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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (35 page)

BOOK: El guardián invisible
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Miró a los hombres que tenía delante, sus rostros atentos a sus indicaciones, los rictus de preocupación, las miradas expectantes.

—Señores, formamos parte del equipo que debe dar caza, quizás, al asesino más complicado del que se ha tenido noticia en los últimos años; sé que está suponiendo un gran esfuerzo para todos, pero es ahora cuando debemos hacerlo. Tiene que haber algo que se nos ha escapado, un detalle, una pequeña pista. En este tipo de crímenes en los que el asesino llega a tener una relación tan íntima con la víctima, y no me refiero a sexo sino a toda la parafernalia que rodea la puesta en escena antes, durante y después de la muerte, es prácticamente imposible que no se haya dejado nada. Las mata, carga con los cuerpos hasta la margen del río, en ocasiones por lugares de dificilísimo acceso, y después las prepara, las coloca, como actrices de su obra. Demasiado trabajo, demasiado esfuerzo, una relación demasiado cercana con los cuerpos. Ya sabemos cómo es este trabajo, pero si no obtenemos nada en los próximos días el caso puede estancarse. Entre el miedo de la población y las patrullas que se han intensificado en todo el valle, es poco probable que vuelva a intentarlo hasta que las cosas se tranquilicen. Es cierto que el ritmo parece haberse acelerado, la diferencia de tiempo transcurrido entre los crímenes se ha ido acortando, sin embargo presiento que no nos encontramos ante un demente que ha entrado en barrena, creo que simplemente tuvo una oportunidad y actuó. No es tonto; si cree que corre riesgo se detendrá y volverá a su vida nada sospechosa. Así que nuestra única oportunidad reside en llevar una investigación impecable y en no dejarnos un solo detalle en el tintero.

Todos asintieron.

—Le cogeremos —dijo Zabalza.

—Le cogeremos —repitieron los demás.

Animar a los policías que formaban parte de la investigación era uno de los pasos que le habían enseñado en Quantico. Exigencia mezclada con aliento eran fundamentales cuando la investigación se prolongaba sin dar resultados positivos y los ánimos comenzaban a flaquear. Miró su reflejo, desdibujado como un fantasma en el ventanal de la sala de reuniones, ahora vacía, y se preguntó quién de todo el equipo estaba más desmoralizado. ¿A quién había dirigido realmente aquellas palabras, a sus hombres o a ella misma? Se dirigió a la puerta y cerró con pestillo; cogió su móvil justo en el instante en que empezaba a sonar.

James la mantuvo al teléfono durante cinco minutos en los que la interrogó sobre si había dormido, si había desayunado y si se encontraba bien. Mintió, le dijo que como había conducido Jonan había dormido todo el trayecto. La impaciencia por colgar debió de ser evidente para James, que le arrancó la promesa de estar en casa para la cena y, más preocupado que antes, al fin colgó, dejándole el peso en la conciencia de no haber tratado bien a la persona que más la amaba.

Buscó en la agenda. Aloisius Dupree. Consultó su reloj para calcular la hora que sería en el estado de Luisiana. En Elizondo eran las nueve y media, las dos y media en Nueva Orleans. Con un poco de suerte, y si el agente especial Dupree conservaba sus costumbres, aún no se habría acostado. Apretó la tecla de llamada y esperó. Antes de que sonara la segunda señal, la voz ronca del agente Dupree viajó hasta ella, trayendo todo el encanto sureño del que presumían en Luisiana.

—¡
Mon Dieu
!, ¿a qué debo este inesperado placer, inspectora Salazar?

—Hola, Aloisius —respondió ella, sonriendo sorprendida de que le alegrase tanto oír su voz.

—Hola, Amaia, ¿va todo bien?

—Pues no,
mon ami
, no va nada bien.

—Te escucho.

