El hombre que susurraba a los caballos (39 page)

Read El hombre que susurraba a los caballos Online

Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
10.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por la mañana, cuando por fin se atrevió a mirarlo, no advirtió indicio alguno que delatara lo que había pasado entre los dos. Ninguna mirada furtiva y tampoco, cuando él habló, ninguna segunda intención en sus palabras que sólo ella pudiera comprender. De hecho, tanto su conducta como la de los demás fue exactamente la misma de siempre, de modo que Annie llegó a sentirse decepcionada, tan radical era el cambio que experimentaba dentro de ella.

Mientras desayunaban, miró hacia el prado buscando el lugar donde habían estado besándose, pero la luz del día parecía haber alterado su geografía y le fue imposible localizarlo. Hasta las pisadas que ambos habían dejado habían sido desbaratadas por las reses y no tardaron en perderse para siempre bajo el sol de la mañana.

Al terminar de comer, Tom y Frank fueron a echar un vistazo a los pastos vecinos mientras los chicos jugaban cerca del arroyo y Annie y Diane se ocupaban de recoger las cosas y lavar los platos. Diane le habló de la sorpresa que ella y Frank les tenían preparada a los chicos. La semana próxima irían todos a Los Ángeles.

—Ya sabe, Disneylandia, los estudios de la Universal, todo eso.

—Qué bien. ¿Y ellos no saben nada?

—No. Frank ha intentado convencer a Tom, pero él ha prometido ir a Sheridan para ver un caballo con problemas.

Añadió que era prácticamente la única época del año en que podían ir. Smoky cuidaría del rancho. Aparte de él, no iba a haber nadie.

La noticia le cayó como un jarro de agua fría, y no sólo porque Tom no se lo hubiera mencionado. A lo mejor esperaba haber terminado con
Pilgrim
para entonces. Pero lo que más la impresionaba era el mensaje implícito en las palabras de Diane. En definitiva, estaba sugiriéndole claramente que había llegado el momento de llevarse a Grace y a
Pilgrim
a casa. Annie se dio cuenta de que había estado eludiendo deliberadamente la cuestión, dejando pasar cada día sin llevar la cuenta, con la esperanza de que el tiempo le devolviera el favor y la ignorara a ella también.

A media mañana ya habían llegado al pie del último desfiladero. El cielo estaba encapotado. Sin lasres es avanzaban mucho más rápido, aunque en los puntos más escarpados el descenso era más duro que la ascensión y mucho más cruel para los castigados músculos de Annie. Ya no había el alborozo del día anterior y hasta los gemelos, concentrados en el descenso, apenas decían palabra. Annie iba reflexionando sobre lo que le había dicho Diane y más aún sobre lo que Tom le había dicho la noche anterior; que sólo eran dos seres humanos y que el presente era el presente y nada más que el presente.

Cuando ganaron la cresta de la loma a la que Tom había querido llevarla, Joe dio una voz, señaló con el dedo y todos se detuvieron a mirar. Allá a lo lejos, hacia el sur, había caballos en la meseta. Tom le explicó a Annie que eran los potros mesteños de la mujer hippie. Fue casi lo único que le dijo en todo el día.

Atardecía y empezaba a llover cuando llegaron al Double Divide. Estaban todos demasiado cansados para hablar mientras desensillaban los caballos.

Annie y Grace se despidieron de los Booker junto al establo y subieron al Lariat. Tom dijo que iría a ver cómo estaba
Pilgrim.
Cuando dio las buenas noches a Annie lo hizo en apariencia con el mismo tono de voz con que se despidió de Grace.

Camino de la casa del arroyo Grace dijo que notaba la pierna ortopédica un poco tirante y quedaron en que al día siguiente irían a ver a Terri Carlson para que le echara un vistazo. Mientras Grace iba a darse un baño, Annie escuchó los mensajes que había en el contestador automático.

El contestador estaba repleto, el fax había desparramado por el suelo todo un nuevo rollo de papel y su correo electrónico zumbaba. En su mayor parte, los mensajes expresaban diversos grados de asombro, rabia y conmiseración. Había dos que no, y fueron esos los únicos que ella se molestó en leer enteros, uno con alivio y el otro con una mezcla de emociones que no sabía cómo calificar. El primer mensaje, de Crawford Gates, decía que lo lamentaba muchísimo pero que se veía obligado a aceptar su dimisión. El segundo era de Robert. Anunciaba que el siguiente fin de semana iría a Montana para pasarlo con ellas. Decía que las quería mucho a las dos.

CUARTA PARTE
Capítulo 28

Tom Booker vio desaparecer el Lariat tras la loma y se preguntó una vez más cómo sería el hombre al que Annie y Grace iban a recoger. Lo que sabía de él era sobre todo por Grace. Como si existiera un consentimiento tácito, Annie sólo le había hablado de su marido en raras ocasiones e incluso entonces de un modo impersonal, más propio de su oficio que de su carácter.

