El hombre que susurraba a los caballos (35 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Después, ya de regreso en el rancho, Grace volvió a montar a
Gonzo,
sólo que esta vez en el ruedo grande y delante de todos. Lo hizo andar un rato al paso y luego, cuando Tom se lo dijo, lo puso al trote. Al principio iba un poco tensa, pero en cuanto le hubo cogido el aire y se relajó, Tom apreció que montaba muy bien. Le dijo un par de cosas sobre el modo en que utilizaba la pierna ortopédica y luego la animó a seguir a medio galope.

—¡A medio galope!

—Claro, ¿por qué no?

Lo hizo y todo fue bien, y mientras abría las caderas y se movía al compás del caballo, Tom vio que en su cara se dibujaba una sonrisa.

—¿No debería llevar sombrero? —preguntó Annie en voz baja. Se refería a uno de esos cascos que los jinetes llevaban en Inglaterra y en el este, y Tom le dijo que no hacía falta, a menos que pensara caerse del caballo. Sabía que habría tenido que tobárselo más en serio, pero Annie pareció confiar en él y no insistió en ello.

Grace aflojó el paso en perfecto equilibrio e hizo parar a
Gonzo
delante de ellos; todo el mundo la aplaudió y vitoreó. El potro tenía aspecto de haber ganado el derbi de Kentucky. Y la sonrisa de Grace fue grande y diáfana como el cielo por la mañana.

Al marcharse el veterinario, Tom se duchó, se puso una camisa limpia y se dirigió bajo la lluvia a casa de Hank. Llovía de tal manera que el limpiaparabrisas del viejo Chevrolet se rindió y Tom tuvo que pegar la nariz al cristal para esquivar los anegados cráteres de la vieja carretera de grava. Había muchos coches cuando llegó y tuvo que aparcar en el camino de entrada, y gracias a que recordó coger el impermeable evitó llegar empapado al establo.

Hank lo vio nada más entrar y se acercó con una cerveza en la mano. Tom se rió de la camiseta y antes de quitarse el impermeable siquiera se dio cuenta de que ya estaba buscando a Annie con la mirada. El establo era grande, pero no lo bastante para toda la gente que había dentro. Sonaba música country, apenas audible debido al tumulto de voces y risas. La gente aún estaba comiendo. De vez en cuando el viento impulsaba hacia adentro una nube de humo procedente de la barbacoa. Casi todos comían de pie porque las mesas que habían entrado al empezar a llover todavía estaban húmedas.

Mientras charlaba con Hank y un par de amigos más, Tom paseó la mirada por el establo. Una de las casillas del fondo había sido convertida en bar y vio a Frank sirviendo copas. Varios de los chicos mayores, incluidos Grace y Joe, estaban reunidos en torno al equipo de sonido, mirando cintas y comentando la perspectiva de ver a sus padres bailando al ritmo de los Eagles o Fleetwood Mac. Cerca estaba Diane, diciendo a los gemelos que dejaran de tirar la comida o se los llevaría inmediatamente a casa. Había muchas caras que Tom conocía, y muchos lo saludaban. Pero él sólo buscaba a una persona, y finalmente la vio.

Estaba en un rincón con un vaso vacío en la mano hablando con Smoky, que había llegado de Nuevo México donde había estado trabajando desde el último cursillo de Tom. Era Smoky quien parecía llevar la voz cantante. De vez en cuando Annie estiraba el cuello para mirar y Tom se preguntó si estaría buscando a alguien en concreto y, en ese caso, si él sería esa persona. Luego se dijo que era una tontería y fue por un poco de comida.

Smoky supo quién era Annie tan pronto como los presentaron.

—¡Usted es la que le telefoneó cuando estábamos en Marin County haciendo aquel cursillo! —exclamó.

—Exacto —dijo Annie con una sonrisa.

—Me acuerdo que me llamó al volver de Nueva York diciendo que no pensaba trabajar con aquel caballo por nada del mundo. Y ya ve.

