—¡Debe de haberte costado una fortuna, Liz! Te pagaré las llamadas.
—No te preocupes. Al parecer allá en el oeste hay varias personas dedicadas a esto, pero me han dicho que éste es el mejor. Tengo su número de teléfono.
Annie lo anotó y le dio las gracias.
—No es por nada, pero si resulta que es Clint Eastwood, me lo quedo para mí, ¿vale?
Annie le dio las gracias otra vez y colgó el auricular. Miró el número anotado en el cuaderno que tenía delante. No sabía por qué, pero de pronto sintió cierto recelo. Luego se dijo que no fuese estúpida, levantó el auricular y marcó.
En los cursillos que organizaba Rona siempre celebraban la primera noche con una barbacoa. Eso suponía un ingreso extra de dinero y la comida era buena, de modo que a Tom no le importó quedarse, aunque soñaba con quitarse aquella camisa sudada y polvorienta y meterse en una bañera humeante.
Comieron en mesas largas en la terraza de la casa de Rona, y Tom comprobó que le había tocado sentarse al lado de la propietaria del pequeño thoroughbred. Sabía que no era una casualidad pues la mujer había estado poniéndolo en evidencia toda la tarde. Ya no llevaba el sombrero y se había soltado el pelo. Tendría treinta y pocos años y sabía que Tom pensaba que era guapa, motivo por el cual no le quitaba sus negros ojos de encima, pero pasándose un poco, haciéndole toda clase de preguntas y escuchando sus palabras como si fuese el tipo más interesante que hubiera conocido jamás. Ella ya le había dicho que se llamaba Dale, que trabajaba en una inmobiliaria, que tenía una casita en Santa Bárbara, junto al mar. Ah, sí, y que estaba divorciada.
—Aún no puedo creer lo diferente que lo he notado debajo de mí después de que usted terminase con él —estaba diciendo Dale una vez más—. Era como, no sé, una especie de liberación. Algo así.
Tom asintió y se encogió ligeramente de hombros.
—Bien, de hecho así ha sido —dijo—. Él sólo necesitaba saber que todo iba bien y usted sólo necesitaba no estarle tanto encima.
Se oyeron carcajadas en la mesa contigua y los dos se volvieron. El hombre del asno estaba contando chismes sobre dos estrellas de Hollywood que Tom no conocía ni de oídas. Los habían pillado en un coche haciendo algo que él no acertaba a imaginar.
—¿Dónde aprendió todo esto, Tom? —oyó que le preguntaba Dale. Se volvió a mirarla.
—¿Esto?
—Me refiero a los caballos, ya sabe. ¿Tuvo usted, en fin, un gurú, un maestro o algo así?
La miró muy serio, como si se dispusiera a transmitirle sus conocimientos.
—Verá, Dale, gran parte de ello se reduce a una cuestión de mecánica.
—No le entiendo.
—Pues que si al jinete le falta un tornillo, el caballo se dispara.
Dale lanzó una carcajada exagerada y le puso una mano en el brazo. «Caray —pensó él—, tampoco era un chiste tan bueno.»
—No —dijo ella, e hizo un mohín—. Venga, en serio.
—Muchas de estas cosas no pueden enseñarse. Sólo se puede crear el ambiente o la situación adecuados para que la gente que quiere aprender aprenda. Los mejores profesores que he conocido eran los propios caballos. Uno encuentra mucha gente que tiene opiniones, pero si buscas hechos lo mejor es acudir al caballo.
Ella le lanzó una mirada con la que, según Tom supuso, pretendía comunicar a la vez una admiración religiosa por la profundidad de sus pensamientos y algo más bien carnal. Era el momento de irse.
Se levantó de la mesa con la excusa de que tenía que ir a ver a
Rimrock,
ya que llevaba rato en el establo. Cuando le dio las buenas noches a Dale, ella pareció llevarse un chasco tras haber malgastado tanta energía con él.
Mientras regresaba al motel Tom pensó que no era una casualidad que en California siempre hubieran proliferado los cultos que combinaban sexo y religión. La gente era muy incauta. Tal vez si aquel grupo de Oregon —esos que solían llevar pantalones anaranjados y venerar el tipo de los noventa Rolls-Royce— se hubiera instalado aquí, todavía estaría en pleno vigor.
Tom había conocido docenas de mujeres como Dale a lo largo de sus muchos cursillos. Todas buscaban algo. En muchos casos parecía ser algo extrañamente relacionado con el miedo. Habían comprado unos caballos fieros y carísimos y les tenían terror. Buscaban algo que las ayudara a vencer ese miedo, o tal vez el miedo en general. Igual podía haberles dado por el ala delta, la escalada o el cuerpo a cuerpo con tiburones grises, habían optado por montar a caballo de pura casualidad.
Esas mujeres acudían a sus cursillos en busca de consuelo e ilustración. Tom no sabía hasta qué punto salían de allí ilustradas, pero sí que más de una —y la cosa había sido mutua— había salido consolada. Diez años antes, una mirada como la que Dale le había lanzado habría sido suficiente para volver corriendo al motel y meterse desnudos en la cama casi sin tiempo de cerrar la puerta.
