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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (57 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Usted quizá sea el peor. ¡Con su CATÉTER! Depender por entero de una Inteligencia recibida de una empresa tan excesivamente sobreextendida. ¡Vivir con semejante escasez de corroboración de otras fuentes! Es como ir a un hospital del enemigo, acostarse en una cama, y creer que lo que le inyectan en las venas es glucosa y no estricnina.

—Yo soy quien estudia la información recibida —respondió Harvey—, y mi reputación profesional está involucrada en la validez del producto. Yo valoro la importancia de las conversaciones que escuchamos. Una mina de oro, Gehlen. A usted le encantaría verla. Se regodearía en ella.

—En efecto, si tuviera la oportunidad. Soy el único sobreviviente, de nuestro lado, que posee la experiencia necesaria para interpretar lo que hay allí. Se me eriza la piel sólo de pensar en lo que dejan de percibir por carecer de la base y del personal que los respalde, así como también de la paciencia alemana para asentar las posaderas en una silla y quedarse sentados durante un año, si eso es lo requerido para lograr las respuestas correctas. Aun así, comprendo la naturaleza de la operación. Cajas y cajones de transcripciones de su CATÉTER que no dejan de acumularse porque CATÉTER no cesa de vomitar y escupir cintas grabadas. Cuartos llenos de gente deprimida en su Mercería, sí, su cuarto T-32 en Washington, gente que intenta entender el sentido de lo que oye. Y de todo eso, ustedes eligen lo que se les antoja, y optan por burlarse... no, por...
ansckwärzen
. Traduzca, por favor —me gritó.

—No lo sé —dije, asustado—. ¿Pellizcar los pezones? —pregunté.

—Sí —dijo Gehlen—, por denigrarnos. Denigrarnos con su prejuiciosa selección de baratijas rescatadas de una montaña de material; baratijas que ustedes consideran útiles. Aquí en el BND no estamos en dificultades, como dicen ustedes. Tengo agentes de gran calibre que nadie puede igualar. En el Departamento de la Unión Soviética...

—¿Se refiere al III-f? —preguntó Harvey.

—En efecto. En el III-f tengo a alguien superior. En el contraespionaje, es sobresaliente.

—¿El individuo al que llaman Fiffi?

—Sí. Usted sabe lo que sabe, y yo sé lo que sé, de modo que ustedes han oído hablar de Fiffi. Darían los ojos por tener a Fiffi. Produce para nosotros lo que los demás no pueden. Usted, Harvey, usted es el gran americano en Berlín, conoce todos los secretos de la ciudad, excepto uno. No puede decirme nada deslumbrante acerca del cuartel general del KGB en Karlshorst, ¿verdad? Es el sanctasanctórum del KGB para toda Europa Oriental, y están al otro lado de la línea en Berlín Este, a menos de doce kilómetros de ustedes, pero ¿qué pueden decirme que yo no sepa por una foto aérea?

El general Gehlen se dirigió a lo que parecía una pantalla muy grande de cine, enrollada sobre la pared. Sacó una llave del bolsillo, la insertó con precisión ceremonial en una cerradura de la caja que cubría la pantalla y desenrolló un plano cuidadosamente dibujado, de muchos colores, de unos dos metros de alto por dos y medio de ancho.

—Karlshorst —dijo—, en su totalidad, con todo lujo de detalles. Fiffi, mi pájaro, adquirió esta información del lugar, pluma por pluma, brizna por brizna. Lo puso al día. Agregó los detalles. En este momento yo puedo señalarle, con sus nombres, cada espacio de estacionamiento asignado a cada oficial del KGB. Aquí —dijo, moviendo el dedo con tembloroso orgullo hacia otra área— está el lavabo que usa el general Dimitrov, y éste —trasladó el dedo a otro lugar— es el salón de reuniones del Ministerio de Seguridad del Estado de Alemania Oriental.