Pese a las muchas cosas buenas que Grace le había contado (o quizá precisamente por ellas) y pese a sus propios esfuerzos en contra, Tom no podía quitarse de encima una predisposición a la antipatía que, sabía muy bien, no era propia de su personalidad. Había intentado racionalizarlo con la esperanza de encontrar alguna razón más aceptable. Al fin y al cabo, el hombre era abogado. ¿A cuántos conocía él que hubiesen caído bien? Pero, por supuesto, no se trataba de eso. La causa principal era el mero hecho de que ese abogado en particular fuese el marido de Annie Graves. Y dentro de unas horas estaría allí poseyéndola abiertamente una vez más. Tom dio media vuelta y se metió en el establo.

La brida de
Pilgrim
seguía colgada del mismo gancho en el cuarto de los aperos donde él la había dejado el día en que Annie se había presentado en el rancho con el caballo. La cogió y se la echó al hombro. La silla inglesa también estaba donde la había dejado. Tenía encima una ligera capa de polvo de heno que Tom limpió con la mano. Levantó silla y sudadera y recorrió el pasillo flanqueado de casillas vacías hasta la puerta posterior.

Fuera el día era apacible y caluroso. Varios de los tusones que estaban en la explanada buscaban ya la sombra de los álamos. Mientras Tom se dirigía al corral de
Pilgrim,
miró hacia las montañas y por su claridad y un primer movimiento de nubes supo que más tarde habría tormenta y lluvia.

La había evitado durante toda la semana, rehuyendo esos momentos que siempre había perseguido, momentos en que pudiera estar a solas con ella. Se había enterado por Grace de que Robert iría a verlas. Pero incluso antes de saberlo, cuando descendían de los pastos, él ya había decidido qué era lo que tenía que hacer. No había pasado una hora sin que recordara el olor de ella, el contacto de su piel, el modo en que sus bocas se habían fundido. Se trataba de un recuerdo demasiado intenso, demasiado físico, para ser un sueño, pero así pensaba él considerarlo, pues ¿qué otra cosa podía hacer? Iba a venir su marido y ella se marcharía; era sólo cuestión de días. Tanto por él como por ella, por todos en realidad, lo mejor era que guardase las distancias y la viera únicamente cuando Grace estuviese delante. Sólo así prosperaría la determinación que había tomado.

La primera tarde fue ya una durísima prueba. Cuando dejó a Grace en la casa, Annie estaba esperando en el porche. La saludó con el brazo y se disponía a marcharse cuando ella se acercó al coche para hablar con él mientras Grace se metía en la casa.

—Me ha dicho Diane que la semana próxima irán todos a Los Ángeles.

—Sí. Los chicos no saben nada. Será una gran sorpresa.

—Y tú te vas a Wyoming.

—Así es. Prometí hace algún tiempo visitar a un amigo; tiene un par de potros que quiere entrenar.

Ella asintió y por un instante sólo se oyó el impaciente ronroneo del motor del Chevrolet. Se sonrieron y él notó que Annie tampoco estaba muy segura del territorio que pisaban. Tom hizo cuanto pudo por evitar que sus ojos mostraran nada que pudiera ponerle las cosas difíciles a ella. Con toda seguridad Annie lamentaba lo sucedido. Y quizá otro tanto le ocurriría a él más adelante. Se oyó el portazo de la mosquitera y Annie se volvió.

—Mamá. ¿Puedo llamar a papá por teléfono?

—Claro que sí.

Grace entró nuevamente en la casa. Cuando Anme se volvió Tom vio en sus ojos que quería decirle algo. Si se trataba de arrepentimiento, él no quería saber nada, de modo que habló antes para impedirlo.

—Me he enterado de que vendrá este fin de semana.

—Sí.

—Grace está hecha un manojo de nervios, no ha parado de hablar de ello en toda la tarde.

Annie asintió.

—Lo echa de menos.

—Ya lo veo. Tendremos que hacer un esfuerzo por poner presentable al viejo
Pilgrim.
A ver si Grace puede montarlo.

—¿Hablas en serio?

—No veo por qué no. Esta semana aún nos queda la parte más dura, pero si todo va bien lo probaré yo primero, y si conmigo no hay problemas, Grace podrá hacerle una demostración a su padre.

—Y luego podremos llevárnoslo a Nueva York.

—Así es.

—Tom…

—Naturalmente, podéis quedaros todo el tiempo que queráis. Que nos vayamos todos no significa que tengáis que marcharos.

Anme sonrió con expresión irónica.

—Gracias.

—Supongo que recoger todos los aparatos, el ordenador, el fax, te llevará una o dos semanas.

Ella rió y él tuvo que apartar la vista por temor a delatar el dolor que sentía en el pecho al pensar en su partida. Puso el coche en marcha, sonrió y le dio las buenas noches.

Desde aquel momento Tom había procurado no estar a solas con ella. Se había concentrado de lleno en trabajar con
Pilgrim;
desde sus primeros cursillos no había puesto tanta energía en un caballo.

Por las mañanas trabajaba a lomos de
Rimrock,
obligando a
Pilgrim
a dar vueltas al corral hasta que conseguía ir del paso al medio galope y volver al paso de un modo suave, como Tom estaba convencido de que había sabido hacer, y sus patas traseras encajaban impecablemente en las huellas de las delanteras. Por las tardes Tom trabajaba a pie, adiestrándolo con el ronzal. Lo hacía girar en círculos, acercándose y obligándolo a doblar y poner la grupa de través.

