El Fuego (47 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Planté un billete de diez dólares sobre el mostrador para pagar las fotocopias, cogí la bolsa de plástico y la mochila, y le lancé un beso a Stuart de camino hacia la puerta de salida.

Una vez en la calle, Nim cogió la mochila con expresión preocupada.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó, mientras volvíamos a intentar abrirnos camino entre el gentío.

—¡Caray! Si tú supieras… —exclamé—. Terminemos esto primero y luego te pongo al corriente.

Sin más, fuimos a pie hasta la oficina de correos que había al doblar la esquina, a un par de manzanas de allí, y subimos los empinados escalones de piedra. Nim me proporcionó el bloqueo defensivo que necesitaba mientras yo me colaba detrás de un mostrador, enrollaba el resto del alijo para meterlo en los cilindros, los cerraba con la cinta adhesiva que Nim había comprado y escribía las etiquetas: una para la tía Lily, una para Nokomis Key y otra para los apartados de correos de Nim y de mi madre. El que contenía el dibujo original del tablero de ajedrez me lo envié a mí misma, a esa oficina de correos en concreto, la Georgetown Post Office. A continuación, para extremar las precauciones, rellené y firmé una de esas cartulinas amarillas para que la oficina retuviera mi correo hasta nueva orden.

Al menos así, pensé mientras mi tío y yo bajábamos los escalones de piedra, no importaba lo que me pasara a mí o a los demás; el sacrificio que hizo una abadesa moribunda hacía doscientos años en una prisión rusa no habría sido en vano.

Me di una ducha caliente y jabonosa y me quité el polvo de Colorado acumulado durante tres días en el baño de mármol más elegante que hubiera visto en mi vida. Luego, luciendo el mullido albornoz de toalla que había encontrado en la habitación y el bañador de marca que gentilmente me había proporcionado el conserje del Four Seasons, bajé para encontrarme con mi tío donde este me había señalado con anterioridad, en el gimnasio de la planta baja del hotel.

Primero nadé treinta largos en una calle para mí sola en la piscina olímpica privada del hotel, algo que únicamente podía hacerse con reserva previa, de lo que se había encargado Nim. Luego me reuní con él en el enorme jacuzzi romano de mármol que, una vez vacío, fácilmente podía dar cabida a cincuenta luchadores fondones de sumo.

Tenía que darle la razón a mi tío: el dinero y el lujo tenían su atractivo.

Sin embargo, era consciente de que si el juego en el que me había visto envuelta era tan peligroso como no dejaban de repetir todos, no me quedaba mucho más tiempo para disfrutar de nada. Sobre todo si me quedaba allí sentada dando palmaditas en el agua humeante.

Como si mi tío me hubiera leído el pensamiento, atravesó la piscina caliente para sentarse en la repisa de mármol que había a mi lado.

—Teniendo en cuenta que desconocemos lo que te espera —dijo—, pensé que lo que más te convenía ahora era un buen baño caliente y una comida como Dios manda.

—¿Es esto mi último deseo? —observé, con una sonrisa—. Gracias, nunca lo olvidaré. La verdad es que tengo la sensación de que empiezo a pensar con mayor claridad. Además, hoy he descubierto algo muy importante.

—¿Que Boujaron, tu jefe, estuvo en la fotocopistería? Ya me lo has contado —dijo—. Eso plantea varias preguntas, y de preguntas precisamente no andamos cortos. Pero hay algo… —No, he aprendido algo más importante —lo interrumpí—, he comprendido en quién puedo confiar. —Al ver que me miraba fijamente con sus ojos bicolor, intrigado, añadí—: En la oficina de correos, yo diría que incluso antes, ni siquiera tuve que pensarlo dos veces antes de rellenar esas etiquetas para enviar los dibujos por correo. Sabía a quién podía confiarle las copias del tablero. No sólo a ti o a mi madre, que ya las tenéis, sino a la tía Lily y a mi amiga Nokomis Key

—Ah, ¿tu amiga Key se llama Nokomis? —dijo Nim—. Eso lo explica todo.

—¿Qué explica? —pregunté.

Antes de darme cuenta, volvió a asaltarme la desagradable sensación de que algo a lo que no deseaba enfrentarme venía derecho hacia mí.