—Nosotros obtenemos transcripciones de las llamadas que salen de ese salón hacia Moscú —dijo Harvey—. Pero, siga. Cuénteme acerca de las sillas donde se apoyan los culos rojos.

—Mientras ustedes reúnen montañas de material no digerido, las meten en un avión y las envían a la Mercería, nosotros, gracias a Fiffi y sus informantes, estamos en condiciones de dar un informe semanal completo acerca del estado de las operaciones de Inteligencia del SSD y el KGB. Permítame recordarle que el estoque, no la avalancha, es el instrumento apropiado para Inteligencia.

—Creo que su Fiffi es lo mejor desde Phineas T. Barnum —dijo Harvey.

—Me parece entender la referencia. Es insultante. Cada punto del plano del cuartel general del KGB hecho por Fiffi es exacto, como hemos podido corroborar.

—Por supuesto que es exacto —dijo Harvey—. Demasiado exacto. El KGB se lo entrega a Fiffi. No me lo puedo creer. Ustedes los alemanes se enloquecen con los cagaderos. Sólo porque saben dónde deposita su mierda el general Dimitrov cada mañana creen que son dueños de las joyas de la corona.

Simuló meditar esto.

—Y su otro gran acto —dijo Harvey, cuya cara estaba adquiriendo color—, es Washington. Ahondemos en eso. Han estado enviando un exceso de material a Washington de su alta fuente, como la llaman ustedes, en el Comité Central del Partido Socialista Unificado. No creo que tengan un infiltrado en las altas esferas de los comunistas de Alemania Oriental.

—Mi querido señor Harvey, como usted no tiene acceso a mis archivos, no está en condiciones de demostrar hasta qué punto lo que digo es mera ficción.

—Eso es lo que usted piensa, amigo. Yo podría en este momento tener un pájaro cantor en el BND. Quizá conozca la clase de patrañas que dirige en su organización.

—¿Que usted podría tener una fuente en el BND? Sería cómico enumerar la cantidad de fuentes con las que podemos llegar a contar en su base de Berlín.

—Sí —replicó Harvey—. Estoy seguro de que sabe cuál de nuestros oficiales jóvenes ha pillado una venérea por haber estado con una
Fraulein
alemana, siempre que nuestro oficial haya sido tan estúpido como para acudir a un médico particular. Pero mis hombres clave están limpios. Mi oficina cuenta con un cordón sanitario. Usted no posee el plano interior.

—Le pido que invite a su amigo, el señor Hubbard, a que nos deje un instante a solas.

—No, estamos preparados para todo —dijo Harvey—. Ya he discutido esto con mi asistente, y es un escándalo. Sé que le ha estado diciendo a Washington que CATÉTER puede ser descubierto.

—Por supuesto que eso es posible —dijo Gehlen—. Por supuesto. CATÉTER es tan inestable que incluso la chusma de la peor calaña, el desecho y la basura del espionaje de Berlín puede obtener datos de CATÉTER. Un día, en una de nuestras oficinas menos importantes de Berlín, ¿quién entra de la calle sino un integrante de esa basura de Berlín, un ejemplo de abominación total? Nos anuncia que sabe algo acerca de algo y que quiere venderlo. Mi hombre en Berlín no sabía nada de CATÉTER esa mañana, pero para la tarde, cuando terminó de interrogar a ese montón de escoria, sabía demasiado. Mi agente tomó el avión nocturno a Pullach. Me vi obligado a enfatizar la importancia del secreto ante él. Es un hombre de confianza, y no hablará acerca de CATÉTER, pero ¿qué se puede hacer con su inmundo agente? Tiene un historial que asustaría a su propio psiquiatra.

—Veamos si estamos hablando de la misma persona —dijo Harvey—. El padre de este agente a quien usted llama escoria ¿era un fotógrafo de pornografía que trabajaba para los oficiales nazis en Berlín?

—Continúe, si lo desea.