No era que Tom desdeñase ahora oportunidades como aquélla, sino que ya no creía que mereciese la pena tomarse la molestia. Porque siempre había alguna molestia. En muy pocas ocasiones, las expectativas de la gente ante encuentros semejantes eran iguales. Había tardado un tiempo en darse cuenta de ello y de cuáles eran sus propias expectativas, para no hablar de las de la mujer en cuestión.
Tras la partida de Rachel, Tom había estado un tiempo culpándose por lo sucedido. Sabía que el problema no era sólo el rancho. Le parecía que Rachel necesitaba algo de él que no había sido capaz de darle. Cuando Tom le decía que la quería lo decía en serio. Y cuando Rachel se marchó con Hal, dejó en él un vacío de añoranza que, por más que lo intentó, nunca consiguió llenar con su trabajo.
Siempre había disfrutado de la compañía de las mujeres y tenía la impresión de que el sexo venía por sí solo, sin que él lo buscara. Y tanto los cursillos como los consiguientes viajes por todo el país, fueron para él una forma de hallar solaz. Casi siempre se trataba de aventuras muy breves, aunque sí había una o dos mujeres —tan ecuánimes como él en esos menesteres— que incluso cuando él estaba de paso le recibían alegremente en sus camas como a un viejo amigo.
La culpa con respecto a Rachel, no obstante, había seguido inalterable. Hasta que un buen día comprendió que lo que ella había necesitado de él era la necesidad misma, que él la necesitara como ella lo necesitaba a él. Y Tom sabía que eso era imposible. Jamás podría sentir esa necesidad, ni por Rachel ni por ninguna mujer, pues sin habérselo explicado a sí mismo con detalle y sin sensación alguna de autosatisfacción, sabía que en su vida había una especie de equilibrio innato, eso que otros parecían buscar ansiosamente sin encontrarlo nunca. No se le ocurría que eso fuera algo especial. Se consideraba parte de un modelo, de una cohesión de cosas animadas e inanimadas a la que estaba vinculado por la sangre y por el espíritu.
Entró en el aparcamiento del motel y justo delante de su habitación encontró un lugar donde estacionar el Chevrolet. Ya dentro, encontró que la bañera era demasiado corta para darse un buen remojón. Tenía que optar por que se le enfriaran los hombros o bien las rodillas. Salió de la bañera y se secó delante del televisor. La noticia del puma asesino seguía acaparando la atención de todo el mundo. Habían decidido darle caza y matarlo. Hombres provistos de rifles y chaquetas de un amarillo fluorescente estaban peinando una loma. Tom lo encontró cómico. Cualquier puma vería esa indumentaria desde una distancia de cien kilómetros. Se metió en la cama, apagó el televisor y telefoneó a su casa.
Contestó su sobrino Joe, el mayor de los tres hijos de Frank.
—Hola Joe, ¿cómo estás?
—Bien. ¿Y tú?
—Oh, estoy en un motel de mala muerte y a la cama le falta al menos un metro de largo. Creo que voy a tener que quitarme el sombrero y las botas.
Joe rió. Tenía doce años y era callado, como Tom a esa edad. También era muy bueno con los caballos.
—¿Qué tal está
Bronty?
—Bien. Se ha puesto muy gorda. Papá cree que parirá a mitad de semana.
—Tú procura enseñarle a tu viejo lo que hay que hacer.
—Descuida. ¿Quieres hablar con él?
—Si está por ahí, sí.
Oyó que Joe llamaba a su padre. El televisor del salón estaba encendido y, como de costumbre, Diane estaba chillando a uno de los gemelos. Aún le resultaba extraño que siguieran viviendo en la casa grande. Tom todavía la consideraba la casa de sus padres pese a que hacía casi tres años que su padre había muerto y, que su madre había ido a vivir con Rosie a Great Falls.
Una vez casados, Frank y Diane habían ocupado la cabaña junto al arroyo, la misma en que habían vivido brevemente Tom y Rachel, y habían hecho algunos cambios. Pero con tres chicos que criar enseguida les quedó estrecha y al marcharse su madre Tom insistió en que Frank y su familia se mudaran a la casa grande. Él estaba mucho tiempo fuera, con sus cursillos, y cuando iba a la casa del rancho la encontraba demasiado grande y vacía. No le habría costado nada hacer un cambio y trasladarse a la cabaña, pero Diane insistió en que sólo se mudarían si él se quedaba, pues en la casa del rancho había sitio para todos. De modo que Tom seguía ocupando la habitación de siempre y ahora vivían todos juntos. De vez en cuando algún invitado, fuera pariente o amigo, se instalaba en la cabaña, pero por lo general estaba desocupada.
Tom oyó los pasos de Frank acercándose al teléfono.
—Hola hermanito, ¿cómo te va por ahí?
—Muy bien. Rona quiere batir el récord de número de caballos por sesión y el motel parece pensado para los siete enani-tos, pero aparte de eso, todo va de maravilla.