—Mientras estabas duchándote, recogí los mensajes que me dejaron anoche —se explicó Nim—. Casi nadie sabe que estoy aquí, sólo mi asistente. Sin embargo, desde anoche me esperaba un fax de una tal «Selene Luna, abuela de Hank Tallchap».

Lo miré desconcertada unos instantes, hasta que la sonrisa de Xim lo aclaró todo: Selene y Luna significaban lo mismo.

—«A la orilla del Gitchee Gumee, junto a las resplandecientes aguas del Gran Mar…» —recité.

—«Se alzaba el
wigwam
de Nokomis, Hija de la Luna, Nokomis» —lo acabó Nim—. ¿Y esa amiga tuya se parece a la abuela de Hiawatha del famoso poema de Henry Wadsworth Longfelllow?

—Sólo en su forma de pensar —respondí—. Podría criar a un guerrero piel roja ella sólita. Y te sorprendería saber lo bien que se le da codificar mensajes secretos. Además de ti, no conozco a nadie tan ducho como ella. Key las llama señales de humo indias.

Así que, aparte de tener que descubrir cómo se las ha arreglado para encontrarme, ¿qué decía el mensaje?

—He de confesar que, por una vez, el mensaje también me tenía confundido —admitió Nim—, pero ahora que sé quién lo envía, es evidente que está dirigido a la única persona que puede descifrarlo.

Alargó la mano para acercar el albornoz que tenía junto a la piscina, extrajo el fax del bolsillo y me lo tendió. Tardé un minuto en desentrañarlo, pero cuando lo hice, todo empezó a darme vueltas. ¿Cómo era posible? ¡Aparte de mí, nadie más había visto aquel otro mensaje codificado!

—¿Qué ocurre? —preguntó Nim con cara de preocupación, poniéndome la mano en el hombro.

Sacudí la cabeza, pues me faltaban las palabras.

Kitty ha sufrido un revés de la fortuna —decía—. Regresa de las islas Vírgenes, alquiló un coche de lujo, estará en D.C. mañana. Dice que tienes su número y el resto de la información de contacto. Sigue en el apartamento A1.

El mensaje no variaba: A1 significaba que estaba relacionado con los rusos y una habitación secreta en Bagdad. Sin embargo, el revés de la fortuna era la clave definitiva, así que invertí el mensaje mentalmente: en vez de D, C; L, X; V, I en números romanos, cuyo resultado era 6-6-6, el mensaje al revés decía: I, V; X, L; C, D, que correspondía a 4-4-4. Tres números que multiplicados entre sí arrojaban un total de 64, ¡el número de casillas de un tablero de ajedrez!

El tablero tiene la clave.

Y si Kitty-Cat
{3}
había decidido desviarse del camino que me había dejado señalado encima del piano de Colorado, eso significaba que tal vez en esos momentos mi madre estaba… ¡Allí mismo, en Washington!

Comprendí que perdía el tiempo. Me había vuelto hacia mi tío para decirle que teníamos que irnos y había empezado a salir del baño romano cuando, justo entonces, me di de bruces con la que indiscutiblemente habría sido la peor de las pesadillas. Doblando la esquina asomaron tres personajes que jamás hubiera imaginado juntos, y muchísimo menos yendo yo tan ligera de ropa como iba y sin oportunidad de poder huir o esconderme en ningún lugar: Sage Livingston, Galen March y mi jefe, Rodolfo Boujaron.

TERCERA PARTE

RUBEDO

El refrán de los árabes «la sangre ha corrido, el peligro ha pasado» expresa sucintamente la idea central de todo sacrificio: el don aplaca a las potencias […]. Es el símbolo de Libra (la legalidad divina, la conciencia interna del hombre […]) el que pone en movimiento el mecanismo del sacrificio que la sangre simboliza máximamente […] por ejemplo, en la alquimia, cuando la materia pasa del estado blanco (
albedo
) al rojo (
rubedo
).