Habló incesantemente durante más de media hora tratando de resumir sin olvidar nada, exponiendo y descartando teorías en su relato. Cuando concluyó, el silencio en la línea le pareció tan absoluto que por un instante temió que la comunicación se hubiese cortado. Entonces oyó suspirar a Aloisius.

—Inspectora Salazar, seguramente eres la mejor investigadora que he conocido en mi vida, y conozco a muchos, y lo que te hace tan buena no es la exquisita aplicación de las técnicas policiales, lo hablamos muchas veces cuando estabas aquí, ¿recuerdas? Lo que te hace una investigadora excepcional, la razón por la que tu jefe te ha puesto al frente de esa investigación, es que posees el puro instinto de un rastreador, y eso,
mon amie
, es lo que distingue a los policías normales de los detectives excepcionales. Me has dado un montón de datos, has realizado un perfil del sujeto como lo haría cualquier investigador del FBI y has avanzado en la investigación paso a paso… Pero no te he oído decirme qué sientes en las tripas, inspectora, qué te dice el instinto, ¿cómo lo percibes? ¿Está cerca? ¿Está enfermo? ¿Tiene miedo? ¿Dónde vive? ¿Cómo se viste? ¿Qué come? ¿Cree en Dios? ¿Le funciona bien el intestino? ¿Tiene relaciones sexuales habituales? Y lo que es más importante, ¿cómo empezó todo esto? Si te parases a pensarlo podrías contestar a todas estas preguntas y a muchas más, pero primero debes dar respuesta a la más importante: ¿qué cojones está obstruyendo el canal de la investigación? Y no me digas que es ese policía celoso, porque tú estás por encima de todo eso, inspectora Salazar.

—Lo sé —dijo ella muy bajo.

—Recuerda lo que aprendiste en Quantico: si estás bloqueada, resetea, reinicia. A veces es la única manera de desbloquear un cerebro, da igual que sea humano o cibernético. Resetea, inspectora. Apaga y vuelve a encender, y comienza por el principio.

Cuando salió al pasillo alcanzó a ver la chaqueta de piel del inspector Montes, que se dirigía al ascensor. Se demoró unos instantes y cuando oyó las puertas del elevador cerrarse con su inconfundible siseo, entró en el despacho en el que trabajaba el subinspector Zabalza.

—¿Ha estado el inspector Montes aquí?

—Sí, acaba de irse, ¿quiere que intente alcanzarle? —dijo incorporándose.

—No, no es necesario. ¿Puede decirme de qué han hablado?

Zabalza se encogió de hombros.

—De nada en especial: del caso, las novedades, le he puesto al día de la reunión y poco más… Bueno, hemos comentado algo sobre el partido de ayer del Barcelona y el Real Madrid…

Ella le miraba fijamente y notó su inseguridad.

—¿He hecho mal? Montes forma parte del equipo, ¿verdad?

Amaia le miró en silencio. En su cabeza seguía resonando la voz del agente especial Aloisius Dupree.

—No, no se preocupe, todo está bien…

Mientras bajaba en el ascensor, donde aún flotaban las notas más sugerentes del perfume de Montes, pensó hasta qué punto su afirmación era mentira: sí que había que preocuparse, porque nada estaba bien.

36

La fina lluvia caída durante horas había empapado el valle de un modo tal que parecía imposible que alguna vez se secase. Todas las superficies aparecían mojadas y brillantes, a la vez que un sol incierto se filtraba a través de las nubes arrancando jirones vaporosos de las copas de los árboles desnudos. En su cabeza aún perduraba la pregunta del agente Dupree: ¿qué está obstruyendo el canal de la investigación? Como siempre, la brillantez de aquella mente prodigiosa le abrumó; no en vano, y a pesar de sus extravagantes métodos, era uno de los mejores analistas del FBI. En apenas treinta minutos de conversación telefónica, Aloisius Dupree había diseccionado el caso, y a ella, y con la pericia de un cirujano había señalado el problema con la misma seguridad con la que se clava una chincheta sobre un mapa. Aquí. Y lo cierto es que ella lo sabía también, lo sabía antes de marcar el número de Dupree, lo sabía antes de que él contestase desde las orillas del Misisipi. Sí, agente especial Dupree, había algo que obstruía el canal de la investigación, pero no estaba segura de querer mirar al punto que señalaba la chincheta.

