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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (61 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Bien —dijo—, nunca olvides que Bill Harvey empezó como un hombre del FBI, y ahí son muy paranoicos con la seguridad de su personal. ¿Cómo podría ser de otra forma? J. Edgar Hoover siempre da el mejor ejemplo. —Harlot bajó la voz más aún para lo que diría a continuación—. He oído decir que Hoover no le permite al conductor de su automóvil que gire a la izquierda si puede llegar adonde quiere ir girando tres veces a la derecha alrededor de la manzana. Cuando pensaba en el extraño comportamiento de Bill Harvey con sus revólveres, llegaba a la conclusión de que se había contagiado del buda J. Edgar. Sin embargo, un día, pocos meses atrás, no mucho antes de arreglar tu viaje a Berlín, querido muchacho, tuve una intuición: ¿y si esas malditas pistolas no fuesen sólo la evidencia de la paranoia de Harvey? ¿Si fueran una reacción a un peligro real? ¿Y si estuviese metido de verdad en problemas? —Harlot extendió el índice — . Me gustan las hipótesis vigorosas. Sin una hipótesis, no hay nada que hacer, excepto empaparse de los hechos.

»De modo que revisé el expediente de Harvey. Y allí, en su 201, me encuentro con un informe completo de las circunstancias en que se vio obligado a renunciar al FBI. Tú conoces la historia. La grabaste de los labios de C. G. Y puedo ver, por la manera en que asientes, que la recuerdas toda. Yo también. Cada detalle dado por C. G. es exactamente igual al de la versión en su 201. Anticipé que sería así cuando te encomendé esa misión. Considera lo que significa. La versión de C. G., relatada en 1956, coincide perfectamente con el informe de él de 1947, cuando entró en la Agencia. Parece calcada de la versión original. Es obvio que él se la ha metido con cuchara, y sospecho que de tanto en tanto la reforzaba relatándosela exactamente igual. He ahí la pista. Una de las pocas reglas en las que puedes confiar en nuestro trabajo es que una historia se ajustará en todos los detalles a su versión anterior sólo si el informe inicial ha sido fabricado con habilidad y repetido cuidadosamente.

—Todo eso está muy bien —dije—, pero cuando llegaste a Berlín no podías saber si yo había tenido oportunidad de hablar con C. G.

—Venía preparado para ambas eventualidades —dijo Harlot—. Era evidente que tu situación se desmoronaba. Además, existía esa fricción entre Harvey y Pullach. Gehlen estaba haciendo un juego muy extravagante. De modo que yo debía hacer este viaje aunque sólo existieran mis presunciones. La transcripción de C. G. demostró ser maravillosamente reconfortante. Un talismán. La tenía en el bolsillo mientras tomaba el desayuno con Bill. Me daba una seguridad más acerca del hombre con quien tenía que vérmelas.

»Nos encontramos en el salón del Am Zoo. Él sabía que yo no aceptaría verlo en su territorio, y debió de considerar la posibilidad de deslizar un fisgón en el salón. Sin embargo, después de mi charla contigo hablé con la administración del hotel e hice los arreglos para que mis dos hombres de vigilancia pasasen la noche en el salón. Si bien no podían hacer una instalación para mí, tampoco permitirían una interferencia de parte de los hombres de Harvey. Por lo tanto, nos reunimos a la mañana siguiente sin la ayuda de magnetófonos, excepto los pobres instrumentos que pudiéramos transportar en nuestras respectivas personas.

—¿Cómo podrías grabar a Harvey? —pregunté — . Se habría dado cuenta.

—Llevaba un fisgón que no esperaba que él localizase. Un juguete del KGB que los rusos han estado probando en Polonia. Se instala en el tacón hueco del zapato. La batería, el micrófono, todo. Pero nos adelantamos. El hecho es que no retrasamos el desayuno (Campari y croissants para Bill, un huevo pasado por agua para mí) con cortesías. Pronto pasamos a los primeros insultos. «Eh, compañero —me dice—, yo me rompo los dientes en estas operaciones en callejuelas oscuras que son un verdadero infierno mientras vosotros los sociales coméis bollos con los sodomitas ingleses. ¡Ja, ja!» Me cuenta que es un hombre triple para el almuerzo: tomas tres martinis dobles. «¡Ja, ja!» Yo le pregunto qué arma pondrá sobre la mesa. Él dice que cambia de arma más a menudo que de camisa.