JUAN EDUARDO CIRLOT,

Diccionario de símbolos:
«Sangre»

El mito de Prometeo […] expone la sublimación […] lo que establece la relación alquímica entre el principio volátil y el fijo. De otro lado, el sufrimiento [como el de Prometeo] corresponde a la sublimación por su coincidencia con el color rojo, tercer color de la Gran Obra [de la alquimia], tras el negro y el blanco.

JUAN EDUARDO CIRLOT,

Diccionario de símbolos:
«Prometeo»

FUEGO EN LA CABEZA

Fui al bosque de avellanos, porque había un fuego en mi cabeza.

W.B. YEATS,

La canción del errante Aengus

El Aengus de Yeats […] tenía en su cabeza, el fuego que los chamanes de todo el mundo consideran como su fuente de conocimiento, la que ilumina las visiones de otras realidades. El viaje chamánico parte y concluye en la mente.

TOM COWAN,

Fire in the Head

Koriakskoe Rayirin Yayai

(Casa del Tambor, tierra de los coriacos)

E
n el interior de la yurta, el
chamán
tañía suavemente el tambor mientras quienes se sentaban en círculo alrededor del fuego entonaban los bellos y rítmicos cánticos que Alexander había llegado a amar. Aguardaba sentado junto a la puerta de la tienda, embelesado. Le cautivaban los cantos chamánicos porque aliviaban sus pensamientos y conjuraban una especie de armónico que parecía fluir por su cuerpo y ayudaba a sanar sus frágiles y dañados nervios.

Aunque a menudo, cuando los cánticos cesaban, el fuego regresaba. El fuego que había arrasado su cabeza con aquella luz abrasadora, con aquel dolor punzante, aunque no era físico sino que parecía emanar del interior de su psique.

Hasta entonces, tampoco había conseguido recuperar la noción del tiempo. No sabía cuánto hacía que estaba allí, unos días o tal vez un par de semanas, ni cuántas jornadas habían sido necesarias para recorrer aquella distancia, atravesando kilómetros de una taiga aparentemente impenetrable, y llegar a ese lugar. Hacia el final del viaje, sus recientemente recuperadas piernas le habían fallado en medio de la nieve, se había sentido demasiado débil para poder seguir el ritmo, y habían enviado el trineo con los perros para que tiraran de él el resto del trayecto.

Los perros eran increíbles. Recordaba que los llamaban samoyedos. Los había observado con interés mientras atravesaban los campos nevados, al frente del trineo. Cuando caía la noche y les quitaban los arneses, los abrazaba y ellos le lamían las manos y la cara. ¿No había tenido un perro como aquellos de niño?

Sin embargo, ya no era ese niño, el joven Sasha, la única identidad en la que se reconocía en aquellos momentos, la única identidad que conocía. Era un hombre adulto que apenas recordaba nada, su pasado era una tierra ignota, incluso para él. Ella le había dicho cómo se llamaba: Alexander Solarin.

La mujer que lo había llevado hasta allí, la adorada mujer rubia que ahora se sentaba a su lado, aguardando junto a la tienda a que los otros los llamaran cuando estuvieran preparados para proceder a la curación, era su madre, Tatiana.

Antes de que ambos hubieran emprendido aquella aventura, su madre le había contado lo que sabía sobre lo que le había sucedido y no recordaba de sí mismo.

—Al principio estuviste en coma —le dijo—, no te movías y apenas respirabas. La gran chamán, la Etugen, acudió desde el norte para asistir en tu curación en las aguas minerales. Ella es la que los chucotos llaman
qacikechca
, «similar al hombre», una mujer chamán descendiente de los indígenas, los
enenilit
, los que poseen alma, de quienes emana un gran poder. Sin embargo, a pesar de las potentes hierbas y las técnicas ancestrales que los ancianos utilizaron para sanar tu cuerpo, la Etugen dijo que sólo recuperarías tu espíritu si conseguías realizar el tránsito, si lograbas iniciar el viaje desde la morada de los muertos, los
peninelau
, al mundo de los vivos, mediante tu fuerza de voluntad.

»Pasó mucho tiempo, hasta que un día despertaste y entraste en ese estado que llaman sopor, aunque había veces en que seguías debatiéndote entre la lucidez y la inconsciencia y durante un mes o más volvías a caer en ese sueño prolongado. Al final, te estabilizaste hasta estar como ahora, despierto y consciente. Comes tú solo, caminas, lees e incluso hablas varios idiomas, pero todo ello ya lo hacías de niño. Cabe esperar que lo demás regresará, aunque poco a poco, pues has sufrido un gran trauma.

