—Sí, sí —dijo Scott con tono sarcástico.
Joe lo conminó a callar. Sosteniendo la cerilla cargada entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, Frank la acercó lentamente a la palma derecha de modo que la cabeza del fósforo cargado se aproximara a la del otro. Tan pronto entraron en contacto se produjo una crepitación y la primera cerilla saltó de la mano de Frank. Grace soltó un grito de sorpresa y todos rieron.
Se lo hizo hacer otra vez y luego otra y después lo probó ella misma y, lógicamente, no le salió. Frank sacudió teatralmente la cabeza como si aquello lo desconcertara. Todos los chicos disfrutaban enormemente. Diane, que debía de haberlo visto un centenar de veces, dedicó a Annie una sonrisa indulgente y cansada.
Se estaban llevando las dos muy bien, mejor que nunca a juicio de Annie, aunque sólo el día anterior había percibido en ella cierta frialdad sin duda originada por el hecho de que a último momento había cambiado de opinión y había decidido acompañarlos. Cabalgando juntas aquella mañana habían hablado de toda clase de cosas. Pero con todo y eso, detrás de su afabilidad, Annie presentía una cautela que era menos que aversión pero más que desconfianza. Y por encima de todo, notó el modo en que la observaba cuando estaba cerca de Tom. Era eso lo que, contra sus deseos, había inducido a Annie a declinar la invitación que él le había hecho para que lo acompañara hasta lo alto de la loma.
—¿Tú qué crees Tom? —dijo Frank—. ¿Probamos con agua?
—Creo que será lo mejor.
Cómplice perfecto, Tom le pasó a su hermano la cantimplora que había llenado en el arroyo y Frank le dijo a Grace que se remangara e introdujera ambos brazos hasta el codo. Grace se reía tanto que se derramó la mitad del agua en la camisa.
—Es para que la carga no se pierda, ¿sabes?
Diez minutos después, todavía en babia y más mojada, Grace se rindió. Durante ese lapso de tiempo tanto Tom como Joe consiguieron hacer saltar la cerilla; Annie lo intentó pero no consiguió hacerla mover. Tampoco los gemelos lo lograron. Diane le confió a Annie que la primera vez que Frank lo probó con ella, la había hecho sentar totalmente vestida en un abrevadero.
Scott le pidió a Tom que hiciese el truco de la cuerda.
—Eso no es ningún truco —dijo Joe.
—Sí que lo es.
—No lo es, ¿verdad Tom?
—Bueno —dijo Tom con una sonrisa—, depende de lo que entiendas por truco. —Extrajo algo del bolsillo de los tejanos. No era más que un trozo de cordel gris de unos sesenta centímetros de largo. Anudó los extremos para hacer un lazo—. Muy bien —dijo—: Esta va por Annie. —Se levantó y se acercó a ella.
—Si implica dolor físico o muerte, no quiero ni probarlo —dijo ella.
—Le aseguro que no sentirá nada, señora.
Tom se arrodilló a su lado y le pidió que levantara el dedo índice de la mano derecha. Annie lo hizo y él pasó el lazo por encima y le dijo que observara atentamente. Mientras con la mano izquierda sostenía tirante el otro extremo del lazo, pasó un lado de éste por encima del otro con el dedo medio de la mano derecha. Luego giró la mano de manera que quedase debajo del lazo y luego volvió a pasarla por encima y unió su dedo medio con el de Annie, yema con yema.
Daba la impresión de que el lazo circundaba sus yemas unidas y que sólo podía ser retirado si el contacto se rompía. Tom hizo una pausa y ella lo miró. Él sonrió y la proximidad de sus ojos azules casi logró abrumarla.
—Mire —dijo él suavemente. Y ella volvió a mirar sus dedos que se tocaban, y entonces Tom tiró del cordel con suavidad y éste quedó libre sin haber perdido sus nudos ni haber roto el contacto entre las yemas de sus dedos.
