único candidato era su jefe de Nueva York, de modo que lo mejor tal vez fuese un misil Tomahawk.

Cruzaron la meseta con mucha calma. Pero a medida que se acercaban al pie de la loma las reses parecieron presentir que de allí en adelante empezaba una larga ascensión y apretaron el paso, llamándose entre ellas como si de ese modo pretendieran darse ánimo. Tom le había pedido a Annie que fuera con él a la cabeza pero ella sonrió y dijo que sería mejor que se quedara atrás y viera si Diane necesitaba ayuda. Así que Tom había subido solo.

El rebaño estaba casi a su altura. Hizo doblar a su caballo y recorrió la cresta de la loma. Un pequeño tropel de ciervos se alejó corcoveando ante él, deteniéndose después a una distancia segura para mirarlo. Las hembras no tardarían en parir a sus cervatos y, precavidas, evaluaban al extraño con sus grandes orejas ladeadas antes de que el macho las instara otra vez a avanzar. Más allá, divisó el primero de los angostos desfiladeros bordeados de pinos que desembocaban en los pastos altos y, cerniéndose imponentes más arriba, los picos seminevados de la divisoria.

Habría querido estar al lado de Annie y ver su cara al descubrir esa panorámica, y se había sentido algo decepcionado al declinar ella su ofrecimiento. Tal vez ella había interpretado su oferta como una propuesta de intimidad que él no había pretendido, o más bien que él ansiaba pero no había tenido intención de transmitir.

Cuando llegaron al desfiladero, éste estaba ya a la sombra de las montañas. Y a medida que ascendían lentamente entre los márgenes de pinos en penumbra, miraron atrás y observaron que la sombra se extendía hacia el este como una mancha hasta que sólo los llanos distantes retuvieron la luz del sol. Sobre las copas de los árboles, escarpadas paredes de roca gris los cercaban por ambos lados, haciéndose eco de los gritos de los niños y el murmullo de las reses.

Frank arrojó otra rama al fuego y su impacto despertó un volcán de chispas en la noche. La leña era de un árbol caído que habían encontrado y estaba tan seca que parecía sedienta de las llamas que la consumían, elevándose muy alto en el aire sin viento con un vigor totalmente propio.

Entre el bailoteo de las llamas Annie observaba el resplandor del fuego en los rostros infantiles, cuyos ojos y dientes centelleaban cuando reían. Estaban contándose acertijos y Grace los tenía a todos intrigadísimos con uno de los favoritos de Robert. Se había echado el sombrero a un lado y su cabello, que le caía en cascada sobre los hombros, captaba la luz de la lumbre en un espectro de rojos, ámbares y dorados. Annie nunca había visto a su hija tan hermosa.

Habían terminado su cena preparada en la lumbre: judías, chuletas y beicon con patatas enteras cocidas en las brasas. La habían encontrado deliciosa. Mientras Frank se ocupaba del fuego, Tom fue por agua al riachuelo que corría junto al prado a fin de preparar café. Diane se había sumado al juego de los acertijos. Todos suponían que Annie sabía la respuesta, y aunque ella la había olvidado se contentó con poder estar callada y observar con la espalda apoyada en la silla de montar.

Habían llegado a ese lugar poco antes de las nueve, cuando los últimos rayos del sol se desvanecían en los llanos más distantes. El último desfiladero había sido muy escarpado, con las montañas cerniéndose sobre sus cabezas como paredes de una catedral. Finalmente habían seguido el ganado a través de un paso rocoso de época ignota y al salir vieron abrirse los pastos ante ellos.

La hierba aparecía espesa y oscura a la luz de la tarde y debido, pensó Annie, a que la primavera llegaba tarde a ese paraje, aún no había muchas flores. Más arriba sólo quedaban los picos más altos, cuyo ángulo permitía ahora una pequeña vislumbre de la vertiente occidental donde una astilla de nieve despedía reflejos rosados y dorados al sol puesto ya hacía rato.

