El hombre que susurraba a los caballos (30 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Le preguntó a Annie cuáles eran sus sentimientos respecto a su padre y cuáles respecto a su madre, y cuando ella se lo hubo explicado, le preguntó qué le parecía hacer un «pequeño ejercicio de separación». Annie respondió que le parecía muy bien. Entonces la mujer intentó hipnotizarla, pero fue tal su entusiasmo que lo hizo demasiado deprisa, con lo que las esperanzas de que la cosa funcionara se reducían al mínimo. Por no defraudarla, Annie hizo cuanto pudo para fingir un trance, pero le costó mucho aguantarse la risa cuando la mujer puso a sus padres en unos discos plateados y los mandó, diciéndoles adiós con la mano, al espacio exterior.

Pero si como Annie creía realmente la muerte de su padre no guardaba relación alguna con su incapacidad para dormir, su efecto en casi todo lo demás era ciertamente inconmensurable.

Transcurrido un mes de la muerte, la madre de Annie había desmontado la casa de Kingston y se había deshecho de cosas de las cuales sus hijos siempre habían creído que dependía su vida. Vendió el bote en que su padre les había enseñado a navegar y con el que los llevó a islas desiertas para bucear entre corales en busca de langostas y correr desnudos por la arena blanca salpicada de palmeras. Y la perra, un híbrido de labrador que se llamaba
Bella
, la regaló a un vecino que apenas conocían. La vieron junto a la verja mientras el taxi los llevaba al aeropuerto.

Viajaron los tres a Inglaterra, un país extraño, húmedo y frío donde nadie sonreía. Allí los dejó en Devon, en casa de sus padres, mientras ella se trasladaba a Londres, según dijo, para solucionar los asuntos de su marido. Al menos uno no tardó en solucionarlo, pues al cabo de seis meses se casaba por segunda vez.

El abuelo de Annie era un pobre hombre, inútil y bondadoso, que fumaba en pipa y hacía crucigramas y cuya principal preocupación en la vida era eludir la ira o incluso el menor disgusto de su esposa. La abuela de Annie era una mujer menuda y aviesa con una severa permanente blanca a través de la cual relucía como una advertencia su sonrosado cuero cabelludo. Su aversión a los niños no era mayor ni menor que su aversión a casi todo en la vida. Pero mientras que estas cosas eran casi todas abstractas, inanimadas o simplemente ajenas a la aversión que pudiese sentir hacia ellas, de sus únicos nietos obtenía una recompensa mucho más gratificante, y así se dispuso a hacer de su estancia, en los meses siguientes, una auténtica pesadilla.

Prefería a George, no porque su aversión hacia él fuera menor sino a fin de dividir a los hermanos y hacer que Annie, en cuya mirada quiso ver enseguida un deje de provocación, fuese lo más infeliz posible. Decía a la niña que su vida en «las colonias» le había dado unos modales sumamente vulgares, que empezó a subsanar de inmediato mandándola a la cama sin cenar o pegándole en las piernas, por la más trivial de las travesuras, con una cuchara de madera de mango largo. Su madre, que cada fin de semana viajaba en tren para verlos, escuchaba con imparcialidad lo que sus hijos le contaban. Se celebraban encuestas de una pasmosa objetividad y Annie aprendió por primera vez cómo los hechos podían ser sutilmente explicados para dar lugar a verdades diferentes.

—Qué imaginación tiene esta niña —decía su abuela.

Reducida a un mudo desprecio y actos de insignificante venganza, Annie robaba cigarrillos del bolso de la bruja y se los fumaba detrás de unos rododendros chorreantes, reflexionando sobre lo imprudente que era amar, pues aquellos a quienes uno amaba morían o nos abandonaban.

Su padre había sido un hombre de carácter alegre, el único que alguna vez había pensado que su hija valía para algo. A partir de su muerte la vida de Annie fue una prueba interminable para demostrar que él tenía razón. Tanto en la escuela como en su época de estudiante y luego a lo largo de su carrera profesional, la había movido un único propósito: «Ahora verían esos bastardos.»

Durante un tiempo, después de tener a Grace, pensó que el asunto había quedado resuelto. Aquel rostro contraído y sonrosado que se aferraba ciegamente a su pezón le trajo la calma, como si el trayecto hubiera llegado a su fin. Había sido el momento de definirse. «Ahora —se decía—, ya puedo ser lo que soy, no lo que hago.» Luego vino el aborto. Después otro y otro y otro más, el fracaso agravado por el fracaso, y Annie no tardó en volver a ser aquella niña airada que fumaba detrás de los rododendros. Les había dado una lección y volvería a hacerlo.

Pero no fue lo mismo. Desde sus primeros días en
Rolling Stone,
los medios informativos que se ocupaban de esos asuntos le habían puesto el sambenito de «brillante y fogosa». Ahora reencarnada como jefa de su propia revista —la clase de trabajo que había jurado no hacer jamás—, el primer epíteto era el que prevalecía. Pero, como un premio a la frialdad que parecía impulsarla, lo de «fogosa» se había convertido en «despiadada». Annie había sido la primera en sorprenderse de la fortuita brutalidad que había aportado a su último puesto de trabajo.