Entró en su coche, cerró la puerta, pero no arrancó el motor. El interior estaba frío y los cristales, perlados de microscópicas gotas de lluvia que contribuían a crear un ambiente húmedo y melancólico.

—Lo que obstruye el canal —susurró para sí Amaia.

Una inmensa furia creció en su interior subiendo por su estómago como la bocanada ardiente de un incendio, y acompañándola un temor más allá de toda lógica la impulsó de pronto a huir, a escapar de todo aquello, de ir hacia alguna parte, a un lugar donde pudiera sentirse a salvo, donde el peligro no la atenazase como ahora. El mal ya no la acechaba, el mal la acosaba con su presencia hostil, envolviendo su cuerpo como niebla, respirando en su nuca y burlándose del terror que le provocaba. Percibía su presencia vigilante, silenciosa e inevitable, como se perciben la enfermedad y la muerte. Las alarmas atronaban en su interior pidiéndole que huyera, que se pusiera a salvo, y ella quería hacerlo, pero no sabía adónde ir. Apoyó la cabeza en el volante y permaneció así unos minutos, sintiendo el temor y la ira apoderarse de su ser. Unos golpes en el cristal la sobresaltaron. Fue a bajar la ventanilla pero se dio cuenta de que aún no había arrancado el motor. Abrió la puerta y una joven policía uniformada se inclinó para hablarle.

—¿Se encuentra bien, inspectora?

—Sí, perfectamente, es sólo cansancio. Ya sabe.

Ella asintió como si supiera de qué hablaba y añadió:

—Si está muy cansada quizá no debería conducir. ¿Quiere que busque a alguien que la lleve a casa?

—No será necesario —dijo intentando parecer más espabilada—. Gracias.

Arrancó el motor y salió del aparcamiento bajo la mirada vigilante de la policía. Condujo un buen rato por Elizondo. Calle Santiago, Francisco Joaquín Iriarte hasta el mercado, Giltxaurdi hacia Menditurri, vuelta a Santiago, Alduides hasta el cementerio. Detuvo el coche en la entrada y desde el interior observó a una pareja de caballos del caserío adyacente que habían venido hasta el extremo del campo y asomaban sus imponentes cabezas sobre la carretera.

La puerta de hierro encuadrada en su marco de piedra aparecía cerrada, como siempre, aunque mientras estaba allí un hombre salió del camposanto llevando en una mano un paraguas abierto, a pesar de que ahora no llovía, y en la otra un paquete firmemente envuelto. Pensó en esa costumbre propia de los hombres del campo y los del mar de no llevar jamás bolsas, de hacer firmes atados con lo que sea que han de llevar, ropa, herramientas, el almuerzo. Lo envolvían apretándolo en un hatillo firme y compacto que envolvían con un trapo, o con su propia ropa de trabajo, y después lo ataban con cordel haciendo imposible identificar lo que portaban en su interior. El hombre echó a andar por la carretera hacia Elizondo y ella miró nuevamente la puerta del cementerio, que no había quedado encajada del todo. Bajó del coche, se acercó hasta la verja y la aseguró mientras dedicaba una breve mirada al interior del pueblo de los muertos. Subió a su coche y arrancó.

No estaba allí lo que buscaba.

