El chico trabajaba allí gratis tres o cuatro veces a la semana a cambio de no pagar alquiler en una buhardilla que era propiedad del dueño, un amigo de Rachel. Cuando no trabajaba en el restaurante, Hal asistía a la escuela de cine. Un rato antes le había contado a Tom que estaba rodando un corto.
—Trata de un hombre que se come la moto de su novia pieza por pieza.
—Qué fuerte.
—Lo es. Viene a ser como una
road movie
pero rodada en un solo decorado. —Tom estaba casi seguro de que se trataba de una broma. Así lo esperaba, al menos. Hal prosiguió—: Cuando acaba con la moto, hace lo mismo con la chica.
Tom asintió, pensando en ello: «Chico conoce chica. Chico se come a chica.»
Hal rió. Tenía el cabello tan negro como su madre y era tan atractivo como ella. A Tom le gustaba mucho. No conseguían verse muy a menudo aunque sí se escribían, y cuando estaban juntos no había roces entre ellos. Hal era un chico de ciudad pero de tanto en tanto iba a Montana y cuando lo hacía le encantaba. Además, y dadas las circunstancias, montaba muy bien.
Hacía años que Tom no veía a la madre del chico, pero hablaban de Hal por teléfono, de cómo le iban las cosas, y tampoco eso resultaba un problema.
Rachel se había casado con un galerista llamado Leo y habían tenido tres hijos que ya eran adolescentes. Hal tenía veinte años y parecía haber disfrutado de una infancia feliz. Fue la oportunidad de verlo lo que por fin hizo que se decidiese a volar al este y echar un vistazo al caballo de la mujer inglesa. Tom pensaba ir allí esa misma tarde.
—Aquí tienes. Hamburguesa con queso y beicon —dijo Hal. Le dejó el plato delante y se sentó sonriendo al otro lado de la mesa. Él sólo tomaba café.
—¿Tú no comes? —preguntó Tom.
—Tomaré algo más tarde. Venga, pruébalo.
Tom dio un mordisco a la hamburguesa y asintió en señal de aprobación.
—Está buena —dijo.
—Los hay que simplemente dejan la carne en la parrilla y listo. Hay que trabajar, que suelten el jugo.
—¿No te dirán nada por estar aquí sentado conmigo?
—Tranquilo. Si viene gente iré a echar una mano. Todavía no eran las doce y el local estaba casi vacío.
Por lo general Tom no solía comer mucho a mediodía y, de hecho, últimamente apenas si comía carne, pero Hal se había mostrado tan dispuesto a prepararle una hamburguesa que fingió que le apetecía mucho. En la mesa de al lado, cuatro hombres con traje y mucha alhaja en la muñeca hablaban ruidosamente de un trato que habían hecho. Hal le había informado discretamente de que no eran los clientes típicos. Pero Tom había disfrutado mirándolos. Siempre le impresionaba la energía que destilaba Nueva York. Se alegraba de no tener que vivir allí.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó.
—Muy bien. Ahora vuelve a tocar. Leo le ha organizado un concierto en una galería muy cerca de aquí, el domingo que viene.
—Me alegro.
—Iba a venir a verte, pero anoche hubo jaleo, el pianista los ha dejado plantados y ahora están buscando a otro a marchas forzadas. Me ha dado muchos recuerdos para ti.
—Pues dáselos tú también de mi parte.
Hablaron de los estudios del muchacho y de sus planes para el verano. Hal dijo que le gustaría ir a Montana un par de semanas y a Tom le pareció que era sincero, que no lo decía por quedar bien con él. Tom le explicó lo que pensaba hacer con los potrillos que había criado. Hablar de ello hizo que sintiese ganas de poner manos a la obra de inmediato. Sería su primer verano en años sin cursillos, sin viajes, dedicado sencillamente a estar en las montañas y ver nuevamente el campo.