—Cambió de opinión.

—Y que lo diga, señora. Nunca he visto a Tom haciendo algo que no quisiera hacer.

Annie le preguntó acerca de su trabajo con Tom y del funcionamiento de sus cursillos, y por el modo en que respondía se dio cuenta de que Smoky adoraba a Tom. Le explicó que había muy poca gente que hiciese esa clase de cosas en la actualidad, pero que ninguno de ellos le llegaba a Tom a la altura del zapato. Le contó cómo había ayudado a caballos que cualquier otro habría sacrificado sin pensarlo dos veces.

—Les pone las manos encima y es como si los problemas los abandonaran de repente.

Annie dijo que eso no lo había hecho aún con
Pilgrim,
y Smoky replicó que debía de ser porque el caballo aún no estaba preparado.

—Parece cosa de magia —dijo ella.

—No, señora. Es más que eso. La magia sólo son trucos.

Fuera lo que fuese, Annie lo había sentido, al ver trabajar a Tom, al salir a cabalgar con él. A decir verdad, lo sentía casi siempre que estaba a su lado.

Era justamente lo que había estado pensando la mañana anterior al despertar en el lecho de Grace, que seguía durmiendo, y ver las primeras luces del alba colarse por los visillos que ya no se agitaban. Había permanecido un buen rato inmóvil, acunada por la serena respiración de su hija. De algún sueño lejano, Grace murmuró una cosa que Annie trató en vano de descifrar.

Fue entonces cuando advirtió que entre los libros y revistas amontonados al pie de la cama se hallaba el ejemplar de
The Pilgrim's Progress
que los primos de Liz Hammond le habían regalado. No lo había abierto ni tenía la menor idea de por qué estaba en la habitación de Grace.

Annie se levantó sin hacer ruido, cogió el libro y se sentó en la silla que se hallaba junto a la ventana, donde había luz suficiente para leer.

Se acordó de cuando escuchaba la historia siendo niña, totalmente cautivada por la historia del heroico viaje del pequeño Cristiano a la Ciudad Celestial. Al volver a leerla, la alegoría parecía demasiado obvia y torpe. Pero hacia el final topó con un pasaje que le hizo interrumpir la lectura.

«Vi en mi sueño que habían pasado ya los peregrinos la Tierra Encantada y estaban a la entrada del país de Beulah. Muy dulce y agradable era el aire de este país, y como quiera que el camino iba por medio de él, se solazaron allí por algún tiempo. Allí se recreaban agradablemente en oír el canto de los pájaros y la voz dulce de la tórtola, y en ver las flores que aparecían en la tierra. En este país brilla de día y de noche el sol, por lo cual está ya fuera enteramente del Valle de la Muerte y también del alcance del gigante Desesperación, y de allí no se veía ni la más mínima parte del Castillo de la Duda; allí, además, estaban a la vista de la ciudad a donde iban, y más de una vez encontraron alguno que otro de sus habitantes. Porque por ese país solían pasearse los Resplandecientes, por lo mismo que estaba casi dentro de los límites del cielo.»

Annie leyó el pasaje entero tres veces y luego dejó el libro. Era por eso que había llamado a Diane para preguntarle si Grace y ella podían acompañarlos a la iglesia. No obstante, aquel impulso —tan poco característico en ella que hasta la hizo reír— tenía muy poco que ver, si es que algo tenía, con la religión. Con quien tenía que ver era con Tom Booker.

Había sido él, y Annie lo sabía, quien en cierto modo había dado pie a los últimos cambios. Había abierto una puerta a través de la cual Grace y ella se habían encontrado la una a la otra. «No deje que ella la rechace», le había dicho. Y ahora Annie sencillamente quería darle las gracias, pero de un modo ritual que no molestara a nadie. Grace se había burlado de ella cuando Annie se lo dijo, y le preguntó cuántos siglos hacía que no pisaba una iglesia. Cierto que lo había dicho con cariño y Grace estuvo contentísima de acompañarla.