En este punto, Harlot sacó unas páginas de transcripción del bolsillo superior de su chaqueta, pasó por alto las dos primeras, y leyó.

—Bien —dijo—. Aquí estamos. Yo mismo la escribí a máquina apenas se hubo marchado. La transcripción debe hacerse a la mayor brevedad posible. Aclara lo sucedido. Mientras miro este pequeño texto, pienso en la boquita de Harvey, tan fuera de relación con el vómito asqueroso que emite. ¡Estaba listo para aplastarme! Creía que me tenía en su poder. —Con esto, me entregó las dos primeras páginas—. Imagina las
dramatis personae
tú mismo —dijo.

YERNO: Ahora que hemos dado nuestro rodeo, dime, ¿por qué este desayuno?

ESPECTRO: Pensé que era hora de saber quién tenía los naipes.

YERNO: Eso está muy bien. Hablas de naipes y yo estoy listo para referirme a la mancha de huevo en tu chaleco.

ESPECTRO: No creas que fui yo quien se manchó.

YERNO: Estás cubierto de los jugos de tu
protegé
. Para ser preciso, debo decirte que está metido en un buen lío. Verás, ya sé quién es SM/CEBOLLA. El protegido confesó. ¿No te avergüenzas de ti mismo?

ESPECTRO: Cuando descifre lo que mascullas, me someteré a tu examen moral.

YERNO: Bien, te lo diré abiertamente: estoy listo para acusarte a ti y al general Orejas de Murciélago de poner en peligro CATÉTER. ¿Te interesaría saber que cuento con pruebas? En este momento, un pervertido llamado Wolfgang, frecuentador de bares de orines, está bajo custodia. Lo hemos interrogado. Nos ha contado muchas cosas.

ESPECTRO: Nadie ha confesado. No hay nada que confesar. Este tal Wolfgang no está bajo tu custodia. Recibí una llamada a las seis de la mañana desde el sur de Alemania. El pobre pervertido en realidad ha muerto.

(Largo silencio)

YERNO: Quizás unas cuantas personas deban ser atadas a unos cuantos mástiles.

ESPECTRO: No, amigo. Todas son suposiciones. Aunque tú y yo jugáramos la partida ahora, con las cartas que tienes y con las que crees que tengo, todo cuanto harías sería derribarnos a ambos. No podría probarse nada. Ambas partes quedarían irremediablemente empañadas. De modo que mejor hablemos de los naipes que tengo en realidad. Son mejores de lo que crees.

Llegué hasta el final de la segunda página de la transcripción.

—¿Dónde está el resto? —pregunté.

Harlot suspiró. Debo decir que el sonido era tan resonante como una nota baja emitida por un instrumento de viento.

—Reconozco —dijo— el alcance de tu curiosidad, pero no puedo dejarte ver más. Tendrás que esperar para el resto de la transcripción.

—¿Esperar?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo?

—Años —dijo Harlot.

—Sí, señor.

—En el futuro sabrás apreciarlo mejor. Es suculento.

Paseó la mirada por el avión y bostezó ferozmente, lo cual pareció una transición suficiente para él.

—Dicho sea de paso —dijo—, yo pagué la cuenta en el Am Zoo. Tu parte es treinta y ocho dólares y ochenta y dos centavos.

Empecé a hacer un talón. Esa suma equivalía a un tercio de mi salario semanal.

—¿La Compañía no cubre gastos como éstos? —pregunté.

—Para mí, sí. Estoy de viaje. Pero Personal objetará tu cuenta de hotel. Después de todo, tenías un estipendio para alojamiento.