El restaurante empezaba a llenarse y Hal tuvo que volver al trabajo. No dejó que Tom pagase la cuenta y lo acompañó hasta la acera. Tom se puso el sombrero y reparó en la mirada de Hal cuando se dieron la mano. Esperaba que al chico no le resultara embarazoso que lo viesen en compañía de un vaquero. Siempre les resultaba un poco incómodo despedirse —Tom pensaba que tal vez debía abrazar al chico—, pero de alguna manera habían adoptado la costumbre de darse la mano y nada más, y eso fue lo que hicieron.
—Suerte con el caballo —dijo Hal.
—Gracias. Y tú con la película.
—Gracias. Te mandaré una cinta.
—Me gustaría mucho. Bueno, Hal, adiós.
—Adiós.
Tom decidió andar un poco antes de parar un taxi. El día era frío y gris y de las tapaderas de las cloacas salían nubes de vapor que el viento arrastraba. Pasó junto a un joven que estaba mendigando en una esquina. Tenía el pelo como un manojo de sogas y la piel color pergamino amoratado, los dedos le salían de unos mitones de lana y como no llevaba abrigo saltaba para entrar en calor. Tom le dio un billete de cinco dólares.
Lo esperaban en las caballerizas hacia las cuatro, pero cuando llegó a la estación vio que salía un tren antes y decidió tomarlo. Pensó que cuanta más luz natural hubiera para ver al caballo, mejor. Y de ese modo tal vez pudiese echar un vistazo al animal a solas. Siempre era más sencillo si no tenía uno al propietario pegado al cogote. En caso contrario, el animal siempre notaba que había tensión. Estaba seguro de que a la mujer no le importaría.
Annie había dudado en contarle a Grace lo de Tom Booker. No habían mencionado el nombre de
Pilgrim
desde el día en que ella lo había visto en el establo. En una ocasión Annie y Robert habían intentado hablar de ello, pues pensaban que era mejor afrontar la cuestión de qué hacer con el caballo. Pero Grace se puso muy nerviosa y con tono interrumpió a Annie.
—No quiero saber nada —dijo—. Ya sabes cuál es mi opinión. Quiero que lo devolváis a Kentucky. Pero tú siempre lo sabes todo, así que decide.
Robert intentó calmarla poniéndole una mano en el hombro, pero al empezar a decir algo ella se lo sacudió violentamente de encima y exclamó:
—¡No, papá!
Tuvieron que dejarlo.
Finalmente, sin embargo, decidieron hablarle del hombre de Montana. Lo único que dijo Grace fue que ella no quería estar en Chatham cuando él llegara. De modo que se decidió que Annie fuese sola. Había ido en tren la noche anterior y había pasado la mañana en la casa, haciendo llamadas e intentando concentrarse en el manuscrito que le habían enviado por modem desde la oficina.
Fue imposible. El lento tictac del reloj en el vestíbulo, que normalmente la tranquilizaba, le resultó casi insoportable. Y a cada hora que pasaba con exasperante lentitud, ella estaba más nerviosa. Se preguntó cuál sería la razón y no logró encontrar una respuesta satisfactoria. A lo máximo que pudo llegar fue a la sensación, irracionalmente intensa, de que en cierto modo no era sólo el destino de
Pilgrim
el que iba a ser decidido por aquel extraño, sino el destino de todos ellos: el de Grace, el de Robert y el suyo propio.
No había taxis en la estación de Hudson cuando el tren llegó. Empezaba a lloviznar y Tom tuvo que esperar cinco minutos bajo la goteante marquesina del andén hasta que apareció uno. Subió con su bolsa y le dio al taxista las señas de las caballerizas.
Hudson daba la impresión de haber sido un lugar bonito en otro tiempo, pero ahora resultaba más bien triste. Edificios coloniales antaño majestuosos se pudrían sin remisión. Muchas tiendas de lo que Tom supuso era la calle mayor tenían las puertas y ventanas entabladas y las que no, parecían vender en su mayor parte pura chatarra. La gente iba por las aceras encorvada para protegerse de la lluvia.
