Tom iba a montar la misma yegua que había llevado cuando condujeron el ganado a los pastos, la ruana fresa. Mientras cabalgaba hacia la casa del arroyo llevando de las riendas a
Rimrock
y el pequeño caballo pinto de carga, miró hacia atrás y vio que
Pilgrim
seguía junto a la puerta del corral, mirándolo. Era como si el animal supiese que algo había cambiado en sus vidas.
Tom esperó con los caballos en el sendero y vio acercarse a Annie, que bajaba por la cuesta a grandes trancos.
La hierba del prado que había más allá del vado estaba crecida y lustrosa. Pronto empezaría la recolección del heno. Rozaba las patas de los caballos mientras Annie y Tom cabalgaban juntos, sin otro sonido que el rítmico crujir de sus sillas.
Durante un buen rato ninguno de los dos sintió necesidad de hablar. Ella no hacía preguntas sobre el territorio por el que pasaba. Y a Tom le pareció que el motivo no era que ya supiese los nombres de las cosas, sino que esos nombres carecían ahora de importancia. Sólo importaba que existiesen.
Se detuvieron al calor de la tarde y abrevaron los caballos en la misma charca de la primera vez. Dieron cuenta del sencillo almuerzo que ella había llevado, pan, queso y naranjas. Annie peló la suya diestramente de una sola monda y se rió cuando él intentó sin éxito, imitarla.
Cruzaron la meseta donde la flores habían empezado a marchitarse y esa vez, sí, fueron juntos hasta la cresta de la loma. No espantaron ningún ciervo pero sí vieron, a unos quinientos metros más adelante, un pequeño grupo de potros mosteños. Tom le hizo señas de que se detuviera. Estaban a favor del viento y los potros no habían percibido aún su presencia. Era un grupo formado por siete yeguas, cinco de ellas con crías. Había también un par de potros demasiado jóvenes para haber sido apartados de los otros. Tom nunca había visto al semental del grupo.
—Qué animal tan hermoso —dijo Annie.
—Sí.
Era imponente. Fuerte de ancas, debía de pesar más de cuatrocientos kilos. Su pelaje era de un blanco perfecto. La razón de que aún no hubiera visto a Tom y Annie era que estaba ocupado observando a un intruso mucho más molesto. Un semental joven, un bayo, estaba tanteando a las yeguas.
—En esta época del año el ambiente se caldea bastante —murmuró Tom—. Es el período de celo y ese caballo piensa que ha llegado el momento de actuar. Puede que lleve días siguiendo el rastro del grupo, probablemente con otros sementales jóvenes. —Tom se irguió en la silla para observar mejor—. Mira, allí están. —Se los señaló a Annie. A poco más de medio kilómetro había otros nueve o diez caballos.
—Lo llaman grupo de solteros. Se pasan el día por ahí, ya sabes, emborrachándose, fanfarroneando, grabando sus nombres en los árboles, hasta que son lo bastante mayores para ir a robarle la yegua a otro.
—Comprendo.
Por el tono de voz de Annie. Tom se percató de lo que acababa de decir. Annie lo estaba mirando pero él no se inmutó. Sabía qué estaría haciendo con las comisuras de la boca y el hecho de saberlo le gustó.
—Es verdad —dijo, y siguió mirando fijamente los potros.
Los sementales estaban a un palmo el uno del otro, mientras las yeguas, los potrillos y los amigos del retador contemplaban la escena. De pronto, ambos sementales explotaron, relinchando y sacudiendo la cabeza. Era entonces cuando el más débil solía ceder, pero el bayo no quería. Se encabritó, soltó un relincho agudo y el semental blanco se engrifó también, pero más alto, aplastándolo con sus pezuñas. Incluso desde donde se encontraban Tom y Annie podía verse el blanco de sus dentaduras y oír el golpe sordo de sus coces. Luego, en cuestión de segundos, la lucha terminó y el bayo se escabulló derrotado. El semental blanco lo vio partir y entonces, tras mirar de soslayo a Tom y Annie, se alejó con su familia.
Tom notó de nuevo que ella lo miraba. Se encogió de hombros, sonrió y dijo:
—A veces se gana y a veces se pierde.
—¿Crees que el otro volverá?
—Seguro que sí. Tendrá que hacer un poco más de gimnasia, pero seguro que vuelve.
Encendieron un fuego junto al riachuelo, al lado mismo del lugar en que se habían besado. Como la vez anterior, enterraron unas patatas en las brasas y mientras se cocían hicieron una cama, poniendo sus petates uno junto al otro con las sillas por cabecera; luego juntaron los dos sacos de dormir. En la orilla opuesta, unas vaquillas los observaban con la cabeza gacha.
Una vez listas las patatas, dieron cuenta de ellas acompañándolas con salchichas que frieron en una renegrida sartén y unos huevos que Annie creyó que no sobrevivirían al viaje. Rebañaron las oscuras yemas con lo que les quedaba de pan. El cielo se había nublado. Lavaron sus platos en el riachuelo, donde ya no se reflejaba la luna, y los dejaron a secar sobre la hierba. Luego se quitaron la ropa y, con el fuego parpadeando en su piel, hicieron el amor.