—¿Y el fotógrafo se metió en problemas? —Diga lo que quiere decir.

—En 1939 fue internado en un hospital para enfermos mentales por asesinar a varias de las jóvenes mujeres a quienes había fotografiado.

—Sí, es el padre del agente en cuestión.

—¿El agente es joven?

—Sí.

—¿Demasiado joven para haber peleado en la guerra?

—Sí.

—¿Pero no tan joven para ser un comunista, un anarquista, un estudiante revolucionario, posiblemente un agente del SSD, homosexual, un pervertido que frecuenta los bares subterráneos, y actualmente comprometido con usted y conmigo?

—Con usted. Nosotros no nos acercaríamos a un individuo como ése.

—Cambiaré información con usted. Nosotros lo llamamos Wolfgang. Criptónimo, JABALISALVAJE. ¿Cómo lo llaman ustedes después de acudir a sus oficinas?

—De hecho, su nombre es Waenker Lüdke y el que le dio a ustedes, Wolfgang, es muy parecido al verdadero, por las consonantes. Los agentes no tienen sentido de las cosas.

—¿Y el criptónimo?

—Yo ya conocía el criptónimo JABALISALVAJE con que lo bautizó su oficina. De modo que no estoy obligado a intercambiar ese artículo. ¿No esperará que le dé algo a cambio de nada?

—Usted no lo aclaró a tiempo —dijo Harvey—. Un trato es un trato.

—¿De modo que quiere enterarse de nuestro criptónimo? ¿Para incrementar su colección de sellos? Bien, es RAKETENWERFER. ¿Le gusta?

—Lanzacohetes —traduje.

—¿Me da su palabra, como oficial y caballero alemán, de que me está diciendo la verdad? —preguntó Harvey.

Gehlen se puso de pie y taconeó.

—Usted honra mi sentido del honor —dijo.

—Mierda —replicó Harvey—. Sucede que estoy enterado de que usted tomó el primer avión a Washington con este cuento acerca de Wolfgang. Quería que el Consejo Nacional de Seguridad supiera que CATÉTER había sido descubierto. Trató de meterme en dificultades. Sin embargo, conozco la historia verdadera. Wolfgang es uno de sus mejores agentes en Berlín. Usted tuvo el descaro y el atrevimiento de dirigirlo hacia uno de nuestros hombres que trabajan en CATÉTER.

—Le sugiero que no continúe con esa acusación. No podrá sostenerla por mucho tiempo.

—Usted, general Gehlen, que es uno de los dieciocho agentes de Inteligencia de nacionalidad estadounidense, inglesa y alemana, que conocen la existencia de CATÉTER...

—Eso fue al principio. Ahora son ciento dieciocho, o doscientos dieciocho...

—Insisto. Usted, general Gehlen, estaba en situación de poner a uno de sus mejores agentes de penetración en el camino de uno de mis técnicos de CATÉTER.

—¿Cómo podría saber yo quiénes son sus técnicos? ¿Acaso no tienen un sistema de seguridad?

—General, ahora que el BND ha arruinado su situación en Alemania Oriental, sus agentes de Berlín tienen tan poco de qué ocuparse que no hacen más que vigilar hasta al último de mis hombres. Sin duda, para usted fue un juego de niños enviar a su pervertido al encuentro de mi pobre técnico marica, fotografiarlos en acción, y luego tratar de que el pobre infeliz de mi técnico le informe lo suficiente acerca de CATÉTER para que su agente estrella, mi WOLFGANG alias RAKETENWERFER, pudiese acudir a su Agencia General para engañar a un oficinista. Así fue como usted consiguió credibilidad para correr a Washington con la historia.

—¡Una calumnia diabólica! —gritó Gehlen.

—¿Cómo se atreve a mentir a la Jefatura Conjunta y al Consejo Nacional de Seguridad acerca de mi operación? —bramó Harvey.

