Charlot hizo una señal a Shahin, quien separó ampliamente las piernas y juntó las manos a modo de estribo para que el primero se encaramase a ellas. Charlot trepó a los hombros de Shahin y trató de mantener el equilibrio al tiempo que extendía el brazo y trataba de alcanzar el centro de la lámpara. Rozó la pieza con los dedos, pero no conseguía asirla. Hizo una seña a Kauri y extendió la mano. El joven trepó por los cuerpos de ambos hombres y volvió a colgarse de la primera hilera de platillos de aceite, hasta colocarse por encima de donde se hallaba el trebejo. Introdujo el brazo en el centro de la lámpara y empujó hacia abajo el pedazo de carbón, que se movió e inició su intermitente descenso hacia la mano extendida de Charlot.
En ese preciso instante, una sonora campanada semejante al sonido de un gong quebró el silencio de la inmensa sala. Parecía proceder de algún lugar de arriba, hacia la entrada. Charlot se estremeció y retiró la mano un momento para recobrar el equilibrio… cuando de repente todo se puso del revés. Kauri había tratado de atrapar el pedazo de carbón desde arriba intentando detener su descenso, pero no lo había conseguido. Shahin se tambaleó bajo el peso en extremo inestable, Charlot se cayó de los hombros de este hasta el suelo y se fue rodando a un lado justo cuando el pesado trozo de carbón se estrellaba con gran estrépito, como un meteorito, contra el suelo alfombrado de mármol, desde tres metros de altura.
Charlot se levantó y, presa del pánico, corrió a recoger la pieza mientras las ensordecedoras campanadas seguían retumbando en las columnas marmóreas, con un eco amplificado por la acústica de las cúpulas huecas. Kauri se columpió en la hilera inferior de la lámpara balanceante y se arrojó al suelo bajo una lluvia de aceite caliente. Los tres juntos se disponían a emprender la huida…
Cuando de repente, el ruido cesó.
La estancia volvió a quedar sumida en un silencio sobrecogedor.
Charlot miró el rostro atónito de sus compañeros y entonces lo comprendió, y se echó a reír pese al peligro que aún seguía suspendido en el aire, cercándolos.
—Han sido doce campanadas, ¿verdad? —dijo en un susurro—. Eso sería medianoche. ¡Me había olvidado del
muwaqqit
y su puñetero reloj francés de péndulo!
Tras la primera oración de la mañana, Charlot y sus compañeros, confundiéndose con el resto de los fieles, atravesaron las puertas del patio en dirección a las calles de Fez.
Ya había amanecido, y el sol lucía como un disco de filigrana a través del velo plateado de niebla que empezaba a dispersarse. Para llegar a la puerta más cercana de la ciudad amurallada debían atravesar primero la medina, que ya bullía con el trasiego de los mercaderes de legumbres y viandas, el aire impregnado del denso y exótico aroma a agua de rosas y almendras, sándalo, azafrán y ámbar. El mayor y el más intrincado barrio comercial de Marruecos, la medina de Fez, era un confuso laberinto donde, tal como sabía todo el mundo, era muy fácil perderse.
Sin embargo, Charlot no empezaría a sentirse seguro con el preciado trebejo oculto en la bolsa que llevaba bajo la chilaba basta pisar el otro lado de los muros que aprisionaban la ciudad, paredes que se alzaban imponentes alrededor de los tres hombres como las murallas de una fortaleza medieval. Tenía que salir de allí, al menos el tiempo suficiente para dejar de contener el aliento y poder respirar tranquilo. Además, sabía que debían encontrar un lugar adecuado para esconder la pieza de ajedrez algún tiempo, al menos hasta que diesen con alguna pista sobre el paradero de la muchacha que acaso fuese la clave del misterio.
En el interior de la medina, no demasiado lejos de la mezquita, se hallaba la famosa madrasa al-Attarin, de quinientos años de antigüedad, uno de los centros religiosos más bellos del mundo, con sus puertas de madera de cedro tallada y sus enrejados, las paredes revestidas de azulejos de vivos colores y caligrafía dorada. Mulay ad-Darqawi les había contado que desde el tejado de la madraza, que estaba abierto al público, se veía una vista magnífica de la totalidad de la medina, lo cual les permitiría trazar su ruta de salida y, lo que era aún más importante, Charlot sentía que algo lo atraía hacia aquel lugar. Algo lo aguardaba allí dentro… aunque no podía ver lo que era.
