El Fuego (67 page)

Read El Fuego Online

Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
6.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Así que ahora, manos a la obra: a trabajar —añadió—. Y ojalá que tengamos suerte.

Me agarró la mano y la colocó en el tablero. A continuación, sin apartar su mano de la mía, deslizó la punta de mi dedo bajo la del suyo hasta que oí un chasquido. Levantó mi mano del tablero, un trozo de cuya superficie se había abierto. En el interior había una sola hoja de papel en un envoltorio de plástico. Vartan la sacó y me la dio para que ambos pudiésemos examinarla.

Era un dibujo diminuto de un tablero de ajedrez. Vi que muchos de los peones y las figuras estaban conectados con pequeñas líneas que luego continuaban hasta el borde de la hoja, donde una serie de números distintos estaban escritos encima de cada línea. Los conté y vi que había veintiséis líneas en total: el número exacto de piezas que Lily nos había dicho que mi madre había conseguido reunir en la última partida del juego. Algunas de ellas parecían estar agrupadas en conjuntos, como series de palos.

—Esos números —dijo Vartan— deben de corresponder a alguna clase de coordenadas geodésicas, puede que el área de un mapa donde han sido escondidas cada una de las piezas. Así que sólo puede haber dos opciones: o bien tu padre no era el único que conocía esta información, o tomó la decisión de anotarla por escrito a pesar del riesgo. —A continuación añadió—: Pero unos números como estos no podrían proporcionarnos más que una idea general, y no su ubicación exacta.

—Salvo por esto de aquí tal vez —dije, porque acababa de advertir algo—. Mira, hay un asterisco aquí, junto a los números.

Seguimos el recorrido de aquella línea hacia atrás, hacia la ilustración del tablero para ver con qué pieza podían estar conectadas aquellas coordenadas.

La línea conducía a la Reina Negra.

Vartan volvió la hoja; en el reverso había un pequeño mapa de un lugar que me resultaba completamente familiar, con una flechita abajo, señalando hacia el norte, que parecía indicar «Empezad desde aquí». Para entonces el corazón ya me latía con tanta fuerza en los oídos que el ruido era ensordecedor. Agarré a Vartan del brazo.

—¿Quieres decir que reconoces dónde está ese lugar? —preguntó Vartan.

—Está aquí mismo, en Washington —le dije, tragando saliva con gran esfuerzo—. Y teniendo en cuenta a qué pieza señalaba la línea en el reverso, ¡tiene que ser justo ahí, aquí mismo, dentro de la propia ciudad, donde mi madre escondió la verdadera Reina Negra!

De pronto, desde el otro lado de la habitación, una voz familiar dijo:

—No he podido evitar oír vuestra conversación, querida.

El vello de la nuca se me erizó.

Vartan se había puesto en pie de un salto, agarrando todavía

con fuerza el dibujo del tablero en sus manos.

—¿Se puede saber quién diablos es ese? —me dijo entre dientes.

En el umbral de la puerta, para mi consternación y horror, estaba mi jefe, Rodolfo Boujaron.

—No, no, por favor —dijo Rodo—, sentaos otra vez, por favor. No era mi intención molestaros ahora que parecíais a punto de acabar de cenar.

Sin embargo, entró en la habitación de todos modos y le tendió la mano a Vartan.

—Me llamo Boujaron —se presentó—, el jefe de Alexandra.

Vartan había depositado el mapa disimuladamente en mi regazo antes de dar un paso al frente y estrechar la mano de Rodo.

—Vartan Azov —dijo—, un amigo de Alexandra de la infancia.

—Bueno, pero a estas alturas seguro que eres mucho más que eso —señaló Rodo—. Te recuerdo que he escuchado toda vuestra conversación. No pretendía invadir vuestra intimidad, pero me temo, Alexandra, que te dejaste el móvil entre los cojines del sofá (sin querer, por supuesto) la última vez que estuviste aquí. Galen, nuestros compatriotas y yo sólo lo estábamos utilizando para vigilar a aquellos que pudieran entrar en tu apartamento buscando algo en tu ausencia. Verás, la verdad es que sólo tu madre sabía dónde había escondido su lista, y sólo confiaba en ti para que descubrieras dónde estaba. Pero con esa manía tuya de ir de acá para allá estos últimos días, dando tumbos como una pelota de petanca… bueno, pues la verdad es que teníamos que asegurarnos. Toda precaución es poca en estos tiempos tan difíciles. Estoy seguro de que los dos estaréis de acuerdo conmigo.

Se dirigió al sofá y sacó el teléfono de entre los cojines, donde Nim lo había dejado, abrió la ventana y lo arrojó al agua del canal que discurría debajo.

Así que habían vuelto a dejarme compuesta y sin teléfono. Pero ¿cómo podía ser tan tonta? Me dieron náuseas al pensar en todo lo que debía de haber oído ya, y en especial, esos momentos íntimos entre Vartan y yo.