Eran poco más de las tres cuando el taxi dobló por el camino de entrada de la casa de Mrs. Dyer y enfiló la colina en dirección a los establos. Tom miró desde la ventanilla los campos embarrados donde los caballos soportaban el aguacero. Aguzaron las orejas y vieron pasar el taxi. La entrada al patio de la caballeriza estaba obstruida por un remolque. Tom le pidió al taxista que esperara y se apeó.
Al pasar por el espacio entre la pared y el remolque pudo oír voces procedentes del patio y ruido de cascos.
—¡Entra, condenado! ¡Entra!
Los hijos de Joan Dyer intentaban meter en el remolque a potros asustados. Tim estaba en la rampa y trataba de arrastrar por el ronzal a uno de los animales. Era un tira y afloja donde llevaba las de perder, pero Eric estaba al otro lado del caballo obligándolo a avanzar a fuerza de latigazos al tiempo que esquivaba sus cascos. En la otra mano sostenía la cuerda del segundo potro, que a esas alturas estaba tan asustado como el otro. Todo eso vio Tom de un solo vistazo mientras rodeaba el remolque para entrar en el patio.
—Calma, chicos, ¿qué pasa aquí? —dijo. Los hijos de Mrs. Dyer se volvieron, lo miraron un momento y no respondieron. Luego, como si él no existiera, volvieron a lo que estaban haciendo.
—Así es inútil, joder —dijo Tim—. Prueba primero con el otro. —Apartó violentamente el primer potro, de forma que Tom se vio obligado a echarse rápidamente hacia atrás y pegarse a la pared para dejarlos pasar. Finalmente, Eric volvió a mirarlo.
—¿En qué puedo servirle? —Había tanto desdén en la voz el modo en que el muchacho lo miró de arriba abajo, que Tom no pudo por menos que sonreír.
—Estoy buscando un caballo llamado
Pilgrim.
Es de una tal señora Annie Graves.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Booker.
Eric señaló hacia el establo con la cabeza.
—Es mejor que vaya a ver a mamá —dijo.
Tom le dio las gracias y echó a andar hacia el establo. Oyó que uno de los chicos soltaba una risita burlona y decía algo sobre Wyatt Earp, pero hizo como que no lo oía. Mrs. Dyer salía del establo cuando él llegó. Tom se presentó y se dieron la mano después que ella hubiera limpiado la suya en su chaqueta. Miró a los chicos y sacudió la cabeza.
—Hay sistemas mejores para hacer eso —dijo Tom.
—Ya lo sé —dijo ella, cansinamente. Pero era evidente que no tenía ganas de insistir en ello—. Llega pronto. Annie todavía no ha venido.
—Lo siento. He cogido el primer tren que venía hacia aquí. Debería haber llamado. ¿Le parece bien que le eche un vistazo antes de que ella llegue?
Mrs. Dyer dudó. Él le lanzó una mirada cómplice dando a entender que ella, que sabía de caballos, comprendería lo que iba a decirle.
—Ya sabe como es esto. A veces es más fácil dar una ojeada a estos bichos si no está el propietario…
Ella mordió el anzuelo y asintió.
—Acompáñeme.
Tom fue con ella hasta la hilera de casillas viejas que había detrás del establo. Al llegar a la puerta de
Pilgrim,
la mujer se volvió y lo miró. De pronto parecía muy nerviosa.
—Debo advertirle que esto ha sido una catástrofe desde el principio. Ignoro qué le habrá contado Annie, pero la verdad es que, salvo en opinión de ella, este caballo debería haber sido sacrificado hace mucho tiempo. Ignoro por qué los veterinarios están de acuerdo con ella. Francamente, yo creo que dejarlo vivir es una crueldad y una estupidez.
El énfasis que puso en sus palabras desconcertó a Tom, que asintió lentamente con la cabeza y luego miró la puerta cerrada de la casilla. Se había fijado ya en el líquido pardo amarillento que rezumaba por debajo de la misma y olió la pestilencia encerrada al otro lado.