En ocasiones
Pilgrim
intentaba plantarle cara y retroceder, y cuando lo hacía Tom corría con él, manteniendo la misma posición hasta que el caballo entendía que correr no tenía sentido porque el hombre siempre estaría allí y que, después de todo, tal vez no pasaba nada por hacer lo que se le pedía. Entonces aflojaba el paso y se quedaban los dos parados un rato, empapados del sudor propio y del otro y apoyados el uno en el otro como dos sparrings recobrando el aliento después de entrenar.

Al principio
Pilgrim
estaba perplejo por la urgencia del trabajo, pues ni siquiera Tom tenía manera de explicarle que debían cumplir un plazo. Tampoco era que Tom pudiese explicar, ni siquiera a sí mismo, por qué se le había metido entre ceja y ceja que el caballo estuviera bien cuando con ello se iba a privar para siempre de lo que más quería. Pero en cualquier caso,
Pilgrim
parecía beneficiarse de aquel vigor nuevo, extraño e implacable, y pronto participó tanto del empeño como el propio Tom.

Y por fin había llegado el día en que Tom iba a montarlo.

Pilgrim
lo vio cerrar la puerta y caminar hasta el centro del corral con la silla de montar y la brida echada al hombro.

—Sí, amigo. No estás viendo visiones. Pero no te fíes ni un pelo de mis palabras —dijo Tom. Dejó la silla en la hierba y se apartó unos pasos.
Pilgrim
desvió por un momento la mirada, fingiendo que no se inmutaba en absoluto. Pero no pudo evitar que sus ojos volvieran a la silla y al rato echó a andar hacia ella.

Tom lo vio acercarse pero no se movió. El caballo se detuvo como a un metro de donde estaba la silla y alargó cómicamente el hocico para olfatear los alrededores.

—¿Tú qué crees? ¿Que va a morderte?

Pilgrim
le dirigió una mirada hosca y luego volvió a mirar la silla. Aún llevaba puesto el ronzal que Tom le había hecho. Escarbó la tierra un par de veces, se acercó un poco más y empujó la silla con el hocico. De un solo movimiento, Tom se bajó la brida del hombro y la sostuvo entre las manos, arreglándola.
Pilgrim
oyó el tintineo y levantó la cabeza.

—No te hagas el sorprendido. Me has visto venir de un kilómetro lejos.

Tom esperó. Resultaba difícil imaginar que ése fuera el mismo animal que había visto en aquel horror de casilla en la región norte de Nueva York, apartado del mundo y de todo cuanto él había sido. Tenía el pelaje lustroso, la mirada diáfana, y el modo en que había sanado su hocico le daba un aspecto casi noble, como de romano herido en combate. Tom creía que nunca había conseguido una transformación más espectacular. Ni conocido un caballo del que estuvieran pendientes tantas vidas.

Pilgrim
se acercó a él, tal como Tom sabía que haría, y dedicó a la brida el mismo ritual olfatorio que a la silla. Y cuando Tom desató el ronzal y le puso la brida, el caballo no se arredró. Seguía habiendo cierta tirantez y un ligerísimo temblor en sus músculos, pero dejó que Tom le frotara el cuello y deslizara la mano hasta el lugar donde le colocaría la silla, y no retrocedió ni agitó la cabeza al contacto del bocado. Aunque precaria, la confianza por la que Tom había luchado durante semanas se había establecido definitivamente.

Tom lo guió de la brida como habían hecho tantas veces con el ronzal, dando vueltas alrededor de la silla y deteniéndose por fin delante de ésta. Asegurándose de que
Pilgrim
pudiera observar todos sus movimientos, Tom levantó la silla y la colocó sobre el lomo del caballo, tranquilizándolo en todo momento con la mano, la palabra o ambas cosas. Con mucha suavidad le ajustó la cincha y luego lo hizo andar para que supiera cómo sentiría la silla al moverse.

Pilgrim
no dejó de mover las orejas todo el tiempo pero sin mostrar el blanco de los ojos, y de vez en cuando producía ese ligero soplido que Joe llamaba «soltar las mariposas». Tom se agachó y le apretó la cincha para luego ponerse a través sobre la silla y dejar que el caballo caminara un poco más a fin de que tomase conciencia de su peso, siempre sin dejar de tranquilizarlo. Y cuando por fin lo creyó oportuno, pasó la pierna por encima y se sentó en la silla.

Pilgrim
caminó en línea recta y, aunque sus músculos seguían temblando debido a cierto inalterable vestigio de temor que tal vez no desaparecería nunca, caminó con valentía, y Tom supo que si el caballo no notaba en Grace ningún indicio especular de ese miedo, ella también podría montarlo.

Other books

Love Me Tonight by Gwynne Forster
The Playful Prince by Michelle M. Pillow
Impact by Tiffinie Helmer
Valentine's Day Is Killing Me by Leslie Esdaile, Mary Janice Davidson, Susanna Carr
Murder on the Ile Sordou by M. L. Longworth