El hombre que susurraba a los caballos (36 page)

Read El hombre que susurraba a los caballos Online

Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
10.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Annie le ofreció el vaso, pero él negó con la cabeza y se la quedó mirando. Ella le devolvió la mirada por encima del vaso mientras bebía. El agua era fresca, pura y estaba tan perfectamente hecha de nada que sintió ganas de llorar.

Capítulo 26

Grace supo que algo pasaba en cuanto subió al Chevrolet y se ubicó al lado de él. La sonrisa lo delataba, como al niño que ha escondido el tarro de los caramelos. Grace cerró la puerta y Tom arrancó de la parte posterior de la casa del arroyo en dirección a los corrales. Ella acababa de volver de su sesión matinal con Terri y aún estaba comiendo un bocadillo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Qué pasa de qué?

Grace entrecerró los ojos y lo miró a la cara, pero él parecía completamente inocente.

—Para empezar, llegas más pronto de lo normal.

—¿De veras? —Tom sacudió su reloj—. Vaya trasto.

Ella vio que no había manera y siguió comiendo el bocadillo. Tom volvió a sonreír y se concentró en el volante.

La segunda pista fue la cuerda que Tom cogió del establo antes de bajar al corral de
Ptlgnm.
Era mucho más corta y blanda que la que utilizaba como lazo, y estaba hecha de un intrincado conjunto de hilos morados y verdes.

—¿Qué es eso?

—Una cuerda. Bonita, ¿verdad?

—Quería decir, para qué es.

—Bueno, verás, no sabes la de cosas que se podrían hacer con una cuerda como ésta.

—Como columpiarse de un árbol, atarse de pies y manos…

—Esa clase de cosas, sí.

Cuando llegaron al corral Grace se apoyó en la baranda como hacía siempre y Tom entró con la cuerda. En el rincón más apartado, también como siempre,
Pilgrim
empezó a bufar y a moverse de un lado a otro, como si estuviera echando mano de un último y vano recurso. Cola, orejas y músculos de los flancos parecían conectados a una corriente convulsiva. Mantenía la vista fija en Tom.

Pero Tom, en cambio, no lo miró. Mientras caminaba iba haciendo algo con la cuerda, pero debido a que estaba de espaldas a ella Grace no atinaba a saber qué era. Fuera lo que fuese, siguió con ello después de pararse en medio del corral sin levantar la vista.

Grace vio que
Pilgrim
estaba tan intrigado como ella. Había dejado de pasearse y ahora lo observaba con atención. Y aunque continuaba sacudiendo la cabeza y escarbando la tierra, sus orejas apuntaban hacia Tom como estiradas por una goma elástica. Grace se desplazó un poco para conseguir un mejor ángulo de visión. No tuvo que ir muy lejos porque Tom se volvió a mirarla, pero de forma que con su hombro ocultaba lo que hacía a la mirada de
Pilgrim.
Grace sólo pudo ver que parecía estar haciendo una serie de nudos en la cuerda. Brevemente, Tom alzó la vista, la miró y sonrió bajo el ala del sombrero.

—Parece que le pica la curiosidad.

Grace miró a
Pilgrim.
Curiosidad era decir poco. Y como no podía ver qué hacía Tom, imitó lo que Grace había hecho momentos antes y dio unos pasos para ver mejor. Tom lo oyó moverse y al mismo tiempo se alejó unos cuantos pasos, volviéndose para dar la espalda al caballo.
Pilgrim
esperó un rato y desvió la vista hacia un lado, evaluando la situación. Después volvió a mirar a Tom y dio unos cuantos pasos más hacia él a modo de ensayo. Tom lo oyó otra vez y se movió de forma que el espacio que quedó entre los dos fue casi el mismo, pero no del todo.

Grace vio que había terminado de hacer los nudos, pero seguía trabajándolos y entonces, de repente, comprendió qué había hecho. Era, sencillamente, un ronzal. Grace no se lo podía creer.