—Debo advertirle —dijo Gehlen—. No tolero que se me grite. Y menos en presencia de oficiales menores.

—Permítame bajar la voz —dijo Harvey—. A mí me parece que el quid de esto...

—¿El quid? —preguntó Gehlen.


Die Essenz
—dije yo.

—La esencia —dijo Harvey— de la cuestión es que mi técnico puede ser un pervertido, pero es lo suficientemente honorable como patriota para confesarnos que Wolfgang estaba tratando de sacarle un secreto. De modo que Wolfgang no obtuvo ninguna información. No a menos que usted se la pasara. Por lo tanto, he aquí las alternativas. O usted mintió en Washington, y CATÉTER sigue siendo seguro, o transmitió la información básica a Wolfgang. Si éste es el caso, yo formularé cargos ante su Cancillería.

—Mi estimado señor —dijo el general Gehlen, volviéndose a poner de pie—, usted es libre de hacer lo que quiera. Se lo aseguro.

Con esas palabras, señaló la puerta.

Fue el final de la reunión. De regreso en nuestra limusina, Harvey habló sólo una vez.

—Misión cumplida —dijo—. Gehlen está asustado.

13

Dejamos a Sam para que regresara conduciendo el coche. Nosotros volvimos a Berlín en un avión de las Fuerzas Aéreas. Bill Harvey permaneció en silencio, como si se hubiera impuesto el toque de queda. C. G. se sentó junto a él y lo cogió de la mano. Tan absorto estaba, que pronto empezó a musitar fragmentos de ideas.

—Sí, no funcionará... retribución dudosa... no tiene sentido... freírle los cojones a Wolfgang... —Ésas eran las palabras que pronunció la primera media hora. Luego, por fin, se dirigió a mí—. Quítate la cinta de la espalda.

Asentí. En la parte posterior de la cabina me quité el magnetófono y volví a donde ellos estaban. Sin embargo, apenas se lo entregué, Harvey elevó sus ojos enrojecidos.

—Muchacho, ¿cuántas cintas te di?

—Dos, señor.

—¿Dónde está la otra?

—En mi maletín.

—Búscala.

—Señor Harvey, está en el coche, con Sam.

El maletín, sí, pero la cinta con la voz de C. G. en que me contaba acerca de las relaciones del señor Hoover con el señor Harvey estaba en mi bolsillo.

Sus poderes telepáticos debían de estar funcionando muy bien, porque lanzó un gruñido.

—No habrá nada grabado en esa cinta, ¿verdad? ¿Ningún comentario incidental?

—No, señor.

—¿Nada más que una cinta en blanco?

—Así es.

—Veamos qué tenemos aquí.

La hizo retroceder hasta el comienzo de la entrevista, y luego avanzó la cinta rápidamente hasta el discurso final de Gehlen. El nivel de sonido era muy bajo y contenía una resonancia doble. En algunas zonas sonaba como el crujido de una mecedora.

—¿En la Granja no te enseñaron a estarte quieto cuando usas un fisgón?

—Pues no, señor.

—Lo que mejor se oye es el ruido que haces con la zanja del culo cuando cambias de posición.

—¿Quiere que haga una transcripción?

—¿Tienes máquina de escribir en tu apartamento?

—Sí, señor.

—Te dejaré allí.

—¿No sería más fácil en la oficina?

—Sí —respondió—, pero te dejaré en tu apartamento.

Y después de esto se dedicó a estudiarme detenidamente.

—Hubbard —me dijo—, hazte un favor.

—¿Sí, señor?

—No salgas de tu apartamento.

Miré a C. G., quien se limitó a asentir. Los tres permanecimos en silencio durante el resto del viaje. Harvey ni siquiera me dijo adiós cuando su coche me dejó en la puerta.

Tres horas más tarde telefoneó.

—¿Has hecho la transcripción? —me preguntó.

—Voy por la mitad.

—¿Entiendes las voces?

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