»La Etugen dice que la tuya no es únicamente una herida del cuerpo, sino también del espíritu, y no conviene examinar esa herida psíquica mientras esté sanando, mientras siga visitándote de improviso. A veces padeces insomnio, sufres ataques de angustia o histeria causados por lo que podrían parecer miedos irracionales. Sin embargo, la
Etugen
cree que se trata de miedos reales, que debemos dejar que la verdadera causa del trauma asome de manera natural, a pesar del tiempo que ello requiera o de lo dificultoso que pueda parecer.

»Luego, cuando tu cuerpo se haya recuperado lo suficiente para realizar la parte física del viaje —añadió—, nos iremos al norte para iniciar esa otra travesía, la de la sanación de tu alma. Debido a que has vivido entre los muertos, tienes el fuego en tu cabeza, has superado las pruebas para convertirte en un hetolatirgin, el que mira en el interior, un chamán profeta.

Pese a todo, si había algo de lo que Solarin estaba por completo seguro era de que deseaba recuperar su vida, desesperadamente. Poco apoco, cuantos más retazos de su memoria recobraba, mayor era la angustia que lo embargaba por cuánto había olvidado de esos años que para él seguían en blanco. Ni siquiera era capaz de recordar cuántos habían sido, era imposible. No obstante, en esos momentos, lo más duro de todo era tener vedado el acceso al contenido de su memoria, no poder recordar a aquellos a quienes había amado u odiado, denostado o valorado.

Aunque había algo que sí recordaba: el ajedrez.

Cuando pensaba en aquel juego, sobre todo en una partida en concreto, el fuego empezaba a avivarse en su cabeza. Sabía que algo relacionado con esa partida era la clave de todo: de la memoria perdida, de los traumas y las pesadillas, de las esperanzas y los miedos.

Sin embargo, también sabía que lo mejor era esperar, tal como su madre y la mujer
chamán
le habían advertido, pues la presión para recuperar esos preciados recuerdos antes de tiempo tal vez resultaría contraproducente y podía acabar perdiéndolo todo.

Durante el largo viaje hacia el norte, siempre que hacían un alto en el camino donde podían charlar, le contaba a su madre lo que había conseguido recordar, aunque por lo general no era más que una estela de humo, algo que se alzaba desde su pasado como una neblina.

Por ejemplo, la noche en que, siendo aún un niño, Tatiana le había llevado un vaso de leche caliente y lo había metido en la cama. Veía su habitación y la higuera de fuera. Estaba cerca de los acantilados y el mar. Llovía. Habían tenido que huir. Hasta ahí llegaba lo que había logrado recordar él solo, un primer recuerdo que había recibido con una gran sensación de triunfo y alivio.

Por el camino, como un pintor que rellena de color un dibujo que hasta el momento sólo estaba esbozado en un lienzo, Tatiana acabaría compartiendo todos los detalles de esa parte de sus vidas que conseguía recuperar para él.

—La noche que recuerdas es importante —dijo—. Fue afínales de diciembre de 1953, la noche que cambió nuestras vidas. Arreciaba la lluvia cuando la abuela Minnie llamó a la puerta de nuestra casa, que se alzaba en un tramo agreste y apenas habitado de la costa del mar Negro. Aunque formaba parte de la Unión Soviética, aquel páramo era un oasis protegido, alejado de los horrores y las purgas de otros lugares, o al menos eso creíamos.

Minnie trajo consigo algo que nuestra familia, a lo largo de muchas generaciones, había prometido proteger.

—No la recuerdo —aseguró Solarin, aunque con la voz impregnada por la emoción, pues acababa de atisbar un nuevo destello—. Sin embargo, acabo de recordar algo más sobre esa noche: unos hombres irrumpieron en nuestra casa y yo salí corriendo a esconderme en los acantilados. Logré escapar, pero esos hombres te detuvieron… —Miró a su madre, desconcertado—. ¡No volvía verte nunca más hasta ese día en el monasterio!