Annie volvió sus pensamientos a la fiesta de Hank. Smoky no parecía haber advertido sus devaneos. Estaba explicando una larga y complicada historia sobre el propietario del rancho donde había trabajado en Nuevo México. Mientras escuchaba, Annie volvió a hacer lo que había estado haciendo casi toda la velada, tratar de localizar a Tom. Quizá había decidido no ir al baile.

Hank y los otros hombres sacaron de nuevo las mesas fuera del establo y empezó el baile. La música seguía siendo country, de modo que, liderados por los que estaban más al día, los chicos pudieron seguir con sus quejas, aliviados sin duda interiormente de no tener que bailar. Reírse de los padres era mucho más divertido que ver cómo ellos se reían de uno. Dos de las chicas de más edad habían roto filas y estaban bailando. Annie no pudo evitar sentirse preocupada; hasta ese momento no se le había ocurrido que ver bailar a otras pudiera inquietar a Grace. Dio una excusa trivial a Smoky y fue a buscar a su hija.

Grace estaba sentada con Joe junto a las casillas. Vieron acercarse a Annie y Grace dijo algo al oído de Joe que a éste le hizo sonreír. La sonrisa había desaparecido de sus labios cuando Annie llegó a donde estaban. Joe se puso de pie para saludarla.

—¿Me permite este baile, señora?

Grace soltó una risita y Annie la miró con suspicacia y dijo:

—Esto no ha sido premeditado, ¿verdad?

—Por supuesto que no, señora.

—¿Y no será, por casualidad, una apuesta?

—¡Mamá! ¡Qué grosería! —exclamó Grace—. ¡Qué cosas más horribles se te ocurren!

Joe seguía muy serio.

—No, señora. En absoluto.

Annie miró otra vez a Grace, que pareció leer sus pensamientos.

—Mamá, si crees que voy a bailar con él esta música, olvídalo.

—Entonces de acuerdo, Joe. Será un placer.

Y empezaron a bailar. Joe bailaba bien y aunque los demás chicos lo abucheaban, no se inmutó. Fue mientras bailaban que Annie vio a Tom. Estaba observándola desde la barra y agitó un brazo. El mero hecho de verlo la emocionó de tal forma que al momento sintió vergüenza de que alguien pudiera percatarse de ello.

Cuando la música terminó Joe hizo una reverencia y la acompañó de nuevo a donde estaba Grace, que no había parado de reír. Annie notó que alguien le tocaba el hombro y se volvió. Era Hank. Quería el siguiente baile y no pensaba aceptar una negativa. Al terminar la pieza Annie se estaba riendo tanto que le dolían las costillas. Pero no tuvo un respiro. El siguiente fue Frank, y después Smoky.

Mientras bailaba, Annie vio que Grace, Joe, los gemelos y otros chicos estaban bailando en plan de broma, o al menos lo bastante en broma para que Grace y Joe se hicieran la ilusión de que en realidad no bailaban el uno con el otro.

Vio a Tom bailar con Darlene y luego con Diane, y después, más pegado, con una chica muy guapa que Annie no conocía ni deseaba conocer. Quizá se tratase de una novia de la que no había tenido noticia. Y cada vez que la música paraba, Annie trataba de buscarlo y se preguntaba por qué no venía él a pedirle un baile.

Tom la vio abrirse paso hasta la barra después de haber bailado con Smoky, y tan pronto se vio capaz de hacerlo con educación dio las gracias a su pareja y la siguió. Era la tercera vez que lo intentaba, pero siempre se le adelantaba alguien.

Pasó entre la acalorada muchedumbre y la vio secarse el sudor de la frente con el dorso de ambas manos igual que había hecho el día en que la había visto correr. En la espalda del vestido tenía un trecho más oscuro donde el tejido se le había pegado a la piel a causa de la humedad. Al acercarse pudo oler su perfume mezclado con otro aroma más sutil e intenso que le era propio.