Annie sintió que en su unión había una gravedad que armonizaba con aquel paraje. Era como si hubieran venido a hacer honor a la promesa que se habían hecho en ese mismo lugar.
Después, Tom se sentó apoyado en su silla y ella permaneció recostada en sus brazos con la espalda y la cabeza sobre su pecho. El aire era mucho más frío. De lo alto de la montaña llegaron los gemidos de lo que, según explicó Tom, eran coyotes. Tom se echó una manta sobre los hombros y envolvió con ella a Annie protegiéndola de la noche y de toda intromisión. «Aquí —pensó Annie—, nada de ese otro mundo puede tocarnos.»
Permanecieron horas contemplando el fuego, hablando cada uno de su vida. Ella le habló de su padre y de los lugares exóticos donde habían vivido antes de que muriese. Le contó cómo había conocido a Robert y lo inteligente y responsable que le pareció, tan adulto y sensible a la vez. Y seguía siendo todas esas cosas, era un hombre estupendo, de verdad. Su matrimonio había sido feliz y aún lo era en cierto modo. Pero retrospectivamente, se daba cuenta de que lo que había buscado en él era, en realidad, lo que había perdido en su padre: estabilidad, seguridad y amor incondicional. Cosas que Robert le había dado espontáneamente y sin condiciones. A cambio, ella le había dado fidelidad.
—Con eso no quiero decir que no lo quiera —dijo—. Lo quiero de verdad. Sólo que es una clase de amor más parecido a, no sé, digamos a la gratitud o algo así.
—Por el amor que él te da.
—Sí. Y el que le da a Grace. Suena espantoso, ¿verdad?
—No.
Annie le preguntó si con Rachel había sido así, y él respondió que no, que había sido distinto. Y ella escuchó en silencio la historia de Tom. Evocó mentalmente la realidad a partir de la foto que había visto en su habitación, aquel rostro hermoso de ojos oscuros y deslumbrante melena. La sonrisa resultaba difícil de conciliar con la tristeza de que ahora hablaba.
Lo que más había conmovido a Annie no era la mujer sino el niño que tenía en brazos. Había hecho que sintiese algo que en un primer momento no quiso reconocer como celos. Era la misma sensación que había tenido al ver las iniciales de Tom y Rachel grabadas en el cemento del pozo. Curiosamente, la otra fotografía, la de Hal de muchacho, la había aplacado por entero. Aunque el chico era moreno como su madre, tenía los mismos ojos de Tom. Incluso congelados en aquella instantánea, neutralizaba toda posible animosidad.
—¿La ves alguna vez? —preguntó Annie cuando él terminó de hablar.
—Hace años que no. Hablamos por teléfono de vez en cuando, sobre todo de Hal.
—Vi la foto en tu habitación. Es muy guapo.
Oyó que Tom sonreía detrás de ella.
—Sí que lo es.
Se produjo un silencio. Una rama pequeña, incrustada de ceniza blanca, se derrumbó en el fuego lanzando a la noche un frenesí de chispas anaranjadas.
—¿Queríais tener más hijos? —preguntó él.
—Oh, sí. Lo intentamos, pero yo siempre los perdía. Finalmente, lo dejamos estar. Yo lo deseaba más que nada por Grace. Para que tuviese un hermano.
De nuevo guardaron silencio y Annie supo, o creyó saber, qué estaba pensando Tom. Pero era algo demasiado triste, incluso en aquel confín del mundo, para que alguno de los dos lo expresara verbalmente.
Los coyotes no dejaron de aullar a coro durante toda la noche. Él le explicó que se emparejaban de por vida, y eran tan fieles que si uno caía en un cepo el otro le llevaba comida.
Durante dos días cabalgaron por peñascos y torrenteras. A veces dejaban los caballos y seguían a pie. Vieron alces y osos, y Tom creyó divisar un lobo desde un risco elevado. Pero el animal se marchó antes de que él pudiera cerciorarse de que en efecto era un lobo. Tom no se lo mencionó a Annie por miedo a inquietarla.
Cruzaron valles ocultos cubiertos de yuca y de violeta blanca y prados convertidos en lagos de altramuces de un azul brillante.
La primera noche llovió y Tom tuvo que montar la pequeña tienda que había traído en un prado verde y llano cubierto de varas descoloridas de álamo temblón. Se calaron hasta los huesos y se sentaron muy juntos tiritando y riendo en la entrada de la tienda con mantas sobre los hombros. Sorbieron café muy caliente de unos renegridos tazones de estaño mientras fuera los caballos pacían sin que los inmutase la lluvia que les chorreaba del lomo. Annie los observó, con la cara mojada y el cuello iluminado desde abajo por la luz de la lámpara de aceite y Tom pensó que no había visto, ni volvería a ver en su vida, una criatura tan hermosa como ella.