Por supuesto, él podía haberlo cargado a su cuenta. Recordé una noche en que Kittredge y yo estábamos lavando los platos en la casa del canal con jabón para ropa. «Hugh —me dijo ella entonces—, debe de tener la cuenta más limpia de la Compañía.»

—Sí, señor. Treinta y ocho con setenta y dos.

—En realidad es treinta y ocho con ochenta y dos —dijo, y sin transición, agregó—: ¿Te importa si me refiero a algo que quería decirte anoche?

—No —respondí—, se lo agradecería.

Yo esperaba que dijese algo más acerca de Harvey, pero en cambio recibí un sermón sobre las sutilezas del mal en el reino del comunismo. Me vi obligado a escuchar, pero mientras lo hacía, la curiosidad era como una punzada de dolor producida por una enfermedad venérea.

—Debo recordarte —dijo Harlot— que la verdadera fuerza de los rusos no reside en su poder militar. Somos vulnerables ante ellos en otro sentido. Burgess, Philby y Maclean lo demostraron. ¿Puedes imaginarte lo mal que me sentó que Bill Harvey estuviese en lo cierto con respecto a esa pandilla, y yo estuviera equivocado? Sin embargo, no pude por menos que reconocer que Bill percibió algo que yo pasé por alto. Con el tiempo, ese algo se convirtió en una abominable tesis: cuanto mejor sea tu familia, mayores son las posibilidades de que representes un riesgo para la seguridad. Los rusos son capaces de infiltrarse hasta lo más profundo del sentimiento cristiano de muchos cerdos ricos. Cala muy hondo esta idea de que nadie en la Tierra debe poseer una fortuna demasiado grande. Y eso es precisamente lo satánico del comunismo. Penetra en la veta más noble del cristianismo. Trabaja sobre la gran culpa que sentimos. En el fondo, nosotros los estadounidenses somos peores que los ingleses. Estamos empapados de culpa. Somos chicos ricos, después de todo, sin un pasado noble, y jugamos en todo el mundo con los sentimientos de los pobres. Eso es arriesgado. Especialmente si a uno lo han educado en la convicción de que el amor más grande es el de Cristo lavándole los pies a los pobres.

—¿Cómo te sentirías —pregunté— si yo dijera esas cosas? ¿No te preguntarías para qué lado estoy trabajando?

Mi frustrada curiosidad me pesaba como plomo en el estómago.

—Si pensara que estoy en el lado equivocado —respondió— me sentiría obligado a desertar. No quiero trabajar para el mal, jamás. Es maligno reconocer el bien y seguir trabajando en contra de él. Pero no te equivoques —me dijo—, los lados están claros. La lava es lava, y el espíritu, espíritu. Los rojos son los malignos, no nosotros, y son tan inteligentes que saben sugerir que ellos pertenecen a la verdadera tradición de Cristo. Ellos son los que fingen besar los pies de los pobres. ¡Tonterías! Pero el Tercer Mundo lo cree. Eso es porque los rusos saben cómo promover un producto crucial: la ideología. Nuestro ofrecimiento espiritual es mejor, pero su técnica de venta y distribución de ideas resulta superior. Aquí, nosotros nos aproximamos a Dios solos, uno por uno, pero los soviéticos logran efectuar la conversión en masa. Eso es porque se dirigen al hombre, no a Dios. Un desastre. El juez debe ser Dios, no el hombre. Siempre creeré eso. También estoy convencido de que, aun con lo peor de mí, trabajo, siempre trabajo como un soldado de Dios.

Guardamos silencio. Pero yo no me sentía cómodo sentado a su lado en silencio.

—¿Ha leído a Kierkegaard? —le pregunté.

Sentía una enorme necesidad de abrir un pequeño agujero en el acero de la certeza de Hugh Montague.

—Por supuesto.

—Lo que aprendo de él —dije— es la modestia. Resulta imposible conocer el valor moral de nuestras acciones. Podemos pensar que somos santos en el momento exacto en que estamos trabajando para el demonio. A la inversa, podemos sentirnos impíos y sin embargo estar sirviendo a Dios.