Hablaron un rato de lo que pasaba en el rancho. Las vacas estaban de parto y a ellos les tocaba levantarse a cualquier hora de la noche y subir al prado. El trabajo era agotador, pero aún no habían perdido ningún ternero y Frank parecía contento. Le dijo a Tom que había habido muchas llamadas pidiendo que reconsiderara su decisión de no dar cursillos en verano.
—¿Qué les has dicho?
—Ah, sólo que te estás haciendo viejo y que estás quemado.
—Gracias, chico.
—Y también llamó una inglesa de Nueva York. No quiso decir de qué se trataba, sólo que era muy urgente. Me puso la cabeza como un bombo cuando me negué a darle tu número de teléfono. Le dije que te pediría que le telefoneases.
Tom cogió una libreta de la mesita de noche y anotó el nombre de Annie y los cuatro números de teléfono que había dejado, uno de ellos de un portátil.
—¿Ya está? ¿Sólo cuatro? ¿Y el número de la villa en la Costa Azul?
—Ese me falta.
Hablaron un rato de
Bronty,
la yegua que iba a parir, y se despidieron. Tom cogió la libreta. No conocía a mucha gente en Nueva York, sólo a Hal y Rachel. Quizá la llamada tenía que ver con ellos, aunque en ese caso la mujer, fuera quien fuese, lo habría mencionado. Miró su reloj. Eran las diez y media, la una y media en Nueva York. Dejó la libreta en la mesita y apagó la luz. La llamaría por la mañana.
No tuvo ocasión. Aún estaba oscuro cuando sonó el teléfono y lo despertó. Encendió la luz antes de descolgar y vio que sólo eran las cinco y cuarto.
—¿Es usted Tom Booker?
Por el acento él supo de inmediato quién debía de ser.
—Eso creo —dijo—. Es demasiado temprano para estar seguro.
—Lo sé y lo siento. Pensé que tal vez se levantaba usted temprano y no quería que se me escapara. Me llamo Annie Graves. Ayer hablé con su hermano. No sé si se lo habrá dicho.
—Sí, me lo dijo. Iba a telefonearle esta mañana. Frank me dijo que no le había dado mi número de aquí.
—Así es. Lo he conseguido por otra persona. Bueno, el motivo de mi llamada es que tengo entendido que usted ayuda a personas que tienen problemas con caballos.
—No. Le han informado mal.
Se produjo un silencio en el otro extremo de la línea. Tom adivinó que la había dejado perpleja.
—Ah —dijo ella—. Perdone, yo…
—De hecho es al revés. Yo ayudo a caballos que tienen problemas con personas.
No era el mejor modo de empezar, y Tom se arrepintió de hacerse el sabelotodo. Le preguntó qué problema tenía y la escuchó largo rato en silencio mientras ella le contaba lo sucedido a su hija y al caballo. La historia era horrible, y más aún por el modo desapasionado y comedido en que ella la refería. Tom presentía que, sin embargo, había emoción en sus palabras, pero que estaba bien soterrada y sometida a un férreo control.
—Eso es terrible —dijo cuando Annie hubo terminado—. De veras lo siento.
Oyó como ella inspiraba hondo.
—Sí, bueno. ¿Vendrá usted a verlo?
—¿A Nueva York?
—Sí.
—Señora, me temo que…
—Yo pago el viaje, claro está.
—No, lo que iba a decir es que no me dedico a esta clase de cosas. Aunque estuviera mucho más cerca, no me dedico a eso sino a hacer cursillos. Y, además, me tomaré unas vacaciones hasta el próximo otoño.
—En ese caso, si quisiera tendría tiempo para venir.
Aquello no era una pregunta. La mujer era bastante agresiva. Claro que tal vez se debiese a su acento.
—¿Cuándo termina su cursillo?
—Este miércoles. Pero…
—¿Podría venir el jueves?
No era sólo cuestión del acento. Ella había captado una ligera vacilación en sus palabras y estaba sacando partido de ello. Con los caballos se hacía lo mismo, escoger el camino menos resistente y trabajarlo a fondo.
—Lo lamento, señora —dijo él con firmeza—. Siento mucho lo que pasó, de veras, pero tengo trabajo pendiente en el rancho y me resulta imposible ayudarla.
—No diga eso, por favor. No diga eso. Al menos podría usted pensarlo.
Una vez más, no se trataba de una pregunta.
—Señora…
—Tengo que irme. Lamento haberlo despertado.
Y sin dejarle hablar ni decir adiós, colgó el auricular.
Cuando a la mañana siguiente Tom fue a recepción, el encargado del motel le entregó un paquete certificado urgente. Contenía una fotografía de una chica montada en un caballo morgan magnífico y un billete abierto de ida y vuelta en avión a Nueva York.
Tom apoyó el brazo en el respaldo de plástico del banco en que estaba sentado y observó a su hijo preparar hamburguesas tras el mostrador del restaurante. Por el modo de darles la vuelta en la parrilla y lanzarlas al aire como si tal cosa mientras charlaba y reía con uno de los camareros, parecía que llevaba toda la vida haciéndolo. Hal le aseguró que no había mejor sitio en todo Greenwich Village para comer hamburguesas.