Sin embargo, a aquellas alturas supuse que sería absurdo que me hiciese la tonta y la inocente y le dijese: «¿Lista? ¿Qué lista?», de modo que en vez de eso, opté por preguntar:

—¿Por qué hablas en plural? ¿Quiénes son esos «compatriotas» de los que hablas?

—Los hombres de
Euskal Herria
—contestó Rodo, sentándose a la mesa y haciéndonos señas para que hiciésemos lo mismo—. Les gusta ponerse boinas y fajines rojos y fingir que son vascos, aunque resulta que, con el entrenamiento adecuado, los derviches profesionales también pueden dar esos saltos en el aire propios de la
ezpata-dantza
.

Se había sacado una petaca de un bolsillo y extrajo unos vasos pequeños del otro.

—Aguardiente de cerezas vasco. —Llenó los vasos y luego nos los ofreció—. A continuación, añadió—: Os gustará.

Estaba más que lista para tomarme un buen trago, así que probé el aguardiente. Estaba buenísimo, ácido y afrutado, y me recorrió la garganta como fuego líquido.

—¿La brigada vasca son en realidad derviches? —pregunté, aunque ya empezaba a captar el mensaje.

—Los
sufíes
llevan esperando mucho, mucho tiempo, desde la época de al-Jabir —contestó Rodo—. Mi gente en los Pirineos lleva trabajando con ellos más de mil doscientos años. ¿Te acuerdas de ese lema que hay encima de la puerta de mi cocina sobre las matemáticas vascas, el de 4+3=1? Bien, pues resulta que esos números también suman ocho, un juego que tu madre conoce muy bien. Cuando hace diez años Galen le contó la verdad sobre la muerte de tu padre y la escisión que esta creó en el equipo blanco, ella acudió directamente a mí.

—¿Escisión? —repitió Vartan—. ¿Se refiere a la que creó Rosemary Livingston?

—En cierto sentido fue ella quien la desencadenó —nos explicó Rodo—. Cuando murió su padre, ella sólo era una niña. La primera vez que Rosemary, de pequeña, vio a tu madre, parece ser que Cat le regaló una pequeña reina blanca de plástico de un juego de ajedrez magnético, cosa que despistó a su padre, al-Marad, pues creyó que Cat era una jugadora del equipo blanco, aunque no tardó en salir de su engaño. Desde el momento en que tú también empezaste a jugar al ajedrez, y aunque Rosemary nunca llegó a estar segura del todo acerca de qué papel ibas a desempeñar, esta empezó a moverse como un animal depredador cercando a su presa. Todavía era muy joven para ser una jugadora tan implacable, aunque nadie sabía cuan implacable podía llegar a ser.

»Cuando Galen March, junto con Tatiana Solarin, su propia descendiente y a la que había rescatado, se dieron cuenta de que la única manera de reunir todas las piezas, al menos en la forma en que originalmente pretendía reunirías al-Jabir, era juntando a todos los jugadores, supieron que su mejor baza para conseguirlo era traer al hijo de Tatiana, Alexander, y a través de él a la esposa de este, Cat, de vuelta al juego. Taras Petrosián era el instrumento mediante el cual ejecutaron su plan. Una vez supieron que una última partida de ajedrez iba a tener lugar en Zagorsk, llevaron allí la Reina Negra para exhibirla. Nadie se dio cuenta de que esa era precisamente la oportunidad que Rosemary y Basil andaban buscando: lograron volver las tornas, ordenaron disparar a Solarin antes de que pudiera marcharse con aquella información y se quedaron con la Reina Negra para ellos.

—Entonces —intervino Varían—, ¿está diciendo que mi padrastro, Petrosián, no estaba implicado en los planes de los Livingston?

—Es difícil saberlo —respondió Rodo—. Lo que sí sabemos es que ayudó a salvar la vida del padre de Alexandra sacándolo de allí. Pero Petrosián se vio obligado a salir de Rusia poco después, aunque, en todo caso, parece ser que Livingston siguió financiando al menos uno de sus torneos de ajedrez en Londres.

—Entonces —le pregunté yo a Rodo—, si los Livingston robaron la Reina Negra en Zagorsk, ¿dónde la han tenido escondida todo este tiempo? ¿Cómo logró hacerse con ella Petrosián para que pudiera llegar a manos de mi madre?

—Galen March se la pasó clandestinamente a Petrosián para que este se la enviara a tu madre —dijo Rodo—. Por eso es por lo que tu madre organizó su fiesta de cumpleaños en Colorado en cuanto se enteró de que habían matado a Petrosián. Estaba desesperada, tenía que alejar como fuese a todos los jugadores del lugar donde se hallaba escondida la pieza en ese momento hasta que pudiese ponerse en contacto contigo de algún modo. Pero ¿y aquel ejemplar de
The Washington Post
que te dejé en la puerta hace una semana? Tu madre quería que te alertásemos, pero sin llamar demasiado la atención, de cuándo había sido invadida la ciudad de Bagdad. Estaba segura de que tú misma establecerías la relación. Sin embargo, luego, cuando escuchamos tu conversación con tu tío, nos dimos cuenta de que habíamos pasado por alto algo que se mencionaba allí, en el artículo: el grupo de diplomáticos rusos que había sido bombardeado cuando salía de Bagdad. Los Livingston sabían que habían sido traicionados por alguien, pero no sabían quién. Galen y yo hicimos copias del periódico para enviarlas a todos cuantos necesitasen aquella importantísima información…

Hizo una pausa, pues se dio cuenta de que para entonces yo ya había averiguado la respuesta a la mayoría de mis preguntas.