Se lo enseñó varias veces más y luego Annie, Grace y los gemelos lo probaron por turnos sin que ninguno consiguiera hacerlo. Joe fue el único que lo logró, aunque Annie comprendió por su sonrisa que Frank también conocía el truco. Si Diane lo sabía o no era difícil de decir, pues se limitó a sorber su café y a mirar con una suerte de imparcialidad más o menos divertida.
Cuando todo el mundo hubo terminado de probar, Tom se puso de pie y arrolló el cordel en torno a sus dedos con mucha pulcritud. Se lo pasó a Annie.
—¿Es un regalo? —preguntó ella al cogerlo.
—No —respondió él—. Sólo hasta que aprenda a hacerlo.
Annie despertó y al principio no supo qué estaba mirando. Luego recordó dónde se encontraba y se dio cuenta de que estaba mirando la luna. Le pareció que la tenía al alcance de la mano, que podía meter los dedos en sus cráteres. Giró la cabeza y vio a Grace, que dormía con el rostro vuelto hacia ella. Frank les había ofrecido la cabaña que en general sólo utilizaban cuando llovía. Annie estuvo tentada de aceptar, pero Grace insistió en dormir al raso con los demás, que ya estaban en sus sacos de dormir junto al menguante resplandor de la lumbre.
Sintió sed y comprendió que estaba demasiado despierta para intentar dormirse otra vez. Se incorporó y miró alrededor. No podía ver la lata del agua y estaba segura de que si se ponía a buscar despertaría a todo el mundo. Al fondo del prado las negras formas de las reses arrojaban sombras más negras aún en la hierba, pálida a la luz de la luna. Sacó quedamente las piernas del saco y volvió a notar los estragos que el montar había producido en su musculatura. Se habían acostado vestidas a excepción de las botas y los calcetines. Annie llevaba puestos unos tejanos y una camiseta estampada. Una vez de pie echó a andar descalza hacia el riachuelo.
Notaba en los pies la hierba vibrante y empapada de rocío, aunque procuraba mirar por dónde caminaba por miedo a pisar alguna cosa menos romántica. Un buho ululó sobre las copas de los árboles, y Annie se preguntó si la habría despertado eso, la luna o bien la fuerza de la costumbre. Las reses levantaron la cabeza para verla pasar y Annie las saludó en voz baja y luego se sintió como una tonta por haberlo hecho. La hierba de la orilla más próxima estaba toda revuelta por las pezuñas del ganado. El agua corría lenta y silenciosa, y en su acristalada superficie sólo se reflejaba la negrura del bosque que había al otro lado. Annie caminó aguas arriba y encontró un sitio donde la corriente se escindía en torno a un islote en el que crecía un árbol. De dos zancadas alcanzó la otra orilla y regresó aguas abajo hasta un saliente en forma de huso donde se arrodilló para beber.
Desde ese punto, el agua sólo reflejaba el cielo. Y tan perfecta era la luna en aquel momento que Annie dudó en molestarla. La impresión que le produjo el agua, cuando por fin se decidió a hacerlo, la dejó sin aliento. Estaba más fría que el hielo, como si procediera del antiguo corazón glacial de la montaña. Annie ahuecó las manos de un pálido espectral y se mojó la cara. Luego cogió un poco más de agua y bebió.
Le vio primero en el agua al asomarse él sobre la luna cuyo reflejo había dejado traspuesta a Annie hasta hacerle perder la noción del tiempo. Pero no se asustó. Antes incluso de alzar la vista, supo que era él.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Tom.
La orilla en que estaba él era algo más elevada y Annie tuvo que pestañear para verlo contrastado con la luna. Advirtió que estaba preocupado.
—Sí —respondió con una sonrisa.
—Me he despertado y he visto que no estaba.
—Tenía sed.
—El beicon.
—Supongo que sí.
—¿El agua sabe tan bien como el vaso de lluvia de la otra noche?