Una vez arriba, junto a sus compañeros, Charlot contempló la medina, tratando de orientarse. A sus pies se desplegaba el dédalo de callejuelas estrechas entreveradas con tiendas y zocos, casas de color beis con jardincillos, fuentes y árboles. Pero justo debajo de donde ellos estaban, justo allí abajo, en el zoco de al-Attarin, a los pies de los muros de la madrasa, Charlot vio algo asombroso. Lo vio con su don. La visión que había estado esperando, la visión que bloqueaba todas las demás.
Cuando acertó a comprender lo que era, se le heló la sangre en las venas: era un mercado de esclavos.
Nunca había visto nada parecido en toda su vida, y sin embargo, ¿cómo podía equivocarse? A sus pies había centenares de mujeres encerradas en rediles vallados como animales en un corral, encadenadas las unas a las otras mediante grilletes en los pies. Permanecían de pie inmóviles, con la cabeza agachada, todas con la mirada clavada en el suelo como si les diera vergüenza mirar a la tarima a la que se dirigían, la plataforma sobre la que los comerciantes exhibían su mercancía.
Sin embargo, una de ellas levantó la vista. Lo miró directamente a él, además, con aquellos ojos plateados, como si esperara encontrarlo allí.
No era más que una chiquilla, pero su belleza era arrebatadora. Sin embargo, había algo más, y es que Charlot comprendió en ese momento la razón por la que había perdido la memoria. Supo que, aunque le costase su propia vida, aunque costase el juego mismo, tenía que salvarla a toda costa, tenía que rescatarla de aquel pozo de injusticia. Al fin lo entendió todo: supo quién era ella y lo que debía hacer él.
Kauri sujetó a Charlot del brazo con fuerza.
—¡Dios mío! ¡Es ella! —exclamó, con la voz trémula de emoción—. ¡Es Haidée!
—Lo sé —contestó Charlot.
—¡Tenemos que rescatarla! —lo apremió Kauri, sin soltarle el brazo.
—Lo sé —repitió Charlot.
Pero cuando Charlot sumergió su mirada en los ojos de la joven, incapaz de apartarla de ella, descubrió algo más, algo que no podía compartir con nadie, al menos hasta que comprendiese exactamente qué podía significar todo aquello.
Descubrió que era la propia Haidée quien había bloqueado su don de la clarividencia.
Tras consultarlo brevemente con Shahin en lo alto de la cubierta, habían urdido su plan, el más sencillo posible dado el escaso margen de tiempo del que disponían, y aun así estaría plagado de dificultades y peligro.
Sabían que les resultaría imposible secuestrar o abrir una vía de escape para la muchacha en medio de semejante muchedumbre de gente. Acordaron que Shahin se adelantaría a buscar los caballos que los llevarían lejos de Fez mientras Charlot y Kauri, haciéndose pasar por un rico comerciante francés de esclavos de Jas colonias y su sirviente, comprarían a Haidée por el precio que fuese y acudirían a su encuentro en el extremo oeste de la medina, una zona aislada no muy lejos de la puerta noroccidental, un lugar donde la salida del grupo de la ciudad podría pasar más inadvertida.
Cuando Kauri y Charlot bajaban hacia la multitud de compradores que esperaban la primera tanda de esclavos para su subasta, Charlot sintió cómo se iban apoderando de él una tensión y un miedo cada vez más intensos. Al deslizarse entre la densa masa de hombres, su visión de los corrales humanos se vio interrumpida temporalmente, pero no le hacía falta ver el rostro de los allí retenidos como reses de ganado aguardando ser llevadas al matadero para oler el profundo miedo que sentían.
Su propio miedo no era menos aterrador. Habían empezado subastando a los niños. A medida que cada lote de chiquillos era conducido del redil a lo alto de la tarima de subastas, en grupos de cincuenta, los subastadores los despojaban de sus ropas, les examinaban el pelo, la orejas, los ojos, la nariz y los dientes y a continuación establecían un precio de salida para cada uno de ellos. Vendían a los niños más pequeños en lotes de diez o de veinte, y a los lactantes los subastaban junto con sus madres… para sin duda revenderlos luego, una vez destetados.
La creciente repulsión y el horror extremo que sentía Charlot eran casi insoportables, pero sabía que debía mantener aquellas emociones bajo control hasta que lograse localizar con exactitud a Haidée. Miró a Kauri y luego señaló con la cabeza hacia un hombre vestido con un caftán a rayas que estaba de pie junto a ellos, entre la multitud.