—¿Va a tratar de ponerle eso?

Tom sonrió y dijo en un susurro teatral:

—Sólo si me lo pide bien.

Grace estaba demasiado metida en ello para saber cuánto rato tardó. Diez o quince minutos, pero no mucho más. Cada vez que
Pilgrim
se acercaba a él, Tom se apartaba negándole el secreto de lo que tenía en las manos y estimulando su deseo de averiguarlo. Y luego Tom se detenía, pero reduciendo cada vez unos centímetros la distancia que los separaba. Cuando hubieron dado dos vueltas al corral y Tom hubo regresado al centro del mismo se encontraban a una docena de pasos el uno del otro.

Tom giró de manera de quedar en ángulo recto, sosteniendo todo el tiempo la cuerda, y aunque en un momento dado miró a Grace y le sonrió, no hizo otro tanto con el caballo. Al sentirse ignorado,
Pilgrim
resopló y miró alternativamente a ambos lados. Luego avanzó dos o tres pasos. Grace comprendió que esperaba que el hombre se moviera de nuevo, pero esta vez él no lo hizo. El cambio sorprendió al caballo, que se detuvo y miró en derredor una vez más para ver si algo o alguien, incluyendo a Grace, podía ayudarlo a entender qué estaba pasando. Al no obtener respuesta, se acercó un poco más. Y luego más, resoplando y estirando el hocico para olfatear cualquier peligro que el hombre pudiera tenerle reservado y calculando el riesgo de la ahora abrumadora necesidad de saber qué tenía en las manos.

Al final estaba tan cerca de Tom que con los bigotes casi le rozaba el ala del sombrero y él debió de notar su aliento en la nuca.

Tom se apartó unos pasos y aunque el movimiento no fue brusco,
Pilgrim
saltó como un gato asustado y relinchó. Pero no se alejó. Y cuando vio que Tom se volvía hacia él, se tranquilizó. Reparó en la cuerda. Tom la sostenía en ambas manos para que
Pilgrim
la mirase con detenimiento. Pero, como Grace sabía, mirar no era suficiente. También tendría que olerla.

Tom lo miraba por primera vez, como si quisiera decirle algo, pero el qué, Grace no estaba lo bastante cerca para saberlo. Se mordió el labio, deseando que el caballo avanzara. «Vamos —pensó—, él no te hará daño, vamos.» Pero
Pilgrim
no necesitaba otro impulso que el de su propia curiosidad. Vacilante, pero con una confianza que aumentaba a cada paso, se aproximó a Tom y acercó el hocico a la cuerda. Una vez que hubo olisqueado ésta, se puso a olfatear las manos de Tom, que lo dejó hacer sin moverse del sitio.

En el momento en que se producía el contacto entre caballo y hombre, Grace sintió que muchas cosas comenzaban a encajar. No podía explicárselo, sencillamente sabía que una especie de lacre había sellado todos los acontecimientos de los últimos días: el reencuentro con su madre, montar a caballo, la confianza en sí misma que había sentido en la fiesta, cosas de las que no se había atrevido a fiarse por miedo a que en cualquier momento alguien pudiera desbaratarlo todo. Pero era tal la esperanza, la promesa de luz en aquel intento que estaba haciendo
Pilgrim,
que sintió que algo se abría paso en su interior y supo que era definitivo.

Con un gesto que no demostraba sino aquiescencia, Tom movió lentamente una mano hacia el cuello del caballo. Se produjo un temblor y de pronto pareció como si
Pilgrim
quedara paralizado. Pero era mera cautela, y cuando sintió el contacto de la mano y comprobó que no suponía daño alguno para él, se relajó y permitió que Tom le frotara el cuello.

Demorándose todo lo necesario, Tom fue pasando la mano hasta cubrir la totalidad del pescuezo, y
Pilgrim
no se lo impidió.