—¡Pues claro! —exclamé—. ¡Rosemary escondió la Reina Negra en Bagdad! ¡Esa sala secreta en el aeropuerto de Bagdad! ¡Los contactos rusos de Basil! Su fiesta del lunes aquí, en Sutaldea, con todos esos magnates del petróleo… Debieron de organizarla en el mismo momento en que descubrieron que la Reina había desaparecido de Bagdad, que Galen podía habérsela llevado, que tal vez estuviera ya en manos de mi madre. —Pero no tuve más remedio que echarme a reír por lo que pensé a continuación—: Me imagino a Rosemary dando un cambio de sentido bastante acelerado de aquí a Colorado y vuelta otra vez si creía que mi madre iba a pasarme a mí, de algún modo, en alguna parte, otra de las piezas de ajedrez.

Pero entonces vi con una claridad meridiana el verdadero significado de todo aquello.

—Si Rosemary ordenó matar a mi padre en Zagorsk para poder hacerse con la Reina e impedirle a él transmitir la información sobre la existencia de esa pieza a alguien —dije—y si diez años más tarde, una vez supo de la traición de Petrosián, ordenó matarlo por la misma razón, para impedir que le contase a nadie en el torneo de ajedrez adonde había enviado la Reina hasta que ella misma pudiese llegar a ese destino…

Miré a Vartan. Por lo sombrío de su expresión y por el hecho de que ambos sabíamos qué partes del rompecabezas obraban en mi poder, el dibujo del tablero y la ubicación de las piezas, empezando por la Reina Negra, seguramente no era necesario que pronunciase en voz alta lo obvio.

«Yo soy la siguiente.»

Rodo me ahorró tener que decirlo en voz alta de todos modos.

—Estás a salvo por el momento —dijo con calma, sirviéndonos otro trago de aguardiente, como si cualquier peligro estuviese lejos de aquella habitación y fuese cosa del pasado—. En cuanto la bromista de tu amiga Nokomis nos encerró a los cuatro en aquella suite del hotel, Nim se dirigió a la puerta, con el teléfono en ristre, para marcar el número de los de seguridad y tratar de abrir la cerradura por la fuerza, cuando Galen March lo disuadió de hacer ambas cosas asiéndolo por el brazo. Fue entonces cuando Galen nos lo dijo.

—¿Cuando les dijo el qué? —quiso saber Vartan.

—Que todo esto había sido planeado por la madre de Alexandra —continuó Rodo—. Ya había dicho que Key era la nueva Reina Blanca. Dijo que aquella era, como suele decirse, una partida completamente nueva pero con reglas del todo distintas. Que Alexandra tenía un dibujo del tablero y que no tardaría en conocer también la ubicación de las piezas.

—¿Que dijo qué? —exclamé, dando un respingo, mientras por el rabillo del ojo veía estremecerse a Vartan.

¡Aquello era peor que la peor de mis pesadillas! El señor Galen March, alias Emperador del Sacro Imperio Romano de Occidente, me había estado tomando soberanamente el pelo. Pero ahí no acababa todo, ni mucho menos. Empecé a darle a la cabeza una y otra vez para reconstruir el contexto dentro de aquella habitación en el Four Seasons, en el instante en que la habíamos abandonado: mi tío Slava, Galen y Rodo…

Y Sage Livingston.

Sage Livingston, allí, sentadita y toqueteando su pulsera de diamantes.

—¡La pulsera de Sage ha estado pinchada todo el tiempo! —exclamé, dirigiéndome a Rodo.


Mais bien sûr
—repuso él, con su incombustible
sangfroid
—. ¿Cómo si no iba a haberte protegido tu madre todos estos años? ¿Cómo habría comunicado lo que quería que creyeran los Livingston, sin la ayuda involuntaria de Sage?

—¿Su ayuda involuntaria, dices? —repetí.

Estaba absolutamente horrorizada. La madre de Sage la había presionado para que se hiciese amiga mía, y mi propia madre la había utilizado, entre otras muchas cosas, para cerrar el trato inmobiliario que había trasladado a Galen March al centro del tablero en Colorado. Y ¿qué había querido decir Rodo con lo de «todos estos años»? ¿Acaso llevaba ya Sage aquella raqueta de Mata Hari en la escuela de primaria?

Other books

Discourses and Selected Writings by Epictetus, Robert Dobbin
The 8th Circle by Sarah Cain
The Cabal by Hagberg, David
Undead and Unemployed by MaryJanice Davidson
Love Me for Me by Jenny Hale
Finders and Keepers by Catrin Collier
The Kitchen Readings by Michael Cleverly