Frank, que seguía atendiendo la barra, vio a Annie y por encima de las cabezas de otras personas le preguntó qué quería tomar. Ella le pidió un vaso de agua. Frank le dijo que sólo tenía Dr. Peppers. Le pasó un vaso y tras darle las gracias Annie se volvió y allí estaba Tom, delante de ella.

—¡Hola! —dijo Annie.

—Hola. Conque a Annie Graves le gusta bailar…

—En realidad, lo detesto. Pero es que aquí nadie te deja escoger.

Él rió y decidió que no se lo pediría, aunque había tenido ganas toda la tarde. Alguien se abrió paso a empujones, separándolos unos instantes. Volvía a sonar la música y para oírse el uno al otro tuvieron que hablar a voz en cuello.

—A usted sí, desde luego —dijo ella.

—¿Cómo?

—Que le gusta bailar. Lo he visto.

—Bueno, sí. Pero yo también la he visto bailar y me parece que le gusta más de lo que dice.

—Oh, a veces, ya sabe. Cuando estoy de humor.

—¿Quiere un poco de agua?

—Me muero de sed.

Tom pidió a Frank un vaso limpio y le devolvió la Dr. Peppers. Luego apoyó levemente una mano en la espalda de ella para conducirla entre la gente y sintió la calidez de su cuerpo a través del vestido mojado.

—Vamos.

Tom encontró la forma de pasar entre la gente y ella no pudo pensar en otra cosa que en el contacto de su mano en su espalda, bajo los omóplatos y el cierre del sujetador.

Mientras bordeaban la pista de baile, Annie se arrepintió de haber dicho que no le gustaba bailar, pues de no haberlo hecho él se lo habría pedido y en ese momento ella no deseaba otra cosa.

La gran puerta del establo estaba abierta y las luces de discoteca iluminaban la lluvia del exterior como una cortina de cuentas de colores cambiantes. Ya no soplaba viento, pero la lluvia caía con tal fuerza que levantaba cierta brisa y en la entrada había otras personas resguardándose del frío que Annie notaba ahora en la cara.

Se quedaron en el umbral y atisbaron entre la lluvia, cuyo fragor ahogaba la música que sonaba a sus espaldas. Ya no había motivo para que él tuviera su mano en la espalda de ella, y aunque Annie deseó que no lo hiciera, Tom la apartó. Al otro lado del patio distinguió la casa, que con las luces encendidas semejaba un barco perdido. Suponía que era allí a donde irían a buscar su vaso de agua.

—Nos quedaremos hechos una sopa —dijo ella—. No es que esté tan desesperada.

—¿No decía que se moría por un vaso de agua?

—«Por», pero no «en». Aunque dicen que ahogarse es la mejor manera de acabar. Siempre me he preguntado cómo pueden saberlo.

Tom rió.

—Se pasa el día pensando, ¿no es así?

—Pues sí. Siempre estoy dándole al coco, como dicen algunos. No puedo evitarlo.

—Le vienen cosas a la cabeza, ¿verdad?

—Sí.

—Como ahora. —Tom advirtió que no le entendía. Señaló hacia la casa—. Estamos aquí mirando llover y usted sólo piensa en que se ha quedado sin su vaso de agua.

Annie lo miró con ironía y le cogió el vaso de la mano.

—Ya, como eso de los árboles que no dejan ver el bosque, ¿no?

Él sonrió y ella alargó el brazo desnudo hacia la noche. Se sobresaltó al sentir los alfilerazos casi dolorosos de la lluvia. Su fragor al caer lo excluía todo a excepción de ellos dos. Y mientra el vaso se llenaba se miraron a los ojos en una comunión de la cual el humor sólo era la superficie. Duró menos de lo que parecía o de lo que ambos parecían querer.

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