—Casi. Pruébala.
Tom miró el agua y vio que era más fácil beber desde donde estaba ella.
—¿Le importa que le haga una visita? La estoy molestando.
—En absoluto. —Anme casi rió—. Adelante.
Tom fue hasta el islote, cruzó, y Annie supo que había cruzado algo más que el agua. Él sonrió al aproximarse, se arrodilló a su lado y sin decir palabra ahuecó las manos y bebió. Se le escurrió un poco entre los dedos, avivando el claro de luna con hilillos de plata.
Le pareció entonces a Annie, y se lo parecería ya siempre, que no hubo ni un ápice de casualidad en lo que sucedió después. Había cosas que eran así y no podían interpretarse de ninguna otra manera. Tembló entonces y temblaría después al pensar en ello, aunque ni una sola vez se arrepentiría.
Tom terminó de beber, se volvió hacia ella y cuando estaba a punto de enjugarse la cara Annie alargó la mano y lo hizo por él. Notó en sus dedos el agua helada y podría haberlo tomado como una negativa y retirado la mano de no haber sentido entonces el reconfortante calor de la carne de él. Y con ese roce, el mundo quedó paralizado.
Los ojos de Tom sólo tenían la palidez unificadora de la luna. Desprovistos de su azul intenso parecían dotados de una profundidad ilimitada en la que ahora ella se adentraba con asombro pero sin recelo. Él llevó una mano a la que ella aún tenía en su mejilla. La tomó y apretó la palma contra sus labios, como si de esa forma sellase una acogida largamente esperada.
Annie lo observó y tomó aire con un largo escalofrío. Luego alargó la otra mano y acarició la cara de Tom, desde la mejilla sin afeitar hasta la suavidad de su cabello. Notó que él le rozaba la parte inferior del brazo y le acariciaba la cara como había hecho ella. Al sentir su mano Annie cerró los ojos y dejó que él dibujara un tierno camino desde las sienes hasta las comisuras de la boca. Cuando sus dedos llegaron a los labios de ella los separó y permitió que explorase con delicadeza su contorno.
Annie no osaba abrir los ojos por temor a ver en los de él cierta reticencia, duda o incluso compasión. Pero cuando miró únicamente encontró sosiego y certidumbre y una necesidad tan manifiesta como la suya. Él puso sus manos en los codos de ella y los deslizó con suavidad por debajo de las mangas de su camiseta para acariciarle los antebrazos. Annie notó que su piel se erizaba. Con ambas manos en el pelo de él, atrajo hacia sí su cabeza y notó la misma presión en sus brazos.
En el instante en que sus bocas se iban a tocar, Annie tuvo el súbito impulso de decir que lo sentía, que por favor la perdonase, que no había sido ésa su intención. Él debió de advertir en sus ojos cómo cobraba forma ese pensamiento, pues antes de que pudiera expresarlo verbalmente le impuso silencio con un levísimo movimiento de los labios.
Cuando se besaron, Annie creyó estar volviendo a casa. Era como si siempre hubiera conocido el sabor y el tacto de Tom. Y aunque casi se estremeció al contacto de su cuerpo, no supo a ciencia cierta en qué momento terminaba su propia piel y empezaba la de él.
Cuánto duró aquel beso, Tom sólo pudo adivinarlo por la sombra cambiante en la cara de ella cuando se separaron un poco para mirarse.
Annie le sonrió con tristeza, luego miró la luna en su nuevo emplazamiento y atrapó en sus ojos fragmentos de ella. Él podía saborear aún la dulce humedad de su boca reluciente y sentir la tibieza de su aliento en su cara. Entonces pasó sus manos por los brazos de ella y la sintió tiritar.
—¿Tienes frío?
—No.
—En junio nunca había hecho una noche tan cálida como la de hoy.