Aquella noche, mientras Annie dormía en sus brazos, Tom estuvo escuchando el tamborileo de la lluvia sobre el techo de la tienda e intentó hacer lo que ella le había sugerido, no pensar más allá del momento presente, simplemente vivirlo. Pero le fue imposible.
El día siguiente se presentó despejado y caluroso. Encontraron una charca regada por una angosta cascada de agua. Annie dijo que le apetecía nadar un poco y él rió y dijo que era demasiado viejo y el agua estaba demasiado fría. Pero ella no aceptaba negativas y, bajo la mirada suspicaz de los caballos, se desvistieron y se lanzaron al agua. Estaba tan helada que al instante salieron gritando de la charca y se quedaron abrazados con el trasero al aire y morado, hablando atropelladamente como un par de jóvenes traviesos.
Esa noche la aurora boreal hizo brillar el cielo de verde, azul y rojo. Annie nunca había presenciado un espectáculo como aquél y Tom no recordaba una tan clara y brillante. Formaba un enorme arco luminoso que arrastraba en su estela estrías de color. Mientras hacían el amor, Tom contempló en los ojos de Annie el reflejo acanalado de la aurora boreal.
Era la última noche de su obstinado idilio, aunque ninguno de los dos lo mencionó más que con el plañidero acoplamiento de sus sexos. Por un acuerdo tácito forjado únicamente a partir de sus cuerpos, no se dieron respiro. No había que desperdiciar un instante rindiéndose al sueño. Se alimentaban el uno del otro como animales que presagiaran un invierno espantoso e interminable. Y sólo cedieron cuando sus huesos magullados y el constante roce de sus pieles los hicieron gritar de dolor. El sonido flotó en la luminosa quietud de la noche, y atravesando los pinos en penumbra subió hasta alcanzar los picos lejanos.
Un rato después mientras Annie dormía, él oyó, como un eco en la distancia, un aullido agudo y primitivo que hizo que todas las criaturas nocturnas se sumiesen en el silencio. Y Tom supo que había estado en lo cierto: lo que había visto era un lobo.
Peló las cebollas, las partió por la mitad y las cortó en finas rodajas, respirando por la boca para que los vapores no la hicieran llorar. Notaba la mirada de él pendiente de todos sus movimientos, cosa que le resultaba curiosamente estimulante, como si esa vigilancia la invistiera de unas habilidades que nunca había creído tener. Lo mismo había sentido mientras hacían el amor. Tal vez (sonrió al pensarlo) fuese eso lo que experimentaban los caballos en su presencia.
Tom estaba apoyado en la riostra al fondo de la habitación. Aún no había tocado la copa de vino que ella le había servido. En la sala la música de la radio de Grace había dado paso a una charla erudita sobre cierto compositor del que Annie nunca había oído hablar. Los locutores de las emisoras públicas parecían tener todos el mismo tono de voz sosegado y empalagoso.
—¿Qué miras? —preguntó ella con dulzura.
Él se encogió de hombros y respondió:
—A ti. ¿Te molesta?
—Me gusta. Hace que me sienta como si supiera qué estoy haciendo.
—Cocinas bien.
—No lo suficiente como para salvar mi vida.
—Bueno, mientras salves la mía…
Al volver al rancho aquella tarde a ella le había preocupado que la realidad pudiera irrumpir de pronto en sus vidas. Pero, extrañamente, no había ocurrido así. Se sentía como arropada por una calma inviolable. Mientras él iba a echar un vistazo a los caballos, ella hizo lo propio con el contestador, sin encontrar ningún mensaje inquietante. El más importante era de Robert, que había telefoneado para dar el número y hora de llegada del vuelo de Grace a Great Falls para el día siguiente. Con Wendy Auerbach todo había ido «correcto», decía Robert, y de hecho Grace estaba tan contenta con su pierna nueva que había pensado apuntarse al maratón.
La calma de Annie no se alteró ni siquiera cuando habló con ellos dos por teléfono. El mensaje que les había dejado el martes, informándoles de que iba a pasar un par de días en la cabaña que los Brooker tenían en la montaña, no parecía haber levantado la menor sospecha. Desde que estaban casados Annie pasaba de vez en cuando unos días sola en alguna parte y Robert, que debió de considerarlo como parte del proceso de aclarar ideas tras la pérdida de su empleo, se limitó a preguntar cómo le había ido, a lo que ella se limitó a contestar que muy bien. Salvo por omisión, Annie ni siquiera tuvo que mentir.
—Me preocupa esa vuelta a la naturaleza, el aire libre y todo eso en que andas metida —bromeó él.
—¿Por qué?
—Bueno, no tardarás en decir que quieres irte a vivir al campo y yo tendré que especializarme en pleitos de ganaderos o algo así.
Cuando colgaron Annie se preguntó por qué el sonido de la voz de Robert o de la de Grace no la habían zambullido en el mar de culpa que ella estaba segura que le aguardaba. Era como si esa parte susceptible de su carácter hubiera quedado en suspenso, con el ojo puesto en el reloj y consciente de que aún le quedaban unas pocas horas, fugaces, con Tom.