El otoño anterior había topado con una antigua compañera de internado en Inglaterra, y cuando Annie le habló de las carnicerías que se organizaban en la revista, la amiga se había reído diciendo si se acordaba de cuando hacía de Lady Macbeth en el teatro del colegio. Annie se acordaba. De hecho, aunque no lo dijo, recordaba que se le daba muy bien.

—¿Te acuerdas de cuando metiste los brazos en aquel cubo lleno de sangre de mentira para recitar: «¡Fuera, mancha maldita!»? ¡Te pusiste de salsa de tomate hasta los codos!

—Sí. A eso lo llamo yo mancharse.

Annie rió también, pero estuvo toda una tarde preocupada por aquella imagen, hasta que decidió que no tenía la menor relevancia para su situación actual porque Lady Macbeth lo hacía por la carrera del marido, no por la suya, y de todos modos ella no estaba en un aprieto. Al día siguiente, quizá por aquello de reafirmarse, despidió a Fenimore Fiske.

Desde la posición ilusoriamente ventajosa de su actual despacho en el exilio, Annie reflexionó sobre aquellas acciones y los motivos que las habían provocado. Algunas de esas cosas las había vislumbrado la noche de su paseo en Little Bighorn cuando había llorado junto a la lápida grabada con los nombres de los muertos en la batalla. En el pedazo de cielo donde habitaba ahora, podía verlas con mayor claridad, como si los secretos que escondían brotasen al mismo tiempo que la primavera. Y con una acongojada quietud nacida de ese conocimiento, vio que el mundo exterior cobraba calor y verdor a medida que transcurría el mes de mayo.

Sólo cuando estaba con Tom se sentía parte de ese mundo. Tres veces más había acudido él a verla con los caballos, y juntos habían salido a montar por otros lugares que deseaba mostrarle.

El que los miércoles Diane fuese a recoger a Grace se había convertido en una rutina, y en ocasiones ella y Frank la llevaban también a la clínica si tenían cosas que hacer en Choteau. Esos días Annie esperaba ansiosa que Tom la llamara para preguntarle si quería salir a cabalgar, y llegado el momento ella procuraba no parecer ansiosa o impaciente.

La última vez estaba hablando por teléfono y al mirar hacia los corrales lo había visto sacar a
Rimrock
y un potro del establo, ambos ensillados, y casi había perdido el hilo de la conversación. De pronto se dio cuenta de que en Nueva York se habían quedado mudos.

—¿Annie? —dijo uno de los jefes de redacción.

—Sí, sí, perdona —se disculpó Annie—. Hay muchas interferencias. No he oído lo último que has dicho.

Al llegar Tom, ella aún estaba al teléfono, y le hizo señas de que pasara. Él se quitó el sombrero, entró y Annie le expresó en silencio sus disculpas y le indicó que se sirviera café. Tom lo hizo y se sentó en el brazo del sofá.

Había un par de ejemplares recientes de la revista. Tom cogió uno y le echó un vistazo. Encontró el nombre de ella en lo alto de la página donde aparecía la lista de los que trabajaban en la revista y puso cara de impresionado. Luego ella lo vio sonreír ante un nuevo artículo de Lucy Friedman, titulado «Los nuevos campesinos». Habían llevado a un par de modelos publicitarios al último rincón de Arkansas y las habían fotografiado con todo el equipo, junto a genuinos hombres toscos, barrigudos de cerveza, tatuados y con pistolas asomando por la ventanilla de sus camionetas. Annie se preguntaba cómo había logrado escapar con vida el fotógrafo, un hombre extravagante y genial que usaba rímel y gustaba de enseñar a todo el mundo sus pezones perforados.

La conferencia tardó diez minutos más en concluir y Annie consciente de que Tom la escuchaba, empezó a sentirse cada ves más cohibida. Se percató de que para impresionarlo estaba hablando con mayor mesura de la habitual, y al instante se avergonzó de su estupidez. Reunidos en torno al altavoz del teléfono de su despacho en Nueva York, Lucy y los demás debían de estar preguntándose qué le pasaba. Cuando terminó de hablar, colgó el auricular y se volvió hacia Tom.

—Lo siento.

—Tranquila. Me gusta oírla trabajar. Ahora ya sé qué debo ponerme la próxima vez que vaya a Arkansas. —Arrojó la revista al sofá—. Esto es muy divertido.

—De eso nada. No paro de recibir patadas.

Annie ya se había puesto la ropa de montar. Una vez en el establo, dijo que probaría con los estribos un poco más largos. Tom le enseñó el modo de hacerlo, porque las correas eran un poco distintas de las que ella conocía. Annie se le acercó para ver cómo lo hacía y por primera vez fue consciente del olor de Tom, un olor limpio y tibio, a cuero y jabón corriente. Sus brazos se tocaron, pero ninguno de los dos se apartó.