Una mezcla de enfado, tristeza e ira se agolpaban en su interior, haciendo latir tan fuerte su corazón que el aire del interior del vehículo se le antojó de pronto escaso para alimentar la necesidad de su pecho. Bajó las ventanillas y condujo así, suspirando confusa y salpicando el interior del coche con las gotas que llevaba adheridas por fuera. El sonido del teléfono, que reposaba en el asiento del copiloto, interrumpió un hilo de pensamientos oscuros. Lo miró molesta y redujo un poco la velocidad antes de cogerlo. Era James. «Joderames. «, ¿es que no vais a dejarme un minuto de paz?», dijo sin descolgar. Silenció la llamada, furiosa ahora con él, y lanzó el aparato al asiento trasero. Se sintió tan enfadada con James que lo habría abofeteado. ¿Por qué todo el mundo se creía tan listo? ¿Por qué todos creían saber lo que ella necesitaba? La tía, Ros, James, Dupree y aquella poli de la puerta.

—Idos a tomar por culo —susurró—. Idos todos a la mierda y dejadme en paz.

Condujo hacia el monte. La sinuosa carretera le hizo prestar atención a la conducción, contribuyendo poco a poco a que sus nervios se relajaran. Recordaba que años atrás, cuando estaba estudiando y la presión de las pruebas y exámenes conseguía alterarla hasta el punto de que era incapaz de recordar ni una palabra, tomó la costumbre de salir a conducir a las afueras de Pamplona. A veces iba hasta Javier, o hasta Eunate, y cuando regresaba los nervios se habían esfumado y podía ponerse a estudiar de nuevo.

Reconoció la zona en la que se había entrevistado con los guardabosques, penetró en la pista forestal, condujo un par de kilómetros más, sorteando los charcos que se habían formado con la lluvia de los últimos días y que se mantenían como pequeñas lagunas en aquel terreno arcilloso. Detuvo el coche en una zona libre de barro, bajó y cerró de un portazo al oír sonar de nuevo el móvil.

Caminó unos metros por la pista, pero la suela plana de sus zapatos se pegaba a la fina capa de barro dificultando sus pasos. Frotó las suelas contra la hierba y, sintiéndose cada vez peor, penetró en el bosque como atraída por una llamada mística. La lluvia de las primeras horas del día no había penetrado en la densa arboleda, y bajo las copas de los árboles el suelo se veía seco y limpio, como si estuviese recién barrido por las lamias del monte, aquellas hadas del bosque y del río que cuidaban de sus cabellos con peines de oro y plata, que dormían durante el día enterradas bajo tierra y sólo salían al atardecer, para intentar seducir a los viajeros. Premiaban a los hombres que yacían con ellas o castigaban a los que intentaban robar sus peines provocándoles horribles deformaciones.

Al penetrar en la bóveda formada por las copas de los árboles tuvo la misma sensación que al entrar en una catedral, el mismo recogimiento, y sintió la presencia de Dios. Elevó los ojos aturdida mientras sentía la ira abandonar su cuerpo como una hemorragia feroz que a la vez la dejaba sin mal y sin fuerza. Rompió a llorar. Las primeras lágrimas brotaron arrasando su rostro, fieros sollozos que desde lo más profundo de su alma debilitaban su cuerpo haciéndole perder el equilibrio. Se abrazó a un árbol como un druida enloquecido, como quizá lo hicieron sus antepasados, y lloró contra la corteza mojando con sus lágrimas al árbol. Vencida, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo sin soltarse de su abrazo. El llanto fue cediendo y se quedó así, desolada, sintiendo que su alma era una casa en el acantilado, en la que unos dueños despreocupados habían dejado puertas y ventanas abiertas a la tormenta, y ahora una furia impía estaba barriendo su interior, arrasándolo por completo, haciendo desaparecer cualquier vestigio del orden con que ella había pertrechado su interior. La ira era lo único, crecía en los rincones oscuros de su alma ocupando los espacios que la desolación había dejado vacíos. La ira no tenía objeto, no tenía nombre, era ciega y sorda, y la sintió crecer por dentro tomando posesión como un incendio avivado por el viento.

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