Y luego permitió que hiciese lo mismo en el otro lado e incluso que le palpara la crin. La tenía tan enmarañada que sobresalía entre los dedos de Tom como si fueran pinchos. Después, suavemente pero sin prisa, Tom le pasó el ronzal por la cabeza.

Y
Pilgrim
no se repropió ni puso la menor objeción.

La única cosa que le molestaba de tener que enseñarle aquello a Grace era que llegase a darle más importancia de la que tenía. Siempre era delicado cuando un caballo daba ese paso, y tratándose de
Pilgrim
delicado era decir poco. Era tan frágil como la membrana interior de una cascara de huevo. En los ojos del caballo y en el temblor de sus flancos podía ver que estaba a punto de rechazarlo. Y si lo rechazaba, la próxima vez —si había tal— sería aún peor.

Durante muchos días Tom había trabajado con
Pilgrim
sin que Grace lo supiera. Por las tardes, cuando ella estaba presente, se dedicaba a otras cosas, como hacerlo correr a golpe de banderola y acostumbrarlo al contacto de una cuerda arrojada desde lejos. Pero trabajar con el ronzal era algo que quería hacer solo. Y hasta aquella misma mañana no había sabido si la cosa saldría bien, si la chispa de esperanza de la que había hablado a Annie se produciría o no. Entonces la vio y se detuvo, pues quería que Grace estuviera presente cuando él soplara esa chispa y la hiciera brillar.

No necesitó mirarla para saber lo emocionada que estaba. Lo que ella no sabía, y tal vez él habría tenido que decírselo en vez de hacerse el listo, era que no todo iba a ser un camino de rosas. Era probable que
Pilgrim
volviera a comportarse, aparentemente, como un caballo demente. Pero eso podía esperar. Tom aún no iba a empezar, porque ese momento le pertenecía a Grace y él no quería echarlo a perder.

Por eso le había dicho que entrara, como sabía que ella ansiaba hacer. La vio apoyar el bastón en la puerta del corral y cruzar éste sólo con un leve atisbo de cojera. Cuando casi estuvo a la altura de ellos, Tom le dijo que se detuviese. Era mejor que
Pilgrim
fuese hacia ella que lo contrario, y sin mediar más que un pequeño tirón al ronzal eso fue lo que ocurrió.

Tom observó entonces que Grace se mordía el labio, intentando no temblar al extender sus manos bajo el hocico del caballo. Ambos tenían miedo y aquel fue un saludo menos importante de lo que Grace debía de recordar de otra época. Pero en ese olisquearle las manos y después la cara y el pelo, Tom creyó advertir por fin un vislumbre de lo que la muchacha y el caballo habían sido, y tal vez volviesen a ser, el uno para el otro.

—Annie, soy Lucy. ¿Estás ahí?

Annie dejó la pregunta en suspenso. Estaba redactando una importante nota para todos sus colaboradores clave sobre el modo en que debían manejar las interferencias por parte de Crawford Gates. En esencia, el mensaje era mandarle a tomar por el culo. Había puesto el contestador para tener un poco de paz y buscar una manera sólo ligeramente más velada de decirlo.

—Mierda. Seguro que estás por ahí cortando cojones de vaca o metida en cualquier otra lindeza de la vida rural. Mira, yo… Bueno llámame, ¿de acuerdo?

El tono preocupado de su voz hizo que Annie levantara el auricular.

—Las vacas no tienen cojones.

—¡Eso lo dirás tú! Conque espiando, ¿eh?

—Pura ocultación, nada más. ¿Qué quieres?

—Me ha despedido, Annie.

—¿Cómo?

—Ese hijo de puta me ha despedido.

Hacía semanas que Annie se temía aquello. Lucy era la primera persona que había contratado, su mejor aliada. Despidiéndola Gates estaba enviándole una señal clarísima. Annie escuchó con una sensación de opresión en el pecho lo que Lucy le contaba acerca de lo sucedido.