Los pastos estaban circundados de bosque y en un lado, donde el terreno se elevaba levemente, había una pequeña cabaña de troncos con un sencillo corral para los caballos. El arroyo serpenteaba entre los árboles del otro lado y fue ahí a donde todos se dirigieron nada más llegar para abrevar a los caballos y las reses, que forcejeaban a empellones. Tom les había advertido que podía haber heladas por la noche y que debían llevar ropa de abrigo. Pero el clima seguía siendo ideal.

—¿Cómo va eso, Annie?

Frank se había sentado a su lado después de alimentar la hoguera. Ella vio surgir a Tom de la oscuridad donde las reses mugían de vez en cuando.

—Pues aparte de dolerme el trasero, todo bien.

Frank rió. No era sólo el trasero. También le dolían las pantorrillas y tenía la cara interna de los muslos tan dolorida que sólo moverlos la hacía gemir. Grace había montado aún menos que ella últimamente, pero cuando Annie le preguntó si le dolía todo como a ella, respondió que estaba bien y que la pierna no le hacía el menor daño. Annie no se lo creyó, pero no quiso insistir.

—¿Te acuerdas de aquellos suizos del año pasado, Tom?

Tom estaba poniendo agua en la cafetera. Soltó una carcajada y dijo que sí, y luego puso el cacharro en la lumbre y se sentó a escuchar junto a Diane.

Frank explicó que él y Tom iban en coche por Pryor Mountains cuando encontraron la carretera bloqueada por un rebaño de vacas. Detrás había unos vaqueros muy elegantes con sus ropas nuevas.

—Uno de ellos llevaba puestas unas zahonas hechas a mano que debían de haberle costado mil dólares. Lo curioso era que no montaban sino que iban andando y llevando los caballos de las riendas. Su aspecto era más que penoso. Bueno, pues yo y Tom bajamos las ventanillas y preguntamos si todo iba bien, pero ellos no entendieron una palabra.

Annie observaba a Tom, que miraba a su hermano con una amplia sonrisa en el rostro. Él debió de notarlo, pues desvió la mirada de Frank para posarla en ella y sus ojos no expresaron sorpresa, sino una calma tan acogedora que Annie creyó desfallecer. Aguantó su mirada el tiempo que creyó oportuno y luego sonrió y se volvió de nuevo hacia Frank.

—Nosotros tampoco entendíamos nada, de modo que les hicimos señas de que pasasen. Un poco más adelante encontramos a un viejales dormitando al volante de un flamante Winnebago, el modelo más caro. Y entonces el tipo se levantó el sombrero y supe quién era. Se llama Lonnie Harper, tiene un rancho bastante grande en esa dirección pero nunca ha sabido administrarlo para vivir de él. En fin, lo saludamos y le preguntamos si era suyo aquel rebaño y él dijo que por supuesto, y que los vaqueros eran unos suizos que estaban de vacaciones.

»Nos explicó que se había establecido como ranchero para turistas. Los suizos pagaban miles de dólares por venir a hacer lo que a él le costaba antes unos buenos jornales. Le preguntamos por qué iban a pie, y él se echó a reír y respondió que eso era lo mejor, porque al segundo día estaban tan doloridos que encima los caballos no sufrían el menor desgaste.

»Esos pobres suizos han de dormir en el suelo y cocinarse sus propias judías a la lumbre mientras él duerme en el Winnebago mira la tele y come como un rey.

Cuando el agua empezó a hervir Tom preparó café. Los gemelos habían terminado con los acertijos y Craig le pidió a Frank que hiciese el truco de las cerillas para que lo viera Grace.

—Oh, no —rezongó Diane—. Ya estamos otra vez…

Frank sacó dos cerillas de la caja que guardaba en el bolsillo del chaleco y se puso una en la palma de la mano derecha. Luego, con expresión muy seria, se inclinó y frotó la cabeza de la otra cerilla en el pelo de Grace. Ella rió, un poco confusa.

—Supongo, Grace, que en la escuela estudias física y todo eso.

—Sí.

—Entonces sabrás lo que es la electricidad estática. Aquí no hay más truco que éste. Digamos que ahora la estoy cargando de electricidad.

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