Esa mañana fueron al arroyo del sur y subieron lentamente hasta un lugar donde él dijo que tal vez viesen castores. Pero todo lo que vieron fueron dos nuevos e intrincados islotes que habíar construido. Desmontaron y se sentaron en el tronco grisáceo de un álamo caído mientras los caballos bebían sus propios reflejos en la charca.

Un pez o una rana quebró la superficie del agua delante del potro, que retrocedió asustado como un personaje de dibujos animados.
Rimrock
lo miró con fastidio y siguió bebiendo. Tom rió. Luego se puso de pie, se acercó a la charca y una vez allí puso una mano en el pescuezo del potro y la otra sobre su propia cara. Estuvo un rato así. Annie no pudo oír si hablaba pero advirtió que el caballo parecía estar escuchando. Y sin que Tom le hiciese ningún mimo, el animal volvió al agua y tras olfatearla con cautela bebió como si nada hubiera ocurrido. Tom regresó al tronco y observó que ella sonreía y sacudía la cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¿Cómo lo hace?

—¿El qué?

—Darle a entender que no pasa nada.

—Oh, él ya lo sabía. —Annie esperó a que prosiguiera—. A veces se pone un poco melodramático.

—¿Y usted cómo lo sabe?

Tom le dedicó la misma mirada divertida que el día en que ella le había hecho todas aquellas preguntas sobre su mujer y su hijo.

—Son cosas que se aprenden —respondió. Pero a juzgar por la expresión de Annie, Tom debió de pensar que se sentía como censurada, porque añadió con una sonrisa—: Es la única diferencia entre ver y mirar. Si uno mira lo suficiente y lo hace bien, acaba por ver cómo son las cosas. En su trabajo es igual. Usted sabe cuando un artículo es bueno para su revista porque ha invertido tiempo en conseguir saberlo.

Annie soltó una carcajada y dijo:

—Como esos campesinos de diseño, ¿verdad?

—Sí, exacto. A mí jamás se me habría ocurrido que eso es lo que la gente quiere leer.

—No lo es.

—Claro que sí. Es divertido.

—No, es una estupidez. —Lo dijo de manera tan brusca y concluyente que provocó un silencio entre los dos. Él la miraba y ella se templó y le dedicó una sonrisa de desaprobación—. Y por si fuera poco, es paternalista y falso.

—También se dicen cosas serias, creo yo.

—Oh sí. Pero ¿quién quiere leerlas?

Él se encogió de hombros. Annie dirigió la mirada hacia los caballos. Habían bebido hasta hartarse y ahora pacían en la hierba que crecía al borde del agua.

—Lo que usted hace es real —dijo ella.

De regreso, Annie le habló de los libros que había encontrado en la biblioteca pública sobre susurradores, brujería y todo eso, y él rió y dijo que también había leído algo sobre el particular y que naturalmente más de una vez había deseado ser brujo. Sabía quiénes eran Sullivan y J. S. Rarey.

—Algunos de ellos (Rarey no, él era un verdadero caballista) hacían cosas que parecían pura magia, pero de hecho eran pura crueldad. Ya sabe, cosas como meterle una perdigonada en la oreja al caballo para que el ruido lo paralizara de miedo y la gente dijese: «Caray, mira, ¡ha domado al caballo loco!» Lo que no sabían era que probablemente también lo había matado.

Tom dijo que muchas veces un caballo con problemas se ponía peor antes de mejorar y que había que dejarlo así, permitirle que fuera hasta las puertas del infierno si hacía falta. Ella no hizo ningún comentario porque sabía que no estaba refiriéndose a
Pilgrim
sino que hablaba de algo más grande que los implicaba a todos.

Annie sabía que Grace había hablado con Tom del accidente, no por él sino porque días atrás había pillado a su hija contándoselo por teléfono a Robert. Dejar que Annie se enterase de las cosas por otros para que de ese modo pudiera calibrar el verdadero alcance de su exclusión se había convertido en uno de los trucos preferidos de Grace. La noche de marras, Annie se encontraba en el piso de arriba después de darse un baño y escuchó por la puerta entornada… como Grace debía de saber, pues en ningún momento bajó la voz.

No había entrado en detalles, sólo le había dicho a su padre que recordaba más de lo que esperaba sobre lo sucedido y que se sentía mejor después de haber hablado de ello. Luego, Annie había hecho tiempo para que se lo contara a ella, aun sabiendo que eso no iba a pasar.

Había sentido cierta rabia hacia Tom, como si de alguna manera se hubiera inmiscuido en sus vidas. Al día siguiente se mostró lacónica con él.

—Parece que Grace le ha hablado del accidente, ¿no?

—Así es —respondió él como si tal cosa.

Y eso fue todo. No había duda de que Tom lo consideraba un asunto entre él y Grace, y cuando Annie superó su enfado lo respetó por ello y recordó que no era él quien había invadido sus vidas sino al revés.

Tom raramente le hablaba de Grace, y si lo hacía era sobre cosas puramente objetivas y que no suponían conflicto alguno, pero a nadie se le escapaba, y menos a él, cómo estaban las cosas entre madre e hija, y Annie lo sabía.

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