El pretexto había sido un artículo sobre camioneras. Annie había visto el original y aunque, como era previsible, hablaba sobre todo de sexo, era muy divertido. Y las fotos eran buenísimas. Lucy había propuesto un gran titular que dijera: «Camioneros con tetas.» Gates lo había vetado alegando que Lucy era «una obsesa de la sordidez». Habían tenido una violenta discusión delante de toda la oficina y Lucy le dijo a Gates sin rodeos eso para lo que Annie estaba buscando un eufemismo.

—No pienso permitirle una cosa así —dijo Annie.

—Ya está hecho, cariño. Estoy en la calle.

—Gates no puede hacer eso.

—Claro que puede. Lo sabes perfectamente, Annie, y, además, estoy hasta la coronilla. Esto es un infierno.

Siguieron unos segundos de silencio durante los cuales ambas reflexionaron sobre aquellas últimas palabras. Annie suspiró.

—Annie…

—Qué.

—Será mejor que vuelvas. Y cuanto antes mejor.

Grace llegó un poco tarde y no paró de hablar de lo que había pasado con
Pügrim.
Ayudó a Annie a servir la sopa y mientras cenaban le contó la sensación que había experimentado al tocarlo de nuevo, y el modo en que había temblado el caballo. No había dejado que la acariciase, como había hecho con Tom, y ella se había tomado un poco mal que la tolerase tan poco rato a su lado. Pero Tom decía que había que darle tiempo, que todo llegaría.

—No me miraba, ¿sabes? Ha sido muy raro. Como si tuviese vergüenza o algo.

—¿Por lo que pasó?

—No. Bueno, no lo sé. A lo mejor de ser como es ahora.

Le explicó que después Tom lo había llevado al establo y entre los dos lo habían lavado. Incluso había permitido que Tom le levantara las pezuñas y le limpiara la mugre compacta que tenía allí acumulada, y pese a que no se había dejado tocar la cola ni la crin, habían podido pasarle un cepillo prácticamente por todo el cuerpo. Grace dejó de hablar de repente y miró a Annie con cara de preocupación.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Por qué lo dices?

—No lo sé. Pareces inquieta o algo así.

—Supongo que estoy cansada, eso es todo.

Cuando casi habían terminado de comer, Robert llamó por teléfono y Grace fue a sentarse ante la mesa de Annie y le contó toda la historia mientras su madre recogía los platos.

De pie delante del fregadero de uno de los fluorescentes le llegó el frenético trapaleo de un bicho atrapado entre cadáveres que tal vez conocía. La llamada de Lucy le había puesto de un humor meditabundo y pesimista que ni las novedades de Grace habían conseguido disipar por completo.

De pronto se había sentido algo más animada al oír el chirrido de las ruedas del Chevrolet que traía a su hija de los corrales. No hablaba con Tom desde el día del baile, aunque no había dejado de pensar en él, y rápidamente se había mirado en el cristal del horno, pensando, esperando, que Tom entrara. Pero sólo la había saludado desde fuera, para marcharse enseguida.

La llamada de Lucy la había devuelto bruscamente —como en otro sentido la de Robert ahora— a lo que era su vida real; aun cuando ya no supiera qué quería decir eso de «real». En cierto modo, nada podía ser más real que la vida que había encontrado en este sitio. ¿Cuál era, pues, la diferencia entre aquellas dos vidas?

Una, le parecía a Annie, constaba de obligaciones, y la otra de posibilidades. De ahí, quizá, la noción de realidad; las obligaciones eran algo palpable, sólidamente arraigado en actos recíprocos mientras que las posibilidades eran utopías, algo endeble y carente de valor, cuando no peligroso. Y cuanto mayor y más sabio era uno, más se daba cuenta de ello y las descartaba. Era mejor así. Por descontado.

Other books

Captive Heart by Anna Windsor
Brilliant Devices by Adina, Shelley
The Longest Night by K.M. Gibson
The Invention of Exile by Vanessa Manko
La espada encantada by Marion Zimmer Bradley
The Killing Room by John Manning