Tatiana asintió con la cabeza.

—Minnie escogió precisamente ese momento para llegar con un tesoro que había estado buscando desesperadamente durante ocho meses por toda Rusia, el mismo tiempo que hacía que había muerto Iósif Stalin, quien había gobernado nuestro país durante veinticinco años con mano de hierro. En los meses que siguieron a su muerte, el mundo entero cambió para mejor o peor: dirigentes muy jóvenes ocuparon el poder en Irak, Jordania e Inglaterra; Rusia había desarrollado la bomba de hidrógeno y, poco antes de que Minnie llegara esa noche a nuestra casa, el viejo dirigente de la policía secreta soviética, Lavrenti Beria, el hombre más temido y odiado de Rusia, había sido ejecutado ante un pelotón de fusilamiento. De hecho, la muerte de Stalin y el vacío de poder que había dejado tras de sí había sido lo que había empujado a Minnie a iniciar esa búsqueda frenética que, durante ocho meses, la había llevado a desenterrar el tesoro escondido, o lo que había podido de él: tres valiosas piezas de ajedrez de plata y oro, engastadas de joyas, que nos suplicó que escondiéramos. Minnie creía que no nos pasaría nada, teniendo tan a mano el barco de tu padre.

Ante la mención de las piezas de ajedrez, el fuego había vuelto a prender en la cabeza de Solarin, quien luchó por sofocarlo. Necesitaba saber más.

—¿Quiénes eran esos hombres que te detuvieron? —preguntó, con voz entrecortada—. ¿Cómo conseguiste desaparecer del mapa durante tanto tiempo?

Tatiana no contestó de inmediato.

—Siempre ha sido fácil desaparecer en Rusia —contestó, tranquila—. Millones de personas lo hicieron, aunque pocas por voluntad propia.

—Pero si el antiguo régimen había quedado desmantelado —insistió Solarin—, ¿quiénes eran esos hombres que iban detrás del tesoro? ¿Quién te arrestó? ¿Adónde te llevaron?

Adonde llevaban a todos —respondió Tatiana—, al Glavnoe Upravlenie Lagerei, la Dirección General de Campos Penitenciarios, o gulag, como prefieras llamarlo, los campos de trabajos forzados que han existido desde los tiempos de los zares. Por «Dirección» siempre se entiende la policía secreta, ya fuera la Ojrana del zar Nicolás, o la Cheka, la NKVD o el KGB del soviet.

—¿Te llevaron a un campo de prisioneros? —dijo Solarin, incrédulo—. Pero, por todos los cielos, ¿cómo has conseguido sobrevivir hasta ahora? ¡Yo apenas era un niño cuando te detuvieron —No lo habría conseguido —aseguró Tatiana—, pero al cabo de poco más de un año, Minnie acabó por descubrir adonde me habían llevado, a un campo de Siberia, un lugar desolador, y compró mi huida.

—¿Te refieres a que consiguió que te dejaran libre? —dijo Solarin—. ¿Cómo?

—No, consiguió que me dejaran huir —lo corrigió su madre—. Si el Politburó hubiera llegado a enterarse de que me habían dejado libre, nuestras vidas habrían corrido peligro todos estos años. Minnie compró mi libertad de otra manera y por una razón muy distinta. Desde entonces me oculto aquí, entre los coriacos y los chucotos, y gracias a ello no sólo pude recuperar tu cuerpo maltrecho, sino salvarte, pues poseo muchos poderes adquiridos a través de estos grandes maestros del fuego a lo largo de los años.

—Pero ¿cómo conseguiste recuperar mi cuerpo? —le preguntó Solarin a su madre—. ¿Y qué les dio Minnie a los soviéticos o a los guardias del Gulag para que te dejaran escapar? —Sin embargo, antes de que las últimas palabras abandonaran sus labio:

Solarin supo la respuesta. Horrorizado, súbitamente vio, con la fuerza de una potente iluminación, la forma titilante que había estado rondando la periferia de su visión esos últimos meses—. ¡Minnie les entregó la Reina Negra! —exclamó.

—No, Minnie les entregó el tablero —lo corrigió Tatiana—. Fui yo quien les entregó la Reina Negra.

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