—¿Está aquí dentro?
—Sí. Tenga cuidado.
Tom descorrió el pestillo superior y de inmediato oyó un forcejeo. El hedor era nauseabundo.
—Santo Dios, ¿es que nadie lo limpia?
—A todos nos da mucho miedo —dijo Mrs. Dyer en voz baja.
Tom abrió suavemente la parte superior de la puerta y metió la cabeza. Divisó el caballo en la oscuridad; lo miraba con las orejas amusgadas y los dientes amarillos al descubierto. De repente el caballo embistió y se puso de manos, lanzando sus cascos contra aquel extraño. Tom se echó rápidamente hacia atrás y los cascos fallaron por centímetros, estrellándose contra la madera. Tom cerró la parte superior de la puerta y corrió el pestillo de golpe.
—Si esto lo viera un inspector, clausuraría la caballeriza inmediatamente —dijo. La furia controlada que se traslucía en su voz hizo que Mrs. Dyer bajara la vista.
—Lo sé, he intentado decirle…
Tom la cortó:
—Debería darle vergüenza —dijo. Se volvió y regresó al patio. Oyó el ruido de un motor y a continuación el grito asustado de un caballo al empezar a sonar un claxon. Cuando dobló la esquina del establo vio que uno de los potros ya estaba atado dentro del remolque. Tenía sangre en una de las patas traseras. Eric estaba intentando meter al otro caballo a la fuerza, azotándole las ancas con el látigo mientras su hermano, subido en una vieja furgoneta, aporreaba la bocina. Tom se acercó al vehículo, abrió la puerta y sacó al chico cogiéndolo por el cuello.
—¿Quién cojones se ha creído que es? —dijo el chico, pero al final de la frase le salió en falsete mientras Tom lo lanzaba suelo.
—Wyatt Earp —dijo Tom, y enseguida se dirigió hacia donde estaba Eric, que empezó a retroceder.
—Eh oiga, vaquero… —dijo.
Tom lo agarró del cuello, liberó al potro y le arrebató al chico el látigo que tenía en la otra mano retorciéndosela hasta hacerlo gritar. El potro corrió a ponerse a salvo. Tom tenía el látigo en una mano y con la otra atenazaba el cuello de Eric, que lo miraba aterrorizado. Tom acercó su rostro al del muchacho hasta que lo tuvo a menos de un palmo.
—Si creyera que merece la pena —dijo— te arrancaría el pellejo y lo cortaría a tiras para desayunar. —Empujó al muchacho, que chocó de espaldas con la pared, quedándose sin respiración. Luego miró hacia atrás y vio venir a Mrs. Dyer por él patio. Se volvió y comenzó a rodear el remolque por el otro lado.
Mientras cruzaba el espacio que separaba el remolque de la pared, una mujer se apeaba de un Ford Lariat aparcado junto al taxi que seguía esperando. Por un momento Tom y Annie Graves estuvieron frente a frente.
—¿Mr. Booker? —dijo ella. Tom respiraba con la boca abierta. Sólo se percató del pelo castaño rojizo y de los ojos verdes que transmitían preocupación. Asintió con la cabeza—. Soy Annie Graves. Veo que ha llegado muy puntual.
—No, señora. He llegado condenadamente tarde —replicó Tom. Subió al taxi, cerró la puerta y dijo al taxista que arrancara. Al llegar al pie del camino de entrada se percató de que aún tenía el látigo en la mano. Bajó la ventanilla y lo arrojó a la cuneta.
Finalmente fue Robert quien propuso ir a desayunar a Lester's. Fue una decisión que lo había tenido preocupado durante casi dos semanas. No lo hacían desde que Grace se había reincorporado a la escuela y aquel hecho tácito empezaba a pesar lo suyo. La razón de que no lo hubiesen mencionado era que el magnífico desayuno que solían tomar en Lester's sólo era una parte de la rutina. La otra parte, igual de importante, era tomar el autobús que los conducía hasta allí.