—Señor —se dirigió a él Kauri, hablándole en árabe—, mi amo es un comerciante de una prominente plantación de azúcar en el Nuevo Mundo. Precisamos mujeres en nuestras colonias, tanto para los esclavos como para los colonos sin hijos. Mi amo ha venido hasta aquí con la intención de obtener hembras de calidad para la reproducción, pero no estamos familiarizados con las costumbres en las subastas de estas partes del mundo. ¿Seríais vos tan amable como para informarnos sobre cuál suele ser el procedimiento? Lo cierto es que nos han llegado rumores de que en la subasta de hoy podría haber mercancía de gran calidad, tanto de oro negro como de oro blanco.
—Vuestras fuentes os han informado correctamente —contestó su interlocutor, a todas luces orgulloso de saber algo que aquellos forasteros ignoraban—. Los lotes de hoy proceden directamente del personal del palacio del recién fallecido sultán
Mulay Sulimán, lo mejor de lo mejor. Y sí, tanto las costumbres como los precios aquí son muy distintos de los de otros mercados de esclavos, incluso del de Marrakech, el mayor mercado de esclavos de todo Marruecos, donde se venden cinco o seis mil humanos todos los años.
—¿Distintos? ¿Cómo? —inquirió Charlot, percibiendo cómo la ira que sentía ante la falta de sensibilidad de aquel hombre empezaba a devolverle parte de sus fuerzas.
—En el comercio occidental, como en Marrakech —contestó el hombre—, veréis que los hombres sanos y fuertes son los más solicitados para su envío a las plantaciones como la vuestra en las colonias europeas, mientras que para las exportaciones a Oriente, son los jóvenes eunucos los que alcanzan los precios más altos, pues son tan preciados como las concubinas por los turcos otomanos acaudalados. Sin embargo, aquí en Fez, por los chicos de entre cinco y diez años no se pagan más de doscientos o trescientos dinares por cada uno, mientras que las muchachas de esa misma edad valen más del doble de eso. Y una niña que ya esté en la edad de procrear, si es hermosa, pubescente y todavía virgen, puede llegar a alcanzar un valor de hasta mil quinientos dinares, más de mil
livres
francesas. Puesto que estas muchachas son las más exquisitas y las más solicitadas por estos pagos, si disonéis del dinero no habréis de esperar demasiado. Siempre las subastan al principio, justo después de los niños.
Dieron las gracias al hombre por su información. Charlot, desesperado al oír esas palabras, había agarrado a Kauri por el nombro y en ese momento empezó a hacerlo avanzar a empellones hasta las primeras filas de la multitud reunida para poder ver mejor la tarima donde tenían lugar las subastas.
—¿Cómo vamos a conseguirlo? —le susurró Kauri a Charlot, pues era evidente que ya no estaban a tiempo de reunir semejante suma de dinero, aun sabiendo cómo.
Cuando llegaron a la cabecera de la masa de gente, Charlot respondió en voz baja:
—Hay una manera.
Kauri lo miró con los ojos abiertos como platos, con gesto inquisitivo. Sí, en realidad sí había una manera, tal como sabían ambos, de conseguir una suma tan elevada de dinero de forma rápida, a pesar de lo que semejante decisión pudiese llegar a costarles. Pero ¿acaso tenían elección?
No había tiempo para pensar otras posibles soluciones. Casi como si la mano del destino lo hubiese asido súbitamente, Charlot notó que el terror le atenazaba la espina dorsal. Volvió a mirar a la tarima y sintió cómo le daba un vuelco el corazón al reconocer la figura esbelta de Haidée, su desnudez cubierta únicamente por su larga y abundante melena suelta, subiendo a la plataforma con un grupo de otras muchachas, encadenadas unas a otras mediante grilletes plateados sujetos a la muñeca izquierda y el tobillo de cada una de ellas.
Mientras Kauri montaba guardia para protegerlo de las miradas de cuantos los rodeaban, Charlot hurgó en el interior de su túnica como si únicamente se estuviese despojando de la chilaba externa, pero en realidad metió una mano en el interior del caftán y extrajo la Reina Negra de su funda de cuero para examinarla. Sacó su afilado
bousaadi
, arañó con él parte del carbón que cubría el trebejo y a continuación, del oro puro y dúctil, arrancó con el cuchillo una única y valiosísima piedra. Atrapó la gema con la mano, una esmeralda del tamaño de un huevo de codorniz. Devolvió la Reina Negra a su funda, se desató la bolsa de la cintura, volvió a ponerse la chilaba y le pasó la bolsa a Kauri.