Ella bajó la vista, tomó una mano de él entre las suyas y la acunó con la palma hacia arriba en su regazo, recorriendo con sus dedos las callosidades.
—Tienes la piel muy dura.
—Sí. No es una mano bonita, desde luego.
—En absoluto. ¿Notas mi roce?
—Claro.
Ella no levantó la vista. A través del cabello que le caía sobre la cara él vio que una lágrima surcaba su mejilla.
—Annie…
Ella sacudió la cabeza y siguió sin mirarlo. Tom le cogió las manos.
—Todo va bien, Annie. No te preocupes.
—Ya. Es que va tan bien que no sé cómo tomármelo.
—Somos dos seres humanos, eso es todo.
Ella asintió.
—Que se han conocido demasiado tarde —dijo.
Lo miró por fin, sonrió y se secó los ojos. Tom le devolvió la sonrisa pero permaneció en silencio. Si lo que ella acababa de decir era cierto, él no quiso confirmarlo. En cambio, le contó lo que había dicho su hermano en una noche muy parecida bajo una luna más delgada hacía un montón de años; Frank había deseado que el presente durase siempre y su padre había dicho que el presente era, sencillamente, una estela de ahoras sucesivos y que lo mejor era vivir plenamente cada uno de ellos a su debido tiempo.
Annie no dejó de mirarlo mientras hablaba y cuando hubo terminado permaneció en silencio, de modo que a él le preocupó que hubiera podido tomarse a mal sus palabras y ver en ellas cierta instigación egoísta. El búho empezó a ulular de nuevo a sus espaldas, siendo ahora contestado por otro desde el fondo del prado.
Annie se inclinó y buscó de nuevo su boca, y él notó en ello un apremio que no había habido antes. Probó la sal de sus lágrimas en sus comisuras, ese lugar que tanto había ansiado tocar sin imaginar siquiera que llegaría a besarlo. Y mientras la estrechaba entre sus brazos, recorría su cuerpo con las manos y sentía la presión de sus pechos, no pensó que aquello estuviera mal sino que ella tal vez llegase a pensar que lo estaba. Pero si eso estaba mal, ¿qué había en la vida que estuviese bien?
Finalmente ella se apartó un poco, respirando con dificultad como si la acobardara su propia avidez y a dónde podía conducirla.
—Es mejor que vuelva —dijo ella.
—Creo que sí.
Annie lo besó otra vez dulcemente y luego apoyó la cara en su hombro para que él no pudiera verla. Tom rozó su cuello con los labios y aspiró su tibio olor como si quisiera guardarlo, tal vez para siempre.
—Gracias —susurró ella.
—¿Por qué?
—Por lo que has hecho por nosotros.
—Yo no he hecho nada.
—Tom, ya sabes que sí. —Se separó de él y se quedó con las manos ligeramente apoyadas en sus hombros. Le sonrió y le acarició el pelo, y él le tomó una mano y se la besó. Luego ella se fue andando hasta el islote y cruzó el arroyo.
Una sola vez se volvió para mirarlo, aunque con la luna detrás de ella, Tom no consiguió adivinar qué expresión tenían sus ojos. Observó que su camisa blanca atravesaba el prado y su sombra dibujaba pisadas en el gris del rocío mientras las reses se deslizaban alrededor de ellas, negras y calladas como buques.
Cuando Annie llegó al campamento la lumbre se había extinguido. Diane se movió un poco pero sólo en sueños, pensó. Deslizó quedamente sus pies mojados dentro del saco de dormir. Los búhos dejaron pronto de ulular y el único sonido fue el suave roncar de Frank. Más tarde, cuando la luna se hubo ido, oyó volver a Tom pero no se atrevió a mirar. Estuvo un buen rato contemplando las estrellas, pensando en él y en lo que él debía de estar pensando de ella. Era esa hora en que la duda solía asentarse pesadamente en ella, y Annie esperó sentir vergüenza por lo que acababa de hacer. Pero no fue así.