—Todo eso está subtendido por la fe —dijo Hugh—. Lo simple subtiende a lo complejo. Si no fuera por mi fe, podría esgrimir una condenadamente buena dialéctica kierkegaardiana. ¿Por qué no decir que la URSS, debido a que predica el ateísmo, no está en posición de corromper la religión? De ese modo, sin saberlo, es el verdadero baluarte de Dios. La convicción religiosa en un ambiente comunista debe ser luminosa por su belleza. Después de todo, se adquiere mediante un gran costo personal. Por ello Rusia tiene el clima social requerido para crear mártires y santos, mientras que nosotros engendramos evangelistas. Harry, si incorporas la dialéctica de Kierkegaard te ves en muchos problemas. Es inquietante. La posibilidad de que todos terminemos en medio de una ópera nuclear hace que nuestro ciudadano medio se entregue al placer. La verdad es que Occidente levanta palacios de placer con mayor rapidez que iglesias. Comienza a surgir un deseo secreto: ¡tal vez no haya juicio final! Si el mundo explotara, las facultades de Dios también se atomizarían. Tal puede ser la creencia inconsciente. De esa manera, la calidad del trabajo se deteriora. En todas partes el trabajo se deteriora. Con el tiempo eso nos causará más daño a nosotros que a los rusos. La lava no necesita calidad.

Volvió a suspirar, una larga nota meditativa surgida del instrumento de su voz, guardó silencio, e hizo sonar los nudillos.

—De todos modos —prosiguió con una sonrisa— es de sabios celebrar la victoria al pasar revista a los pensamientos sombríos. Eso mantiene alejado al demonio. —Extendió una mano y me dio un golpecito en la rodilla—. Sentirme doblemente bienaventurado altera mis nervios. Eso, querido muchacho, es exponerse. Verás, además de mi buena mañana con Harvey, hay algo más. Soy tu padrino, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿He sido un buen padrino?

—Excelente.

—Bien, devuélveme ahora el favor.

—¿Sí?

—Sí. Dentro de siete meses Kittredge y yo tendremos un hijo. Quiero que tú seas el padrino.

El avión seguía volando.

—Una noticia espléndida —dije — , y un gran honor.

—Kittredge lo ha querido así, tanto o más que yo.

—No puedo expresar cómo me siento.

Estaba aturdido. No sentía nada. Pensaba si me moriría sin averiguar lo que había ocurrido con Bill Harvey. De hecho, pasarían ocho años antes de que llegara a conocer el contenido total de la transcripción.

Tercera parte
Washington
1

Trece días después de mi regreso a los Estados Unidos, una patrulla rusa localizó nuestra interferencia en el cable Altglienecke-Moscú. Si hubiera estado todavía en Berlín, me habría visto rodeado por los ecos de la pérdida del túnel. En Washington, el acontecimiento no fue más que un eco lejano. Yo había vuelto a introducir una serie de cambios en mi vida diaria.

El primero tenía que ver con mi relación con Kittredge. Como padrino putativo, ahora era casi un miembro de la familia. En ocasiones me sentía un primo hermano no particularmente saludable, lo cual quiere decir que tanto ella como yo nos sentíamos terriblemente saludables en compañía del otro. Embarazada, flirteaba conmigo más que nunca. Cuando nos encontrábamos y cuando nos despedíamos, me besaba en la boca con sus labios húmedos. Yo casi no sabía cómo medir ese afecto. En Yale, los conocimientos universitarios no habían sido, de ninguna manera, tan autorizados como la sabiduría sexual de St. Matthew's. Allí, los muchachos que habían practicado las caricias más atrevidas durante las vacaciones de verano regresaban en el otoño para darnos lecciones a los menos afortunados: cuando los labios de una chica son húmedos, y se pegan apenas un poquito a los tuyos, entonces, amigo, se está desarrollando una atracción sexual plena.

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